El periodismo en México requiere de cambios profundos y está obligado a replantear los términos de su relación con el Estado.
Durante décadas, el régimen autoritario ejerció un fuerte control de la
prensa a través de la censura y otros mecanismos de sujeción. Con la
llamada “transición a la democracia” los mecanismos represivos se sustituyeron por una estrategia más amable, aunque perversa: el uso discrecional del presupuesto en publicidad oficial para premiar a unos medios y castigar a otros de acuerdo a la línea editorial que adoptaban.
A partir del gobierno de Vicente Fox, el gasto en
publicidad creció vertiginosamente, haciéndose más abultado en cada
administración. Llegamos así al gobierno de Enrique Peña Nieto en que
gastó entre 40 y 50 mil millones de pesos en estos fines. La entera
discrecionalidad y falta de transparencia con la que se han ejercido
estos recursos, generó incentivos perversos y una enorme distorsión en las decisiones que toman las maquinarias mediáticas. Estas decisiones pocas veces siguen criterios periodísticos y muchas veces solo se explican por la forma en que se distribuye el dinero público.
El reino del boletinato en el que hemos vivido, donde el periodismo
de investigación es aún muy incipiente, encumbró a una élite de
comentócratas que permitió a los medios dotarse de cierto contenido
crítico, uno que probablemente no habrían tenido de otra forma. Aunque
en esta élite hay figuras notables que en algún momento contribuyeron a
la transformación democrática en nuestro país, con el tiempo muchas de
ellas se acomodaron al status quo post transición. Al final,
esa élite se convirtió en una oligarquía cada vez más alejada de la
realidad y las preocupaciones de la gente.
Los defensores de ese status insisten en que la oligarquía
comentocrática es plural y diversa, cuando las diferencias entre unos y
otros son cosméticas: basta leer sus frases y palabras repetidas. Entre
las 40 plumas más conocidas que escriben en nuestros diarios hay
mayoritariamente hombres blancos de más de cincuenta años que pertenecen al decil más alto en la distribución del ingreso, sino es que al 1 o 2% (lo digo consciente de mis privilegios).
En un país de Hernández, Ramírez, Gutiérrez y González, las columnas
de opinión de los principales periódicos jamás llevan esos apellidos.
Financiados generosamente con recursos públicos, las plumas de la
oligarquía comentocrática se han convertido cada vez más en un grupo que
le habla a una pequeña parte de la élites y difícilmente hace un ejercicio de reflexión pública útil a la sociedad.
El más reciente Barómetro de Confianza publicado por
Edelman, a través del cual se mide la confianza en distintas
instituciones de varios países del mundo, coloca a la prensa (en todas
sus expresiones), en el lugar más bajo, incluso por debajo del gobierno.
48% de los mexicanos desconfían de la prensa, más que en países como
Brasil, Colombia, Argentina, Sudáfrica, Rusia y Turquía, por mencionar
solo algunos países. Por si eso fuera poco, entre el 76 y el 80 por
ciento de los ciudadanos está altamente preocupado por la diseminación de información y noticias falsas. A este respecto México se ubica entre los cinco países con el nivel más alto.
Esa enorme desconfianza puede tener varias
explicaciones: que tenemos una prensa muy cercana al poder, alejada de
la gente y no ajena a la corrupción; que no existe un verdadero
ejercicio del periodismo en el país y que la ciudadanía se ha cansado de
escuchar a las mismas voces y ver a las mismas caras. Otra probable razón es la falta de franqueza.
Para que exista un diálogo público fructífero hace falta que los
opinólogos sean transparentes en sus filias y sus fobias, en lugar de
simular una falsa neutralidad o una ilusoria objetividad.
NOTA: Recibí airadas críticas de un grupo de
opinadores por mi entrevista a Claudia Sheinbaum, publicada el
miércoles. Argumentan mala fe de mi parte al entrevistar a alguien con
quien tengo coincidencias políticas y a quien brindé asesoría externa, pro bono,
durante la campaña. Es una escuela de periodismo de la que no tenía
noticia la que considera que un autor solo puede referirse a temas con
los que lo liga una desapasionada neutralidad. La práctica periodística internacional es ser transparente cuando se cubren temas por los que se tienen filias o fobias.
No consideré necesario incluir un epígrafe para reiterar las mías en
esa entrevista porque considero que mis simpatías son suficientemente
públicas y transparentes. Así me he presentado en programas de
televisión, artículos periodísticos y participaciones públicas. Por las
dudas, aquí lo reitero: Hernán Gómez, analista político, investigador
del Instituto Mora y, por las dudas, simpatizante público del
obradorismo (no vaya a ser).
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