La nueva película de Paula Ortiz, construida con finura, contradicciones y matices, es un sugerente ejercicio cinematográfico de herstory sobre la vida de Hildegart Rodríguez en el que planean preguntas sobre las formas en que las luchas feministas han sido contadas, representadas, transmitidas y, en ocasiones, traicionadas.
No es la primera vez que escribo sobre el cine de Paula Ortiz. De hecho, su cine lleva tiempo en mi foco de investigación y hace poco menos de un año escribía en esta misma revista sobre otro de sus filmes, Teresa (2023). Ahora, con La virgen roja, escrita por Eduard Sola y Clara Roquet, la cineasta zaragozana despliega un relato que trasciende el formato clásico del biopic para adentrarse en una historia compleja, con muchas capas, que nos permite hablar de memoria histórica, de feminismos, de maternidades y autoritarismos y que resuena en la actualidad con fuerza.
La película, basada en la vida de la niña prodigio Hildegart Rodríguez (interpretada por una sólida Alba Planas), nos permite no solo desenterrar una historia personal situada en la Segunda República española, como ya hicieran con anterioridad Almudena Grandes en su novela La madre de Frankenstein (2020) o Fernando Fernán Gómez con la película de 1977, Mi hija Hildegart, y que fue lanzada al ostracismo por el régimen franquista, sino también reivindicar las genealogías feministas y examinar qué lugar han ocupado las mujeres en los discursos sobre ese período histórico en particular y cómo han sido narradas, silenciadas o instrumentalizadas según los intereses políticos del momento.
Así pues, este biopic atípico no busca idealizar ni satanizar a sus personajes y, por ello, no se centra exclusivamente en la increíble producción teórica de Hildegart, en sus logros o en su relevancia pública que, si bien, ocupan un espacio fundamental en la narración, porque conviven a su vez con las tensiones maternofiliales que nos permiten llevar la reflexión mucho más allá del filme.
Apegada al texto -como suele suceder en todos sus largometrajes-, Paula Ortiz opta por mostrar lo intrincado de la existencia de Hildegart, entendida por su madre, Aurora Rodríguez Carballeira (encarnada por una portentosa Najwa Nimri), como un “proyecto” eugenésico para ser el modelo de mujer del futuro, “la primera mujer libre”. Desde esta premisa sería fácil ensalzar la figura de Hildegart como icono feminista cuyo legado intelectual fue acallado por el fascismo, pero eso sería obviar la gran contradicción de Aurora, que sin duda es el personaje más complejo e inquietante de esta historia: las buenas intenciones y los ideales más justos también pueden producir monstruos. Porque detrás del “Proyecto Hildegart” y su horizonte de liberación para las mujeres, encontramos a una madre controladora, posesiva y represora, que dirigió con mano de hierro la vida de su hija, truncando su autonomía, sus aspiraciones políticas y personales y, al mismo tiempo, el proyecto vital de la propia Aurora, simbolizado magistralmente por Paula Ortiz con el recurso de una escultura que se va agrietando a medida que las ansias de emancipación de Hildegart aumentan y la distancian de su madre. Porque ¿cómo no rebelarse contra el cincel que la moldeaba cuando “cada minuto de su vida estaba organizado según un plan”?
La virgen roja es una invitación a pensar alrededor de la maternidad como espacio de dominación, e incluso, de despotismo
De este modo, lo que a priori podría entenderse como una oda a una figura histórica relevante para el feminismo en el Estado español y un resarcimiento respecto a sus contribuciones sobre temas como el sufragio femenino, la libertad sexual, los derechos reproductivos, el acceso a la educación o la participación política de las mujeres, se convierte no solo en un sugerente ejercicio cinematográfico de herstory o de recuperación de genealogías feministas con tintes de thriller psicológico, sino en una invitación a pensar (y pensarnos) alrededor de la maternidad como espacio de dominación, e incluso, de despotismo, y sobre las dinámicas de control y punitivismo que podemos llegar a perpetuar desde los feminismos cuando distorsionamos su afán de apertura y soberanía.
Con la colaboración de algunos personajes secundarios excepcionales entre los que destacan Aixa Villagrán en el papel de Macarena; Pepe Viyuela como Guzmán, el editor de Hildegart; y Patrick Criado como Abel Vilella, el amor de juventud que dinamitaría la relación entre madre e hija; la última película de Paula Ortiz escapa, una vez más, de las narrativas dominantes que tradicionalmente han girado en torno a figuras masculinas para construir un relato que podríamos llegar a definir como aterrador y violento, pero construido con finura, contradicciones y matices. Un relato que nos habla de las resistencias en un contexto de ebullición de ideas progresistas que no llegaron a cuajar -a los hechos me remito- y de cómo las “prisiones” (físicas y mentales) se refuerzan cuando a lo largo de la historia las mujeres han intentado subvertir las normas y las expectativas que limitaban sus vidas y sus cuerpos, tanto en la esfera pública como en la privada.
Con estos hilos, Paula Ortiz, Eduard Sola y Clara Roquet, tejen una intrigante historia biográfica sobre una figura histórica olvidada, mientras plantean preguntas ineludibles de amplio alcance sobre las formas en que las luchas feministas han sido contadas, representadas, transmitidas y, en ocasiones, traicionadas, incluso por sus propias artífices.
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