8/22/2010

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Las buenas hierbas

Carlos Bonfil

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Ofelia Medina caracteriza a Lala, en la cinta de María Novaro

¿Para qué sirve la herbolaria en el libro de todos los remedios que atesora la botánica universitaria Lala (Ofelia Medina) en Las buenas hierbas, de María Novaro? Hay un poco de todo, desde el toloache, planta venenosa que produce delirio y confusión del espíritu, y que el amante despechado puede administrar a la compañera esquiva para aturdirle la razón y propiciar su abandono amoroso, hasta aquellas hierbas milagrosas que en casos extremos de enfermedad o extravío mental, sirven para echar muy lejos el cansancio, sacudir el temor y darle bríos al corazón.

El libro en cuestión es el famoso Códice de la Cruz-Badiano, herbario medicinal de 1552, con las recetas que el médico indígena Martín de la Cruz transmite oralmente a Juan Badiano, estudiante del colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, quien las redacta en latín, acompañándolas de 184 ilustraciones en color elaboradas por un grupo de tlacuilos. Algunas de esas ilustraciones aparecen en el cartel de la cinta de Novaro, otras sirven como transiciones digitalizadas para diversos momentos de la narración. El resultado es visualmente muy atractivo.

En Las buenas hierbas, Lala, bióloga botánica universitaria, su hija Dalia (Úrsula Pruneda), y su pequeño nieto Cosmo, llevan una existencia apacible en una suerte de enclave rural de la ciudad de México, a lado de la anciana Blanquita (Ana Ofelia Murguía). Es el retrato de tres mujeres de tres generaciones distintas, con una ausencia casi total de figuras masculinas. Los hombres tienen una presencia episódica, coyuntural, y pareciera prescindible. El marido separado de Dalia, pero cómplice afectivo y generoso; dos pretendientes rivales de Dalia, que carecen de mayor consistencia dramática, y para esa misma joven una paternidad ausente, rodeada de misterio. Este edén femenino, modelo de familia alternativa, se ve súbitamente trastornado por una fatalidad, el Alzheimer degenerativo e incurable que de modo prematuro se le declara a Lala.

La directora María Novaro sortea exitosamente las dificultades de producción del primer largometraje que realiza luego de una década de ausencia. La cinta está completamente filmada en video digital de alta definición, y transferida después a formato de 35 milímetros. El trabajo artístico digital está a cargo de Alejandro Valle (director de Historias del desencanto), un especialista en la materia, e incluye decisiones tan arriesgadas como la de integrar en el relato la figura de la mítica anciana de Huautla, María Sabina, a partir de imágenes proporcionadas por el documentalista Nicolás Echevarría (María Sabina, mujer espíritu, 1978). Su aparición espectral está a tono con lo que propone Novaro, una historia donde la vida y la muerte son vasos comunicantes, y en la que la enfermedad altera de modo violento los estados de conciencia, colocando al paciente entre periodos mínimos de lucidez y una caída irrefrenable en el desvarío mental. Como lo señala el personaje de la escritora inglesa Iris Murdoch que interpreta Judi Dench en Recuerdos imborrables (Iris, Richard Eyre, 2001), la sensación semeja una lenta navegación hacia la oscuridad.

Si en el universo femenino de Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1992), la gastronomía era un arte de la seducción para el corazón y para el estímulo sensual de los protagonistas, en Las buenas hierbas, la herbolaria es el arte de curar el alma y exorcizar el espanto de las enfermedades inexorables. La idea es apelar a una sabiduría ancestral, esperanzadora y azarosa, cuando el mundo de la ciencia no ofrece soluciones. Novaro explora la desesperación de Lala y el desasosiego apenas menor de quienes la rodean y atienden. La propuesta y el desenlace de la película son notables. Cabe lamentar, sin embargo, que la directora aborde un tema tan imperioso y sugerente a través de un costumbrismo de tarjeta postal extasiado en rústicos interiores domésticos, en una vena anecdótica que explota el humorismo fácil (la pícara anciana fumando marihuana, ese cigarrito que da risa) y digresiones innecesarias (los ambientes buena onda en la cabina de una estación de radio alternativa o los interludios musicales donde melodía e intérpretes compiten por el grado mayor de languidez), o con los apuntes de realismo mágico donde una quinceañera asesinada se vuelve el ángel guardián de la anciana que atesora su recuerdo, o aquellas las frases que ninguna desesperación anímica justifica (Qué te dijeron los honguitos sagrados? ¿Te avisaron de lo que vendría?, Dalia a su madre moribunda). Todos estos aspectos, sin duda entrañables desde una óptica sensiblera, dilatan gratuitamente un relato interesante, que con mayor sobriedad narrativa habría sido conmovedor y tal vez inteligente.

Si en verdad existen las plantas que curan el alma, habrá que esperar aquellas que también destierren del cine mexicano actual todas las inercias narrativas y los resabios de un trasnochado realismo mágico. Ésas sí serían las buenas hierbas.

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