Leonardo García Tsao
La Jornada
El cabalístico viernes 13 no
ha aportado mal cine en esta ocasión, sino dos visiones muy opuestas de
la lucha de clases. La primera fue aportación del francés Bruno Dumont
quien, a partir de P’tit Quinquin (2014), ha hecho un cambio genérico al apostar por la comedia. En el caso de Ma Loute el
humor adopta tonalidades oscuras y excéntricas, pues se trata de
enfrentar a una familia burguesa con una comunidad de pescadores.
La acción se sitúa en la costa norte de Francia, en 1910. La familia
Van Peteghem llega a su mansión de diseño seudoegipcio a pasar unas
vacaciones, en medio de una investigación policiaca, pues varios
turistas han desaparecido en la zona. Ésta corre a cargo de dos ineptos
detectives, el inmensamente gordo inspector Machin y su torpe asistente.
La visión de los burgueses es caricaturesca. Los hombres son tontos
que se mueven de manera espástica, mientras las mujeres alternan entre
la cursilería y la histeria. La sobrina de los Van Peteghem, la
andrógina Billie (Raph), se enamora del personaje titular (Brandon
Lavieville), hijo mayor de los Brufort, una familia pescadora que, según
revela Dumont de forma casual, es la causa de la misteriosa
desaparición: son ellos quienes se han comido crudos a los turistas.
Las bellas imágenes conseguidas por el fotógrafo Guillaume
Deffontaines desmienten lo grotescas que son la mayoría de las acciones.
Sólo el estupendo actor Fabrice Luchini consigue una creación memorable
al interpretar al patriarca de los Peteghem, como un imbécil que parece
egresado del ministerio Monty Python de los Silly Walks. Todas las
actuaciones de los personajes burgueses son exageradas, pero Juliette
Binoche no encuentra el tono y se extralimita como la tía Aude,
consiguiendo una interpretación digna de La Familia Peluche.
Con dos horas de duración, el muy tenue chiste se desgasta con
rapidez. ¿Cuántas veces tenemos que ver al inspector Machin rodar por el
suelo, para entender que la ley es ineficaz? Bruno Dumont parecía un
realizador más interesante cuando hacía dramas parcos, despojados de
toda emoción.
Por su lado, el británico Ken Loach se va al otro extremo. En I, Daniel Blake, su
decimotercera participación en la competencia de Cannes, el cineasta no
ofrece sorpresa alguna. Es su tradicional y muy solemne visión
comprometida con las causas de la clase obrera, a la que el sistema
oprime y despoja de sus derechos. Ahora la causa de su diatriba es el
sistema británico de salud, que le niega una compensación económica a un
viejo obrero, el personaje epónimo (Dave Johns), que ha sufrido un
infarto. El hombre ha sido entrevistado por una trabajadora social,
quien ha decidido que no reúne las condiciones para ser beneficiado.
Para mayor complicación, Blake se enfrenta al infierno burocrático de
las llamadas atendidas por anónimas contestadoras y de requisitos a ser
llenados online, con la desventaja de no poseer computadora,
ni el conocimiento para manejarla. Otra causa noble se añade en la
figura patética de Katie (Hayley Squires), madre soltera que también
sufre de impedimentos similares.
Todo es muy noble y a la corrección política se añade la sobria
corrección cinematográfica. Sin embargo, el ya imprescindible guionista
Paul Laverty recurre con frecuencia al sentimentalismo para hacer más
patente el drama de Daniel Blake. Por ejemplo, en un momento de
urgencia, Katie acepta prostituirse para poder mantener a sus dos hijos.
Y ya puestos en ese plan, un desenlace trágico se ve venir a leguas.
Contra la tradición, hoy se exhibe en la noche Tiempo de morir, debut de Arturo Ripstein como realizador, en la sección Cannes Classics. Y no parece que vaya a llover.
Twitter: @walyder
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