También para la mamá de Chelita. Porque ella sabe. Y a la luminosa llegada de Emma.
Me dicen que se llama “el síndrome del nido vacío” esa cantidad de
emociones encontradas que vivo ahora que mis tres hijos se van fuera de
México, y por mucho tiempo. Seguro que la expresión tiene que ver con
que – como los pájaros - abren las alas y vuelan. Por alguna razón esa
expresión no me gusta naditita, me provoca susto peludo y barrigón, me
suena a desesperanza, precipicio, abismo, hoyo negro. Madre/padre
desvencijada/o que se arranca los cabellos. Y es otra cosa, ¿no es
cierto? (Aunque una/o por momentos se arranque los cabellos), este
quiebre interior, esta fisura, este hogar tan lleno de ellos que se
queda sin sus presencias cotidianas.
El regalo que me hizo ayer mi hijo Diego: él y sus hermanos en sus camitas de infancia.
¿Estaré negando mis emociones? ¿Querré jugar a la chipocluda? Es
posible, pero también creo que considerar el espacio como “vacío”, no
honra a nadie: ni a los hijos, ni a la madre/el padre, ni a la vida. No
sé qué hacer con mis emociones, eso es cierto. Voy a aprender a lijar
madera y a pintarla para cambiar el color de los muebles de la cocina.
Voy a aprender a pintar las paredes, quiero hacerlo yo misma. Quiero
reencontrar cada espacio de nuestro hogar, como si a través de esos
milímetros y milímetros que están aquí afuera, trabajara cada espacio en
mi interior.
Así: mosaiquito por mosaiquito. Si no hubiera preferido estudiar
Letras, lo mío era la decoración de interiores. Pasado el tiempo
descubrí que estudiar y hacer un psicoanálisis ha sido otra manera de
aprender a restaurar y decorar interiores. Las distintas maneras, las de
cada una/o de habitarse y de construir un hogar lo más amable posible
adentro suyo, y permitirse - a través de este trabajo- el ser un poco
más capaz de ofrecer un hogar amable para las personas a las que una
ama. Es un trabajo de toda la vida y hasta el último segundo:
acompañarse, para ser capaz de acompañar. Abrazarse, para abrazar.
Creo que mis tres hijos (como la mayoría de los hijos que se van en
condiciones de amor y no de huida), aprendieron a trabajar su interior,
creo que traen un hogar lleno de luces adentro suyo. Creo que
aprendieron a manejar sus zonas oscuras y a intentar iluminarlas, a
veces con lámparas poderosas y a veces con una lamparita de mano o con
velitas. A como se va pudiendo, así es la vida. Creo que mirarlos ir –
con nuestro corazón apachurrado- tiene también su lado de fiesta y de
gratitud con la vida: se van y se llevan en sus maletas, en sus
mochilas, nuestro voto de absoluta confianza en sus elecciones de vida, y
nuestro amor incondicional.
Ese intento materno de regresar a la infancia
Anoche soñé que estaba en una esquina en Villahermosa e intentaba
regresar a la casa de mis padres. No podía. El sueño se fue convirtiendo
en una pesadilla. Un camino era peligrosísimo y oscuro, el otro (el más
seguro) no lo encontraba. Detenía a las personas: “¿por dónde queda el
Parque de los Pajaritos”. Ese parque existe en Villa, y está a unas
cuadras de la casa de mis padres, pero creo que no es causalidad este
asunto del “nido vacío” que me explican, y las palabras en el sueño:
“los pajaritos”. Si me indicaban por dónde estaba el parque, yo sabía
que encontraba a salvo el camino de regreso a la casa.
Nadie me dijo cómo. Me desperté llena de miedo y sudando. La casa de
la que una va y viene, de la que una se ausenta y a la que una regresa
cada vez, es una casa interior. Está hecha de bienvenidas y despedidas,
de encuentros y de pérdidas, de amores y desamores, de gratitud por cada
segundo de bienestar y de amor y de creatividad y de esperanza. Está
llena de palabras que nombran. Me desperté sudando porque en el sueño me
ganaba la pérdida, porque quería encontrar mi certidumbre en el pasado y
no en el presente y en el futuro.
