Por Pablo Heller
La contribución teórica fundamental de Gramsci es la que él elaboró en
su Cuadernos de la cárcel, escritos en los años que pasó en prisión bajo
el régimen fascista de Benito Mussolini (1883-1945). Las primeras notas
son de 1929, casi tres años después de su detención y un año después de
su condena. Desde entonces y hasta 1935, cuando sus precarias
condiciones de salud le impidieron definitivamente trabajar, Gramsci
escribe 29 cuadernos escolares y otros cuatro con ejercicio de
traducción... La redacción de estos textos se hizo bajo las difíciles
condiciones de su cautiverio, lo cual explica que, después de una
primera redacción, el revolucionario italiano se haya tomado el trabajo
de rehacer y agrupar temáticamente la primera de sus elaboraciones en
sus llamados “Cuadernos especiales”. Gramsci tenía plena conciencia del
carácter circunstancial de la obra que había compuesto hasta el momento,
que de un modo general se integraba con artículos breves, informes
políticos y notas periodísticas. Apenas llegado a prisión les escribió a
sus familiares y les comunicó su propósito de desarrollar un trabajo
más sistemático, que no pudo concluir: así, su obra conserva un carácter
fragmentario pero, aun con esas limitaciones, se pruebe observar en
ella, con claridad, el lineamiento fundamental de su cuerpo teórico.
Su obra permaneció durante varias décadas relativamente en el olvido.
Su redescubrimiento coincidió con el auge del llamado “eurocomunismo” a
mediados de los años ’70. Los grandes partidos comunistas de Occidente
pretendieron encontrar en la obra de Gramsci un respaldo teórico a sus
propias posiciones, que se abrían paso en el marco de la crisis del
estalinismo y de las poderosas tendencias centrífugas que se
desarrollaban en el movimiento comunista internacional. El hecho de que
el revolucionario italiano hubiera sido uno de los fundadores y
dirigentes del principal PC de Occidente fue un acicate adicional para
tomarlo de punto de referencia, tratando de reivindicar “raíces
autóctonas” en el movimiento eurocomunista.
El interés por Gramsci, de todos modos, no se circunscribió al campo
estalinista. Otras vertientes, como la que tuvo su principal asiento en
Inglaterra, se empeñaron por interpretar la obra de Gramsci con otras
lentes. Hay textos valiosos en ese terreno, que dan cuenta de sus
ambigüedades y contradicciones y que contribuyeron a una crítica a sus
premisas políticas y teóricas.
A partir de ese momento, el cuerpo de ideas gramsciano fue recogido y
reivindicado por corrientes disímiles y contradictorias, desde
tendencias democratizantes hasta corrientes nacionalistas y
autonomistas. La identificación con Gramsci ha llegado hasta la
izquierda radical: actualmente hay corrientes que se declararan
trotskistas y ensalzan los aportes de Gramsci, y destacan los puntos de
contacto y la convergencia del pensamiento de Gramsci con el de Trotsky y
Lenin.
El planteamiento de Gramsci
Gramsci se interroga sobre la derrota de la Revolución en Occidente
(los estallidos revolucionarios que conmovieron a Europa habían
terminado en frustraciones). El dirigente italiano sostuvo que ese
desenlace tenía que ver con la ausencia de una comprensión de por parte
de los partidos revolucionarios de la solidez con que la burguesía había
logrado afirmar y consagrar su hegemonía en las sociedades capitalistas
desarrolladas. Esta circunstancia imponía la necesidad de un cambio en
la estrategia de la Internacional Comunista. La guerra de maniobras -que
identifica con el asalto final al poder en Rusia era, según Gramsci,
inapropiada para las naciones avanzadas (Occidente) y debía ser
reemplazada por una guerra de posiciones. Una batalla escalonada y de
más largo aliento para ocupar espacios “progresivamente”, idea que
intentaba guardar alguna analogía con el arte militar: la guerra de
maniobra o de movimiento equivale a un ofensiva expeditiva y directa
para someter el adversario, mientras que la de posiciones está asociada
con la lucha de trincheras, que fue el escenario que prevaleció en las
batallas que enfrentaron a las potencias en pugna durante la Primera
Guerra Mundial.
