“Ya nada nos pertenece: nos quitaron nuestra ropa, nuestros zapatos... nos despojaron hasta de nuestro nombre".
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Ese pequeñito con su sonrisa de hoyuelos, con su bufanda y su
abriguito. Ese niño que sonríe a la cámara en el año de 1938. Cuando su
familia, su casa, su pueblo aún existían. Adolf Hitler fue elegido
canciller de Alemania en 1933. Los adultos sabían. Sí, el antisemitismo
pateaba a la puerta. Lo sabían desde siempre. Ahora pateaba la puerta
con una minucia y una ferocidad particulares. ¿Hasta dónde estarían
dispuestos a llegar? ¿Acaso era posible la destrucción de todo un mundo?
La aniquilación. Lo inimaginable. ¿Acaso el resto de los habitantes del
planeta estarían dispuesto a permitirlo? Bebés, niños, adolescentes
adultos, ancianos.
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La necesidad de saber y de intentar entender. Esa obligación de
memoria que nos humaniza, que nos arranca de los prejuicios, que nos
libera de ignorar la repetida “banalidad del mal”. “¿El diario de Ana
Frank?”. “Es una manera, sí, de comenzar”. Y un día Primo Levi: “Si esto
es un hombre”, “Los hundidos y los salvados”. “La especie humana” de
Robert Antelme. “Los días de nuestra muerte”, de David Rousset. El poeta
Paul Celan.
Los testimonios muy cercanos (aunque parafraseando a Publio Terencio,
¿qué de lo humano podría sernos ajeno?): el libro “El último
sobreviviente”, escrito por Aaron Gilbert, es la historia de su padre,
Shie Gilbert, sobreviviente de tres campos de concentración y exiliado
en México.
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Recuerdo esa escena que narra el regreso de Shie Gilbert con su
familia, al pueblo polaco en el que vivió y del que él y todos los
judíos fueron arrancados. Recuerdo ese momento en que explica cómo su
familia construida en México, la felicidad, el amor, la vida que se
continúa: “son mi mejor venganza contra Hitler”. El libro: ¿Quién hablará por ti?
de Arnoldo Kraus, la memoria de la vida de sus padres, judíos polacos
exilados en México. Testimonios. Esa obsesión de los deportados:
sobrevivir para testimoniar. “Los narradores de Auschwitz”, de Esther
Cohen.
Mirar las fotos de Roman Vishniac, la mayoría de las ahora expuestas
en el Centro Comunitario son de 1938. ¿Qué fue de esos adultos que
atraviesan la calle, se muestran en sus distintos oficios, sonríen,
leen? ¿Qué fue de esos niños que miran a la cámara? Mirar las fotos
así, en su presente eterno. La aniquilación de todo un mundo es ya
inminente. ¿Cuántos de ellos sobrevivieron? ¿Cuántos regresaron de la
deportación? ¿Hacia dónde fueron? ¿Alguien en el mundo reconoció su
rostro de infancia en estas fotos? ¿El rostro de un ser amado y muy
suyo? Pero, ¿quién podría no reconocer algo de su propio rostro en
ellos?
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Roman Vishniac nació en 1897 en el pueblo de Pavlovsk, Rusia. Creció
en Moscú y estudió zoología y biología. A los siete años su abuela le
regaló una cámara. Ante el creciente antisemitismo postrevolucionario,
la familia emigró a Berlín. Entre 1935 y 1938 viajó por Europa central y
oriental recogiendo las escenas de la vida cotidiana de los judíos. Fue
arrestado en París en 1940 y trasladado a un Campo francés de
deportación del que lograron salvarlo. Ese mismo año pudo llegar a Nueva
York.
De los más de 16, 000 negativos contenidos en el archivo de Vishniac
(hasta ese momento), sólo pudo rescatar 2,000 a su huida de Europa. De
esos negativos recatados nos llega la entrañable exposición en el Centro
Comunitario de Acapulco 70.
“Un hombre mata a otro… La humanidad retrocede. Un hombre salva a otro…La humanidad progresa”, Primo Levi.
(Para quienes no vivan en la ciudad de México o no puedan visitar la
exposición, la obra del fotógrafo se encuentra con facilidad a través de
internet).
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