11/26/2012

FCH: hombre de misiones graves


Ricardo Raphael

El tiempo de los balances llega y la gestión de Felipe Calderón Hinojosa no podrá eludirlo. Comienza ahora su entrada a los libros de historia mexicana, una que por usos y costumbres se mide siempre en sexenios. La distancia que comenzará a abrirse entre el fin de su mandato y las décadas por venir irá fraguando un juicio que hoy todavía es difícil de predecir.

No hay objetividad que en el presente alcance para examinar en su verdadera dimensión, tanto los aciertos como los yerros. Si bien sus detractores del presente vociferan y los leales no toleran la más mínima crítica, a la hora actual ni unos ni otros pueden ser tomados con seriedad.

El presidente que se despide posee sentido de la historia. Se trata de una de sus grades obsesiones. Más de una determinación la ha tomado pensando en su legado para la posteridad. Así lo ha afirmado incontables veces en sus discursos; basta con otear los argumentos, sobre todo a propósito de la política de seguridad, para comprobarlo.

Una y otra vez ha asumido la suya, como una actuación destinada a comprenderse con el paso del tiempo. No es Felipe Calderón un intelectual pero sí posee una tendencia pronunciada a leer y releer la historia. Aunque siempre bajo la lente panista, es un hombre que cree enteder lo fundamental del siglo XX mexicano y también las claves, tanto liberales como conservadores, de la centuria previa.

Durante su mandato no perdió evento ni ocasión para reinterpretar el pasado a la luz de los episodios que le tocó protagonizar. Más de un vez optó por el tono belicista, en particular cuando debió justificar su guerra contra el crimen organizado. Lo hizo en las ceremonias para festejar el aniversario de la batalla de Puebla, la Revolución, la Independencia o la caída de los Niños Héroes. También aprovechó los festejos de la Constitución o el natalicio de Juárez para expresar su particular noción de legalidad. Algunas veces concitó aplausos y otras rechiflas pero no hubo momento desperdiciado por su voz para asegurarse, él mismo, un lugar en la gran narrativa nacional.

En los últimos meses Felipe Calderón dedicó prácticamente todas las horas que le quedaban inaugurando obras, presentando decretos y proyectos de ley de gran calado. Como emblema de este febril adiós propuso que el país abandonara su nombre largo para que, a partir de ahora, sea llamado llanamente “México.” A más de uno tomó por sorpresa esta decisión celebrada en el filo de su reloj gubernamental y sin embargo ésta calza bien con su biografía.

Probablemente Felipe Calderón sea un hombre obsesionado con la historia porque se trata de un político convencido de que había ya trazada para él una misión ineluctable. Detrás de cada explicación que ofrecía al público hubo siempre un sustrato de trascendencia, acaso religioso, de donde provenía la verdadera relevancia de sus elecciones.

Por ello vivió su mandato, a veces con enojo y otras con frustración. Le fue difícil comprender la critica de sus adversarios, no tanto por ingratos o mezquinos, sino por la ceguera que les impedía arribar a la misma luz que, en su caso, le había orientado. Fue por este motivo que, durante los últimos seis años, los mexicanos presenciamos una relación tan apasionada como la que sostuvieron el presidente que se va y Andrés Manuel López Obrador. No deja de llamar la atención la paradoja que en el tiempo hizo coincidir a dos personajes tan parecidos, al menos en su visión misional de la política. El choque feroz y frontal era la única salida para dos espíritus similares.

Felipe Calderón se va dejando enojado a un tercio de sus gobernados. En cambio, según las encuestas recientes, al menos dos tercios lo despiden con satisfacción.

Ni unos ni otros podrán negarle a Calderón que gobernó a partir de sus convicciones más profundas; sería injusto escatimarle la fe que tuvo en sí mismo y en su capacidad para transformar al país.

Por ello es que no será tratado como un presidente superficial o frívolo. Su preocupación por la historia lo llevó a tomarse muy en serio y en consecuencia esquivó algunos errores. Quizá por esta misma razón asumió decisiones muy arriesgadas: una de ellas dejó víctimas y daños irreparables.

Habrá de esperar el juicio de la siguiente generación para ponderar qué de todo merecerá ser valorado con mayor gravedad.


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