En los Estados avanzados -señala el autor de los Cuadernos…- “la
‘sociedad civil’ se ha convertido en una estructura muy compleja y que
resiste las ‘incursiones’ catastróficas del elemento económico inmediato
(crisis, depresiones, etc.). Las superestructuras de la sociedad civil
son como el sistema de trincheras de la guerra moderna. En la guerra
puede tener lugar, a veces, un feroz ataque de artillería que parece
haber destruido todo el sistema de defensa enemigo y sólo ha destruido
de hecho la superficie externa del mismo; y, en el momento de su avance y
ataque, los asaltantes se encuentran frente a una línea de defensa
todavía efectiva. Lo mismo ocurre en política durante las grandes crisis
económicas. Una crisis no puede dar a las fuerzas atacantes la
capacidad de organizarse con fulgurante rapidez, en el tiempo y el
espacio; aún menos puede dotarlas de espíritu de lucha. Similarmente,
los defensores no están desmoralizados ni abandonan sus posiciones, ni
siquiera entre escombros, ni pierden la fe en sus propias fuerzas o en
su futuro. Las cosas, por supuesto, no permanecen como estaban; pero
desde luego que no se encontrará el elemento de rapidez, de ritmo
acelerado, de definitiva marcha hacia delante (…). El último
acontecimiento de este tipo en la historia de la política fueron los
acontecimientos de 1917. Estos marcaron un punto de inflexión en la
historia del arte y la ciencia de la política”.
Al seguir esa línea de razonamiento, Gramsci hace una distinción en las
formas de dominación entre Oriente y Occidente. El revolucionario
italiano le da un nuevo alcance a la categoría hegemonía, que hasta ese
entonces había sido usada para identificar las relaciones entre la clase
obrera y el campesinado, y que Gramsci va a extender a las relaciones
entre la clase dirigente y dominante y la clase explotada y sometida.
Mientras que la hegemonía es establecida a través de la coerción
encarnada en el Estado, en las metrópolis occidentales lo que predomina
es el consentimiento, asociado con la sociedad civil, su aparato e
instituciones. El contraste en el peso del Estado y la sociedad civil en
uno y otro fue sintetizado por Gramsci en su célebre sentencia en que
subraya que en Oriente “el Estado es todo”, en tanto en Occidente lo que
prevalece sería la sociedad civil.
Esta lectura que hace el autor de los Cuadernos… es errónea. Aquí vale
traer a la memoria las reflexiones de Amadeo Bordiga, otro de los
dirigentes del PC italiano, quien, en este punto (se debe tener en
cuenta, entre otras cosas, la propia experiencia de Italia que asistía
al advenimiento del fascismo), tuvo una visión más lúcida que la de
Gramsci.
Bordiga capta el doble carácter esencial del Estado capitalista: era
más fuerte que el Estado zarista porque descansaba no sólo en el
consenso de las masas; también en un aparato represivo superior. “El
aparato represivo de cualquier Estado capitalista moderno es superior al
del zarismo por dos razones. En primer lugar, porque las formaciones
sociales de Occidente están mucho más avanzadas industrialmente, y esta
tecnología se refleja en el mismo aparato de violencia. En segundo
lugar, porque las masas consienten típicamente este Estado con la
creencia de que ellas lo gobiernan. Posee, por lo tanto, una legitimidad
popular y un carácter mucho más fiable para el ejercicio de la
represión que el del zarismo en su decadencia, reflejado en la mayor
lealtad y disciplina de sus tropas y policía, servidores jurídicamente
no de un autócrata irresponsable sino de una asamblea elegida. Las
claves para el poder del Estado capitalista en Occidente se basan en
esta superioridad conjunta”.
Economía y política
Las reflexiones de Gramsci no pueden disociarse de las vicisitudes que
vivía el movimiento comunista internacional. Gramsci reacciona contra la
política del “tercer período” llevada adelante por la III
Internacional. Impugna el ultraizquierdismo inspirado en la
caracterización de que era la hora de la “ofensiva revolucionaria”, que
condujo a los partidos comunistas al aventurerismo y una política
irresponsable.
En contraposición a esa orientación, Gramsci advertía sobre la
capacidad de resistencia del poder burgués en el capitalismo avanzado,
apoyado en una poderosa superestructura ideológica. De este hecho, el
dirigente italiano hacía hincapié en la necesidad de conquistar el apoyo
de los trabajadores e impulsaba el frente único, como herramienta para
obtener la adhesión de las masas.
Eso es válido cien por ciento. En este punto Gramsci se inspira y
reproduce los planteos que ya había hecho el propio Lenin tempranamente,
en 1921. El dirigente bolchevique sacó un balance de la oleada
revolucionaria que había sido abortada e impulsaba la táctica de frente
único, para lo cual convocaba a la unidad de clase a las direcciones
socialdemócratas, que seguían gozando de la confianza de los
trabajadores, para enfrentar a la burguesía.
Pero Gramsci, en su arremetida contra el ultraizquierdismo, termina por
negar las tendencias al derrumbe del capitalismo. El líder italiano
polemiza contra el “catastrofismo”, considerado por él como una
desviación “economicista”. Ya en 1926, antes de su encarcelamiento,
Gramsci observaba: “En los países de capitalismo avanzado, la clase
dominante posee reservas políticas y organizativas que no poseía, por
ejemplo, en Rusia. Es significativo que ni siquiera las gravísimas
crisis económicas tienen repercusiones inmediatas en el campo político”.
