6/06/2010

Mar de historias, Cristina Pacheco


Mar de Historias

La razón del silencio

Cristina Pacheco

Sobre todo, no permitas que Ignacio te haga sentir culpable de que Liza vaya mal en la escuela y de que Reynaldo quiera irse de la casa. Aunque tú y él estén divorciados, los dos son responsables de sus hijos. Ya que tu ex marido no les pasa ni un centavo, por lo menos que les demuestre algún interés.

Áurea se repite los consejos que le dio la doctora Reyes esa mañana. Quiere memorizarlos antes de encontrarse con Ignacio y caer en alguna de las trampas que le tiende para convencerla de que cometió un error pidiéndole el divorcio. La última vez que se entrevistaron Ignacio llegó a culparla de que Liza hubiera reprobado y de que Reynaldo se juntara con los vagos del rumbo.

Aquel domingo, sin importarle que los comensales de El Pánuco los oyeran, Áurea le recordó que cuando vivían juntos a él no le importaba nada de eso: ¿por qué ahora? Ignacio la neutralizó con la eterna frase: ¡No entiendes nada! Áurea aceptó la descalificación: entonces explícamelo tú. Dime, ¿qué tiene qué ver nuestro divorcio con lo que les está pasando a Liza y a Reynaldo?

¡Todo!, gritó Ignacio. Abandonó la mesa y salió del restaurante. Áurea se quedó inmóvil, avergonzada, dividida entre la culpa y una nueva preocupación: ¿cómo iba a pagar la cuenta? Le alcanzó para cubrirla, pero no para dejar propina. Otra vez que pase por aquí se la doy, le murmuró al mesero y salió de El Pánuco sintiendo a sus espaldas las burlas.

II

Áurea estuvo preguntándose qué sabrá Ignacio acerca de sus hijos que ella ignora. La asaltaron pensamientos terribles. No pudo desterrarlos y pidió una cita urgente con la doctora Reyes. Mientras esperaba ser recibida, Áurea se puso a imaginar cómo sería la vida de la sicóloga. Quizá también estuviera divorciada e hiciera el papel de padre y madre ante hijos incontrolables que cuando se disgustan le reclaman su dedicación al trabajo, sus ausencias, su cansancio, su imposibilidad de darles cuanto quieren.

Liza y Reynaldo no han llegado a tanto, pero de seguro lo harán cuando entren en la adolescencia. Se lo han advertido sus compañeras de trabajo que son madres solteras o divorciadas.

La puerta del consultorio se abrió al fin. Con un gesto la doctora Reyes la invitó a pasar al hornito, como define al privado con piso de cemento y techo de lámina.

Áurea habló, empezó en el tono de quien confiesa una debilidad vergonzosa: tengo una cita con Ignacio. La doctora le sonrió como una madre tolerante: hace cuatro meses me juraste que no volverías a verlo. ¿Qué te hizo cambiar? Áurea mencionó dos motivos: el tono de Ignacio, el temor de que sus hijos estuvieran en peligro.

La doctora aplicó su lógica: se supone que tu marido nunca los ve ni habla con ellos. Entonces, ¿cómo se enteró de que Liza y Reynaldo tienen conflictos? Más que responder, Áurea expuso sus temores secretos: tal vez los niños hayan ido a verlo a su trabajo o a lo mejor él los ha visitado cuando sabe que no estoy en la casa. ¿Tus hijos te lo han dicho o estás imaginando cosas?

Áurea no se atrevió a decirle que Liza y Reynaldo le hablan poco y que ella muchas veces no tiene fuerza para romper el doble silencio que interpreta como desdén, recriminación, desamor.

De pronto cayó en una sospecha: quizás Ignacio ha estado hablando con ellos para convencerlos de que se vayan a vivir con él. Entonces, ¿qué hago? ¿Retengo a mis niños o les permito que se vayan? La doctora Reyes fue sincera: No lo sé. Pero por favor recuerda una cosa: no permitas que Ignacio te haga sentir culpable.

III

Durante el resto de la mañana Áurea siguió como autómata el ritmo de la máquina cortadora. Una vez que se accidentó la supervisora le dijo que había sido su culpa, por distraída. Áurea no la rebatió. Ignacio la tenía acostumbrada a considerarse responsable de todas sus desgracias. Empleó ese recurso desde el primero hasta el último día de casados. Se corrige: hasta la última noche.

