4/25/2011

Contexto de exigencia


Ricardo Raphael

Es más difícil defender la causa correcta cuando no se pertenece a ninguna iglesia. Si a la hora de actuar sobreviene la duda, el creyente siempre puede refugiarse en los dogmas de su fe. En cambio, para llevar una vida buena los ateos sólo cuentan con su razonamiento moral.

En una memorable conversación sostenida con el abate Pierre, hace 15 años, así defendió Bernard Kouchner, el fundador de Médicos Sin Fronteras, la ausencia de sus convicciones metafísicas.

También en política, menos arduo es hacer avanzar el discurso propio cuando se pertenece a una iglesia que hacerlo en solitario. Acaso por este motivo, aún en esta época tan individualista, resulta prácticamente imposible transformar lo público fuera de esos inmensos templos en que se han convertido los partidos.

En México esta premisa es contundente: pesan más los militantes de las casas partidarias que los ciudadanos mortales. El periodista, el académico, el crítico, el intelectual, el especialista, el activista, el agitador, el ciudadano de a pie, cuentan todos con voces débiles a la hora de fraguar una realidad pública favorable a sus personas.

Los problemas comienzan cuando la lógica que define al comportamiento de las fuerzas electorales se presenta como contraria a las causas correctas; es decir, cuando el dogma de los militantes se coloca por encima del razonamiento moral de los individuos comunes.

Hoy en nuestro país, toda conversación sostenida con un militante partidario termina centrándose en el diminuto ducto de las campañas políticas. Pierde importancia lo demás. Deja de ser tema si en el camino los candidatos y sus partidos se alían con los más grandes enemigos de la sociedad, si las decisiones sólo se toman para perpetuar los intereses más mezquinos, si la corrupción sobrevive impune, si las mafias más detestables continúan intocadas.

Para los militantes, la urna electoral se ha convertido en el único cernidor relevante. Lo fundamental es la perpetuación de la iglesia, de sus predicadores, y de sus clientelas. Una curiosa paradoja se impone: mientras la clase política sólo puede pensar en clave electoral, los votantes que acuden a las urnas han quedado excluidos.

Probablemente es por esta razón que para los no partidistas son cada día más difíciles de leer las decisiones y los arreglos que ocurren en la cúpula del poder. ¡Así es la política!, responden los más versados. Suponen la existencia de un ser superior, colocado en quién sabe cuál Olimpo, que dicta el único comportamiento aceptable para quienes se preocupan por los asuntos que son de todos.

Kouchner tuvo razón: es doblemente difícil defender una causa correcta cuando no se pertenece a ninguna iglesia. Y sin embargo, la gran mayoría de las personas no militan en ningún partido político. No comparten por tanto las creencias chatas, los argumentos electoreros, ni las preocupaciones simplonas.

En breve nuestro país se introducirá de nuevo por el contrahecho tobogán de las campañas presidenciales. Será tiempo de un gran protagonismo para las militancias partidarias y, en simultáneo, etapa probable de poco entusiasmo para los ciudadanos de a pie.

Con todo, haría tanto bien que la lógica del militante se subordinara a la del elector. Sólo así se produciría un contexto de exigencia tal que las preocupaciones de los más se colocaran sobre los intereses de los menos.

Huelga decir que ese contexto de exigencia no puede ser hoy obra de las oligarquías partidarias. No hay ya dentro de su razonamiento una moral que ahí obligue a actuar de una manera distinta.

Agregar con coherencia la demanda de la ciudadanía, levantar la voz de quienes no se hallan asociados, fijar de otra manera las reglas del debate, evaluar con mayor rigor ofertas de campaña, promesas y discursos, construir una agenda que permita vivir un país diferente, no son, ninguna, tareas para militantes partidarios.

Son una misión para ciudadanos sin iglesia y de ahí su doble dificultad.
Analista político

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