11/09/2014

Mar de Historias La danza de las hojas



Cristina Pacheco
Cuando levantaron el edificio de enfrente nos sentíamos todo el tiempo amenazados por los 27 pisos con ventanas que dan a nuestras casas. Pensábamos que los nuevos inquilinos nos veían con actitud de superioridad, de arriba para abajo. Eran sensaciones incómodas que nunca habíamos imaginado posibles y menos en una colonia como esta: casas pintadas en color pastel, de una sola planta, cochera y un jardincito al frente adornado –según el gusto de cada quien– con un par de cisnes o un gnomo de fibra de vidrio con calzas verdes y bonete rojo.
Cuando hablo de mi colonia mejor sería decir la nuestra. ¿De quiénes?, se preguntará usted. De todos los que nacimos, crecimos y esperaremos el fin aquí. Mis vecinos podrían decirle los nombres y apellidos de las familias originarias, lástima que a estas horas todos se encuentren fuera. Desde temprano algunos se van a su trabajo y la mayoría a buscarlo. Estos salen con el cabello teñido y la cara embadurnada para ocultar su edad ante los posibles futuros patrones o jefes (me cuentan que casi siempre se trata de muchachos que podrían ser sus hijos o sus nietos pero desdeñan su experiencia de años, los tutean y al fin les dicen que cuando haya una vacante los llamarán, cosa que nunca ocurre). Antes esos hombres de cabello teñido y rostro maquillado me antipatizaban, ahora me conmueven, entre otras cosas porque sospecho la inutilidad de su esfuerzo.
Desde mi ventana los veo salir con el gesto de quien pretende abrirse camino a cualquier precio –en este sentido me he enterado de cosas de las que prefiero no hablar– y pasando por encima de quien se les ponga enfrente.
Esas personas van con el estómago vacío, los trajes lustrosos, dos boletos del Metro en el bolsillo, veinte pesos de tiempo aire en sus celulares y la última ración de esperanza. En su forma de caminar se refleja su esperanza de que hoy sí van a conseguir un cargo, un puesto, una oportunidad de sentirse tomados en cuenta, útiles, productivos, con el dinero suficiente en el bolsillo para permitirse un lujo: no tener que pedirle dinero a nadie.
II
La ayuda que me han brindado en los momentos de pequeños contratiempos domésticos, bastaría para que yo viviera agradecida con mis vecinos; pero desde que estoy en mis condiciones actuales –no necesito describírselas– les debo algo más: por momentos me contagian su optimismo.
Al menos durante la mañana me hacen creer, sin ellos saberlo, que lo mío también tiene solución, llegará la hora en que logre desterrar el miedo que me tiene paralizada, pueda levantarme del sillón, salir de esta casa, atravesar la avenida que me separa del parque –otro orgullo para los que vivimos en esta colonia–, perderme entre sus senderos y entregarme al deleite de caminar sobre las alfombras de hojas cobrizas que el otoño desprende de los árboles.
¿Las ha visto caer? Entonces ha notado cómo giran en el aire y se dejan arrastrar por el viento. Es todo un espectáculo, un ballet al ritmo del silencio. Me fascina. Paso horas mirándolo y haciéndome las ilusiones de que no corremos peligro, de que nada malo nos está sucediendo, de que no hay crímenes sin castigo, de que frente a mi casa no hay un edificio de 27 pisos con un anuncio enorme en la azotea que me impide ver el pedacito de cielo que podía mirar desde mi ventana.

III
El anuncio ofrece todas las ventajas de un nuevo complejo habitacional próximo a levantarse al sur de la ciudad, cerca del bosque. Se llamará Verde Esperanza. Colores muy vivos iluminan los jardines llenos de árboles que rodean los seis módulos de cuatro pisos en que está dividido el terreno. Los andadores se encuentran bordeados de flores que atraen a las mariposas, las abejas y hasta a las catarinas. Hace años que no veo uno de esos animalitos rojos con pintas negras. De niña, mis hermanos y yo los atrapábamos. Sentir entre los dedos sus cuerpecitos gordos, redondos, lustrosos nos producía la sensación de ser los personajes de un cuento infantil.
También lo parecen los niños que ilustran el anuncio frente a mi ventana. Cuando veo sus ojos brillantes sin sombra de temor, aunque no quiera, pienso en Remy. Es el muchachito que me trae del mercado lo que necesitaré en la semana. En cierta forma, a pesar de la diferencia de edades, nos hemos hecho amigos. Le hablo de mis cosas y él a mí de las suyas. La escuela no le gusta. La maestra lo reprende porque a cada momento bosteza o se queda dormido sobre el cuaderno.
Le sugerí a Remy que, para evitarse los regaños de su profesora, vea menos tele y se acueste temprano. Me respondió que no importa a la hora en que se vaya a la cama porque de todos modos no puede dormir: lo mantiene despierto el temor de que alguien lo secuestre para robarle los ojos, el hígado, los riñones.
Procuré consolarlo diciéndole que eso era imposible en la realidad, sucedía en las películas donde el personaje principal es la violencia. Me contestó que estaba equivocada. Uno de sus compañeros de escuela le había mostrado un recorte de periódico referente al caso de un niño víctima de esos horrores. No me atreví a decirle que también había leído la noticia ni tampoco a confesarle que el miedo frente a lo que está sucediendo es mi verdadera enfermedad.
Ahora que me acuerdo, en el anuncio se ve un abuelo conversando con su nieto. No parecen hablar de cosas macabras o tristes: sonríen, disfrutan de un ambiente limpio, seguro, primaveral, tan raro entre nosotros como las catarinas.
Hemos perdido muchas cosas pero no el deseo de seguir viviendo, de que se haga justicia, de abandonar el encierro, de responder sin temor al saludo que alguien nos dispensa en la calle, de recuperar los pequeños placeres. Uno de mis predilectos, ya se lo dije, es ver cómo caen las hojas que el otoño desprende de los árboles y pensar que bajo su alfombra cobriza late una nueva vida.

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