La pasaron solos, hablando. Él daba vueltas por el cuarto. Ella permaneció sentada en la cama, esforzándose por explicarle las razones que tenía para proponer el divorcio. Áurea apenas había citado algunos cuando él la interrumpió: llevamos siete años de casados. Tuviste tiempo de sobra para reclamarme lo que te disgustaba de mi trato hacia ti. ¿Por qué te callaste?

Áurea conocía bien a Ignacio. De seguro él estaba imaginando que su silencio había sido un recurso para acumularle culpas y justificarse ante sus hijos cuando a ella se le antojara pedirle la separación. Como entre sueños escuchó el grito de quien a partir de la mañana siguiente se convertiría sólo en el padre de sus hijos sin ningún derecho sobre ella: ¿por qué te callaste?

Áurea, más que a Ignacio, se contestó a sí misma: sobre todo para que los niños no nos oyeran discutir. Pero no fue la única razón. Me callé para que no dijeras que era desconsiderada contigo al reclamarte tus insolencias cuando llegabas cansadísimo del trabajo. Me callé porque tenías problemas con tus jefes y no quise causarte uno más. Porque era quincena: no quería disgustarte y que, en venganza, dejaras de cumplirles a tus hijos la promesa de comprarles algo o de llevarlos al cine.

Áurea desvió la mirada: “otras veces me callé porque era sábado y como tus papás siempre iban a cenar con nosotros, no quería que nos encontraran disgustados. Aunque no me lo creas, también hubo veces en que me callé porque se acercaba la noche y temía que no me hicieras el amor. Acabé guardando silencio definitivo cuando empecé a verme acabada. Entonces cerré la boca porque no quise darte pretextos para que te fueras con otra más joven y menos inconforme. Y, ¿por qué más? Déjame ver…”

Mientras hablaba, Áurea se dio cuenta de que la exasperación de Ignacio iba en aumento, por eso no la sorprendió su estallido: ¡pero qué estupideces! Ella se recuerda mirándolo por primera vez de frente, sin miedo: ¡ya me acordé! Dejé de protestar, de revelarte mis sentimientos, desde que se te hizo costumbre gritarme ¡Sólo sabes hablar de estupideces cada vez que me refería a mis cosas! Esa fue la última escena de su vida conyugal y la primera en que Ignacio apareció en el papel del padre de mis hijos.

El recuerdo la lleva a preguntarse qué será lo que su ex marido vaya a decirle acerca de Liza y Reynaldo. Es preferible no imaginarlo y esperar hasta el momento de encontrarse en la cafetería y no en El Pánuco, adonde ella no ha vuelto ni siquiera para entregarle al mesero la propina que le prometió.

IV

Sentir el respaldo de la silla le da seguridad y le permite ampliar la distancia que la separa de Ignacio. Áurea reconoce la actitud con que él mira en todas direcciones buscando una mesera que les tome la orden: dos cafés americanos y un agua mineral.

La empleada se demora mencionándoles las ofertas del día. Áurea se impacienta. Ignacio no hablará mientras no estén solos, y a ella le urge enterarse de lo que sucede con sus hijos. Lo pregunta y él tarda en contestarle: antier pasé por la casa. Si los niños no te lo dijeron es porque yo se los pedí. La verdad, me quedé preocupado. Liza está muy gorda. Tienes que vigilar más lo que come. ¿A qué horas? Salgo al trabajo a las 5 de la mañana y regreso tarde. Cuando puedo les dejo comida hecha; cuando no, les doy dinero para que se compren algo en la tienda.

Aunque el argumento era irrefutable, él insiste: puedes hablar con Liza. Explícale el daño que se hace comiendo porquerías. Vas a convencerla, aunque no sé si será lo mismo con Reynaldo. Lo vi muy mal. Tiene que dejarse de locuras. Áurea supone otra vez posibilidades escalofriantes. ¿Por qué lo dices? Lo encontré escribiendo. Mira esto.

Ignacio saca de su bolsillo un papel y lo deja sobre la mesa. ¿Qué es? Lo que escribió tu hijo. Creo que está loco. Léelo y verás que tengo razón. Áurea apenas se da fuerzas para seguir la incierta escritura: Siempre me dolió el mundo. Más me lastima desde que una niñita de tres años le haya suplicado a su padre que no matara a su madre. ¿De qué tamaño sería el miedo de una niña que al comenzar su vida ya imaginó la muerte? ¿Quién puede contestarme? Si es Dios, que alguien me diga cómo lo encuentro para exigirle que me responda.

Temblorosa, pálida, Áurea termina de leer. Ignacio se inclina hacia ella: ¿Por qué te pones así? Porque también me duele el mundo. Y por favor, al menos esta vez, no me digas que sólo sé hablar de estupideces.

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