5/06/2018

Orfandad empresarial
Ilán Semo

Desde la firma del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLCAN), México y Canadá obtuvieron un acceso especial al mayor mercado del mundo, el de Estados Unidos. No se ha escrito una historia detallada de los orígenes de ese acuerdo, pero no hay duda que la sorpresiva caída del Muro de Berlín, y la reconfiguración de la geopolítica mundial que le siguió, tuvieron algo que ver. Súbitamente, las esferas de influencia de Europa, China y Estados Unidos quedaron redibujadas, mientras que decenas de países –antes bajo la esfera soviética– se veían arrojados a un mundo cuya nueva distribución de poderes quedaría definida, al menos, hasta una década después.
Estados Unidos optó por definir su área inmediata de influencia a través de la apertura (o si se quiere, del aseguramiento) del comercio y la circulación de capitales con las dos naciones de su vecindad inmediata. En la época, el único país con el que Washington mantenía una relación similar –aunque no igual– era con China. Desde la década de los años 60, en aras de dividir al antiguo bloque soviético, la Casa Blanca siguió la estrategia de convertir a China en su socio preferencial. Y la estrategia funcionó. El boom chino, que se inició hacia la década de los años 80 –y continúa hasta la fecha– está indisolublemente ligado a este estatus.
A lo largo de las pasadas dos décadas y media, China devino en una potencia mundial y Canadá capitalizó la oportunidad para consolidar su economía y su sociedad –sin perder las prerrogativas sociales con las que ya contaba–. ¿Y México? La historia es conocida: una sociedad entrecruzada por la violencia, una distribución del ingreso que se concentra en 20 por ciento de la población, la emigración masiva de millones, procesos que han convertido a muchas regiones del país, sobre todo en el centro y el sur, en zonas de vida precaria.
La apertura tuvo en su centro la relocación de un agente social sobre el que recaerían muchas de las expectativas y los dilemas del país, de sus esperanzas y frustraciones y, con ello, de sus responsabilidades: el empresariado. Como nunca antes en la historia que siguió a 1920, una vez consumada la parte militar de la Revolución, el empresario devino, en la década de los años 90 y las primeras décadas del siglo XXI, la figura central –o hegemónica, dicho en un lenguaje sociológico– de la vida pública.
Si por hegemonía se entiende la forma en que un orden fija los paradigmas y las aspiraciones, los valores y las expectativas de la vida cotidiana. Los círculos empresariales colonizaron las retículas del poder político y mediático, los principales mecanismos de la circulación y la apropiación del gasto público y, sobre todo, el discurso público. En él aparecían como la pieza clave que sostenía al engranaje de la sociedad. Una esencia que dependía del culto a la retórica de las inversiones –globales, por supuesto– que aliviaría los males de la sociedad. Un culto cuasi religioso. El mercado convertido en una suerte de teología política.
La historia de este espejismo trajo saldos muy distintivos. La mayor parte de los grupos empresariales mexicanos de la década de los años 80 vendió sus empresas en la esfera global. Con excepción de algunas cuantas figuras, el arquetipo del gran empresario en México es en la actualidad una especie en extinción. Los sustituyeron los grupos anónimos globales. Su lugar lo ocupa un selecto club de facilitadores que durante estas dos décadas han vampirizado al Estado, se han enriquecido de esta mediación y se han convertido en una suerte de guardianes de un orden que trabajó invariablemente, sexenio tras sexenio, a lo largo de una política de la decepción. Guardianes improductivos, un centro esencial de la corrupción, y que hoy representan un cuello de botella que impide la movilidad social y la circulación dentro de las élites. Y, sobre todo, inhiben la posibilidad del surgimiento de un empresariado ligado a la idea de convertir al país en una casa ecuánime para la sociedad.
En 2018, ese reducido grupo de facilitadores, reunidos en torno al Consejo Coordinador Empresarial (CCE), apostaron al candidato a la Presidencia del Partido Revolucionario Institucional. La apuesta era casi natural. Se identificaban no sólo política, sino cultural y tecnocráticamente. Una vez que presintieron que Meade no llegaría lejos, buscaron acercarse al puntero en la contienda. Las cosas no resultaron. Al menos no en la dirección que esperaban. Para AMLO representan tan sólo otro grupo de presión. Un grupo venido a menos, tan desgastado como las franjas que dirigen en la actualidad al PRI y al PAN, y de las que se alimentaron desde la década de los años 90. Sin candidato evidente a la Presidencia, ahora padecen una suerte de síntoma de orfandad. Una orfandad, por cierto, tan anfractuosa como el espejismo en el que se fincaron.
El conflicto con el CCE no amenaza ninguno de los flujos actuales de inversión. Los que representa este grupo ya se encuentran hace mucho en la esfera global y equivale a una suma casi proporcional a la deuda actual. Simplemente han depositado el dinero fuera de México. Y la otra parte central de las inversiones se decide en el indeterminado mundo de los flujos globales.
Y sin embargo, el efecto que pueden tener sobre lo que resta de la campaña es impredecible. Es la voz que tratará de rehacer un escenario apocalíptico. Por lo pronto, han convertido a AMLO en el centro absoluto de la atención, la más ardua de las tareas para cualquier candidato. Un centro que, sin duda, es de alto riesgo para el propio candidato de Morena.

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