5/10/2010

Marcelo Ebrard, perredista señero

Miguel Ángel Granados Chapa

MÉXICO, D.F., 9 de mayo.- Cuando se fundó el Partido de la Revolución Democrática, el 5 de mayo de 1989, Marcelo Ebrard Casaubón era secretario general del PRI capitalino. Manuel Camacho, jefe del gobierno del DF, le había encomendado reconstruir el partido tricolor en la Ciudad de México, después del sacudimiento priista en las elecciones de julio anterior. Veintiún años después, aquel joven que entonces tenía treinta se convirtió en el personaje principal de la fiesta perredista de cumpleaños, en vez de los antiguos dirigentes de ese partido, ausentes y distantes de la organización que contribuyeron a crear.

Perspicaz y habilidoso, Ebrard se ha propuesto llenar el hueco dejado por otros perredistas de fuste. El miércoles 5 fue el único gobernador presente en la módica celebración de vigésimo primer aniversario del partido al que ahora pertenece. No le fue difícil convertirse en estrella de la función pues tenía como principal contendiente a Jesús Ortega, el líder nacional del partido, a quien derrotó en el proceso interno para elegir candidato al gobierno capitalino a fines de 2005. Pero además, sin tener que hacerlo directamente, habló de sí mismo y de sus aspiraciones, como si sólo hablara de la necesidad de que la izquierda, dentro de la cual se conviene generalmente ubicar al partido festejante, tenga una candidatura única en 2012, capaz de triunfar y hacer respetar su victoria, a diferencia de lo ocurrido en 1988 y 2006.

Si no en su mente, en la de muchos que lo escuchaban estaba configurándose el gran dilema que esa izquierda tendrá a fines del año próximo. A reserva de que crezca el número de aspirantes, es claro que entonces se expresarán los propósitos y los intereses de Andrés Manuel López Obrador y de Ebrard mismo para ser el candidato presidencial. Aunque el antecesor de Ebrard en el gobierno capitalino ha manifestado su avenimiento a que la candidatura corresponda a quien esté mejor ubicado en las encuestas (expresión sujeta a numerosas interpretaciones), mucha gente está poco inclinada a creer en esa buena disposición de López Obrador. Con la imagen deformada que la propaganda ha creado, lo imaginan aferrándose a ser candidato una vez más aun si las encuestas no lo favorecen, para lo cual contaría con la fuerza social que pacientemente ha acumulado desde noviembre de 2006, cuando fue proclamado Presidente legítimo (en contraste con la condición de espurio atribuida a Felipe Calderón) y con el apoyo formal del Partido del Trabajo. Contra ese riesgo, el de que haya una candidatura del PRD y probablemente de Convergencia, y otra sostenida por el PT, alertó Ebrard el 5 de mayo, aunque por supuesto no lo explicitó ni mucho menos.

Durante los tres años recientes, el jefe de gobierno capitalino ha resuelto de modo pertinente para sus intereses la ambigüedad de su relación con López Obrador. Se ha cuidado muy bien de romper con él y aun de distanciarse, pero al mismo tiempo ha avanzado de manera notoria en la creación de su propia identidad, uno de cuyos rasgos distintivos sea la independencia respecto de su antecesor, y al mismo tiempo en la generación de su propia fuerza política en el DF.

Hace dos décadas apenas, delante de Ebrard se abría un futuro promisorio, favorecido por su cercanía con Manuel Camacho, el miembro del gabinete más próximo a Salinas, el fabricante de los puentes que unieran con aquel otro tildado de usurpador a los personajes y movimientos agraviados por la imposición presidencial. A sus treinta y pocos años de edad, el exalumno de Camacho llegó a ser el número dos del salinista número uno. Y desde entonces una buena porción del trayecto de Ebrard dependió del destino político de Camacho. Así, lo siguió a la cancillería una vez dominada la iracunda reacción del jefe de gobierno del DF que se consideraba a sí mismo como el indispensable sucesor de su amigo Salinas pero no lo fue. Durante sólo tres quincenas Ebrard, como subsecretario en Tlatelolco, estuvo en situación de practicar el arte de las relaciones internacionales que había aprendido en El Colegio de México.

Pero a poco Camacho se fue a Chiapas como promotor de la paz ante el zapatismo, y Ebrard actuó discretamente a su lado. Junto con su jefe se marchó del PRI en 1995 y ambos bregaron por la creación del Partido del Centro Democrático, del que Camacho fue candidato presidencial y Ebrard a la jefatura del gobierno de la Ciudad de México. Advertido de su escasa posibilidad de triunfo, Ebrard se alió con López Obrador: declinó su aspiración y le cedió sus votos, que quizá fueron los determinantes para la victoria de López Obrador, que estuvo no lejos de ser víctima del “efecto Fox”, semejante al que seis años más tarde protagonizaría él mismo.

Aunque tardíamente, la alianza entre Ebrard y López Obrador empezó a consumarse cuando aquel fue designado secretario de Seguridad Pública. Cobijado por su jefe en el conflicto de Tláhuac –el linchamiento de agentes federales ante la impasibilidad de la policía local–, que le significó ser despedido por el presidente Fox (pues el Ejecutivo federal controla la seguridad pública del DF), terminó ganancioso el lance. Tras un breve receso, fue designado secretario de Desarrollo Social, como clara señal de López Obrador de hacerlo su sucesor. El proceso se cumplió cuando Ebrard derrotó a Ortega en el proceso interno, con el ostensible apoyo de López Obrador, que con la fuerza que generó en todo el país en 2006 aseguró la victoria capitalina para los candidatos perredistas, Ebrard en señalado primer lugar.

Pagado así con creces el favor recibido en 2000 por López Obrador, éste y Ebrard iniciaron una nueva etapa en su relación. El jefe de gobierno ha buscado responder hasta el día de hoy a la consigna lopezobradorista de no reconocer políticamente a Calderón, aunque como gobernante de una entidad esté obligado a insalvables actos que implican reconocimiento. En su doble y contradictorio afán de mantener su vínculo con López Obrador y ser él mismo, permanentemente Ebrard está sometido al juicio de los lopezobradoristas que lamentan que gobierne un salinista (como si López Obrador no hubiera permanecido en el PRI hasta después de la elección de 1988). El jefe del gobierno practica una política social idéntica a la de su antecesor pero, al modo de Enrique Peña Nieto, la propaga a grandes costos cuya erogación beneficia a Televisa. Emprende obras públicas similares en su propósito y su esquema de financiamiento a las construidas por López Obrador pero va más allá al hacer rutas de paga y al no consultar a la población afectada directamente ni a los núcleos sociales que deploran el homenaje que se rinde al automóvil y al asfalto en perjuicio del equilibrio ambiental y de la salud pública.

Ebrard camina por la cuerda floja, por el filo de la navaja. Hasta ahora no ha tenido vacilaciones que lo hagan caer o lastimarse. Al contrario, su audacia lo ha hecho mostrarse como un perredista principal, capaz de fijar posiciones y trazar líneas...

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