Fernando Buen Abad
Es mucho más que herramienta monetaria. Es un macro-signo hegemónico
con pretensión de divinidad, que se ha convertido en dictadura para
medir e intercambiar todas las cosas. Desde el valor el trabajo hasta el
de las personas. Desde el petróleo hasta el pan, desde el valor de la
vida hasta el de la muerte. Todo bajo su hegemonía simbólica. Ese
signo-dogma consigue que, incluso sus víctimas, lo reproduzcan con
fervor, con miedo, con sumisión. El dólar no domina sólo porque sea el
patrón de reserva internacional o porque tenga detrás la fuerza militar
de EU. Domina porque se ha incrustado en la semiosis de los pueblos,
como vanguardia de la batalla cultural
burguesa, como sinónimo de éxito, de progreso, de libertad de mercado
.
Se fetichiza cuando se oculta su origen histórico y se encubre su
violencia constitutiva. Es una operación ideológica sostenida por
industrias culturales, academias, organismos multilaterales y
dispositivos comunicacionales que perpetúan la fe en ese papel como si
fuese ley natural.
Su gramática bélica se coagula en el fetichismo que atribuye al dólar
una apariencia de autonomía y poder intrínseco, para ocultar las
relaciones de explotación y saqueo. El dólar es el fetiche que
representa un universalismo neutral
, que es nacionalismo imperial disfrazado de neutralidad. Su valor
es el resultado de una arquitectura ideológica y geopolítica construida
sobre sangre, muerte, guerras, golpes de Estado, bloqueos y saqueos. La
gramática de su barbarie es la del capitalismo: abstracciones inhumanas
legitimadas con discursos, decisiones de bancos centrales, algoritmos
bursátiles, calificadoras de riesgo y una pedagogía mediática que
inocula obediencia monetaria y fake news.
Usan el dólar como munición en su guerra económica y de signos.
Guerra que no opera sólo con sanciones, inflación inducida, fuga de
capitales o endeudamiento. Opera, sobre todo, con municiones
ideológicas. El dólar es la bala. Pero la pólvora es la significación
que lo envuelve con ráfagas de sentido hegemónico sobre los imaginarios
colectivos. La semiosis monetaria coloniza el deseo, moldea la
percepción del valor. En países colonizados, la dolarización cultural
se entrelaza con la dolarización financiera. Se enseña a pensar en
dólares, a aspirar en dólares, a medir la dignidad en dólares. Si el
salario no se dolariza
, se lo considera indigno. Si los precios no siguen al dólar, se los considera atrasados
. El dólar, así, se vuelve patrón de verdad y de mentira, de orden y caos, de castigo y premio.
En los discursos de los tecnócratas y gurúes del libre
comercio, el dólar aparece como oráculo inapelable. Se lo invoca para
justificar ajustes, para despedir trabajadores, para cerrar escuelas y
hospitales, para eliminar subsidios. El dólar subió
, dicen los
noticieros, y ese verbo intransitivo actúa como fuerza de la naturaleza.
No se explica por qué, quién lo mueve, quién gana. Se vuelve una
entidad todopoderosa que opera por encima de los pueblos. Ese culto no
es espontáneo. Es resultado de décadas de pedagogía para la manipulación
ideológica del capitalismo. El dólar se ha convertido en símbolo de
libertad individual, de consumo deseado, de éxito y modernidad.
Su dólar no sólo impone condiciones macroeconómicas: impone
lenguajes. Impone mapas conceptuales y categorías de interpretación de
la realidad. Cuando se dolariza la economía, se dolariza también el
pensamiento. Se sustituye la soberanía simbólica por un algoritmo
monetario que disciplina las conductas, segmenta la sociedad y determina
qué proyectos son viables. La semiosis de la dependencia pasa por allí.
En la guerra cognitiva global, el dólar es un mecanismo de chantaje. Se
lo utiliza para premiar obediencias y castigar rebeldías. Cuando un
país intenta escapar de la órbita del FMI, por ejemplo, o plantea una
política soberana –energética, alimentaria, financiera– aparece la corrida cambiaria
,
la fuga de capitales, la devaluación inducida. Pero esas no son sólo
maniobras técnicas: son escenificaciones semióticas que tienen como
objetivo desmoralizar, instalar la idea de que no hay alternativa. El
dólar opera así como código penal del capitalismo. Condena a los
pueblos, con anaqueles vacíos, hospitales desfinanciados, hogares
endeudados. Y se legitima con la complicidad de élites que fungen de
ventrílocuos del imperio.
No basta con denunciar el fetichismo del dólar como arma y matriz
simbólica, su violencia, su gramática bélica. No alcanza con denunciar
su fetiche monetario también fetiche ideológico. Ni que la emancipación
no será posible, si no se enfrenta al dólar como signo de guerra. Porque
detrás de su brillo hay cadáveres. Detrás de su prestigio, hay hambre.
Detrás de su estabilidad
, hay injusticia. Desenmascararlo es una
urgencia ética y eso exige disputar el sentido y las matrices simbólicas
que aún asocian progreso
con capital financiero, modernidad
con consumo desmedido, libertad
con sumisión monetaria. La guerra es también semiótica. Y cada
consigna, cada libro, cada clase, cada mural, cada software libre, cada
moneda popular, cada experiencia de economía solidaria, cada canal
comunitario, son trincheras de esa guerra. Se trata de cambiar la lógica
misma de producción de sentido, emancipar las prácticas significantes,
recuperar la soberanía del lenguaje, la historia y la imaginación. Allí
donde el dólar quiso ser el fin del mundo, hagamos nacer otros mundos
posibles.

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