Porque quería aferrarme a esa casa de mis padres que yo misma dejé
cuando era muy joven. Es la ley de la vida. Porque en el momento en que
mi maternidad toma una distancia física con sus objetos de amor, lo
único que se me ocurrió –en ese sueño- fue volver a ser hija, a la
manera de antes. ¿Y ahora qué hago, papá, para despedirlos como tú me
despediste, con el abrazo cerrado y la frente en alto? Y luego recordé a
mi mamá: “Pase lo que pase, tú derechita y con dignidad”. ¡Eso! Sobre
todo cuando lo que pasa, es tan bueno para cada uno de ellos.
Creo que sudé muchísimo porque al despertarme en la madrugada tuve
pánico de mi misma: soñar con un parque (que me conducía hacia la
certidumbre y la seguridad), en el que los pajaritos están atrapados en
una jaula. ¿Qué tal el egoísmo inconsciente? ¿Qué tal?
Sebastián y Esteban después de una comida de despedida en nuestra casita.
Las aves y sus nidos
Entre los arbolitos del balcón de mi recámara, muchas veces, las
palomas han hecho sus nidos. Observo a la paloma, sus pequeños huevos.
Un día ya están allí los cuerpecitos. Las aves se van. Punto. Una se
asoma y ya el nido es una laboriosa construcción abandonada por todos.
Dado que no hablan, no nos es dado conocer con detalle las emociones de
la señora pájara, el lugar de un don pájaro en su vida, las razones por
las que ella misma abandona su nido. Una vez que los pajaritos se van,
¿ella los sueña? ¿Le mandan mensajitos de alguna manera? ¿Sabe que los
va a reencontrar y que se van a separar de nuevo y que llega un momento
con los hijos en que así es ya la vida? Más allá de volar y
reproducirse, ¿doña pajarita en qué trabaja?
¿La pájara sufre, o está biológicamente preparada para que cada quien
agite sus alas en distintas direcciones? ¿La pájara sabe que sus hijos
están construyendo su libertad? ¿Saben que aman y son amados –también-
allá afuera y que con sólo saberlo nuestro hogar a distancia se llena
–también- de sus vidas? Quizá “deshumanizo” la vida de los pájaros desde
mi ignorancia antropomórfica. No conozco las emociones de las palomas
que han sido madres a unos metros de mi computadora, apenas aparezca la
próxima voy a intentar interrogarla. Hasta donde sé, esos animalitos no
viven en familia por largo tiempo y aunque vuelan en bandadas, no estoy
segura de que tengan amigos con quienes platicar y tomarse un vinito. Si
sufren las palomas, ¿quién les ofrece contención? “No te me desbordes,
querida, que aquí estoy”.
Y una recibe esa contención de tantísimas maneras. Sería tan ingrato
(y espeluznante) decir: “mi nido está vacío”, cuando en realidad
nuestro/mi hogar (en el sentido más amplio) está lleno de amor y de
compañía y de ternura, y de palabras para escribir y conversar, sólo que
bajo este techo, en esta ciudad, en este país, ya no estarán ellos. Por
mucho tiempo. Ayer comimos juntos y Diego - mi hijo mayor- me ofreció
ese regalo maravilloso: las tres pequeñas camitas de la foto con sus
tres personajes, su tocadorcito, sus burós, las maquinitas de coser
Singer y las planchas viejitas que colecciono. “Acá estamos mamá, en
nuestras camas, la cama más grande es la de Sebastián, (porque el más
chiquito de los tres es el más largo), acá está Santiago, acá, yo”. Yo
sé que se refiere a la casita interior.
Es cierto, acá están, en donde abrazo la historia de nuestro amor y
nuestra fuerza juntos. Y allá van, y todas/os –aunque ahora me sienta
catatónica- construimos futuro. Allá van cada uno por su lado con ese
cariño tan intenso que se tienen entre hermanos. Son libres porque se
saben amados. Soy libre porque me aman. Nada de certidumbres que se
encuentran en las jaulas, ¡pero qué barbaridad mi inconsciente! Tan
atolondrado y tan miserable. Tengo que trabajarlo muchísimo, porque me
estorba y me avergüenza. ¿Ya les dije que voy a aprender a pintar las
paredes? Y la casa se seguirá llenando de palabras siempre nuevas, y de
sus vidas y de mi vida. Y acomodaré mis nostalgias. Me gusta muchísimo
la decoración, que cada objeto encuentre su lugar exacto. Diego,
Santiago, Sebastián. Didito, Santorini, Chevy. La casa distintamente
habitada.
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