Con esa línea de razonamiento, Gramsci tira el agua sucia con el bebé
adentro. La tesis de ofensiva final y la “revolución a la vuelta de la
esquina” es identificada por él con la teoría del derrumbe capitalista.
Aunque Gramsci nunca negó que la base económica, en última instancia,
gobernaba el metabolismo social y los procesos políticos, sus
reflexiones van en sentido contrario, al colocar el acento
unilateralmente en la superestructura política. “No se puede comparar
-dice Gramsci- el papel determinante de los fenómenos económicos en una
formación carente de sociedad civil (...) Con ese papel en una formación
con una rica sociedad civil”.
Con el argumento de combatir el economicismo, su análisis es incapaz de
apreciar la centralidad y el carácter explosivo de las crisis
capitalistas.
Al romperse la relación dialéctica entre economía y política, las
crisis como tales pierden su potencial revolucionario. Se habla de la
capacidad de atenuación de las contradicciones económicas por parte de
la superestructura, olvidando el hecho que el proceso económico y
político es una avenida con varios carriles y que no se puede dejar de
tener presente el factor dislocador que proviene de la base económica
capitalista y sus tendencias a la disolución de las relaciones sociales
que se difunden a todo el cuerpo social y hacen su trabajo implacable de
topo, provocando la erosión y el hundimiento de los regímenes políticos
y transformándose en caldo de cultivo para la creación de situaciones
revolucionarias.
El capitalismo en su fase decadente tiende a socavar las conquistas de
la clase obrera logradas en su etapa ascendente, lo cual priva al
reformismo de su base material que, en esa medida, ve agotarse sus
posibilidades y su viabilidad en términos históricos. Incluso las
concesiones surgidas en las metrópolis en los países imperialistas no
son duraderas y procuran ser suprimidas por la burguesía, que pretende
sobrevivir y sortear los obstáculos creados por el impasse económico
mediante un ataque en regla a los trabajadores. Intentan restablecer la
tasa de ganancia con una reducción de grandes proporciones de los
llamados “costos laborales”. Esto lo vemos claramente en la actualidad,
tanto en Europa como en Estados Unidos, donde se asiste, en el marco de
la bancarrota capitalista actual, a un avance del trabajo precario, al
recorte de los salarios y la pérdida de puestos laborales. Esto va de la
mano con un cercenamiento del salario indirecto, con recortes en el
gasto social, cobertura de salud y en materia jubilatoria. La bancarrota
capitalista ocupa un lugar clave en todo el andamiaje del consenso,
pues socava sus bases materiales, sus cimientos. La crisis económica
mundial es una pata central de este fenómeno y, en cuanto tal, es uno de
los factores dinámicos que promueve el estallido del sistema social en
su conjunto. Esa dimensión del problema está ausente en el abordaje de
Gramsci aunque en su tiempo el mundo estaba sacudido por la crisis de
1929-30, que habría de desembocar en la II Guerra mundial: todo eso va
de la mano de la recreación de tendencias revolucionarias. Se reproducía
un escenario de “guerras y revoluciones”, como había ocurrido en la I
Guerra Mundial.
La noción de “crisis orgánica”, acuñada por Gramsci, ilustra estas
inconsistencias. Se trata de situaciones en las que “lo viejo no termina
de morir y lo nuevo no termina de nacer”, una fórmula anodina que más
bien se remite a una crisis que se prolonga indefinidamente y no a una
crisis terminal. Si el fenómeno económico reconocido como “determinante”
puede ser neutralizado y piloteado por la acción de la superestructura
política, no está en juego la cuestión del poder. La expresión “crisis
orgánica” habría que dejarla a un lado, porque las crisis son orgánicas o
no son crisis ¿De quién va a ser la crisis? Del organismo. Descartado
el catastrofismo por “economicista”, la crisis capitalista queda
reducida a una crisis crónica sin consecuencias revolucionarias.
Quienes actualmente reivindican la noción de “crisis orgánica” tienden a
hablar de una crisis en todos los planos y van más lejos, incluso, que
el teórico italiano. De todos modos, meter todos los ingredientes en el
plato no asegura una comida deliciosa; más aún, esa acción presenta el
peligro de transformarla en indigerible. Amontonar la crisis económica,
social y política no esclarece una situación, más bien la termina de
confundir ¿Cuál es el alcance y la naturaleza de la crisis económica?
¿Cómo se articula con la crisis en el plano político y social? Si la
tendencia al colapso es neutralizada, eso pone un límite a la crisis
política y social, pues el capital podría reconstruirse o, al menos,
sobrevivir, quizá con muletas pero sobrevivir al fin. Tenemos
reproducida, en clave gramsciana, la tesis sostenida por representantes
conspicuos de la burguesía: el capitalismo habría entrado en un
estancamiento de largo aliento. El establishment denomina “estancamiento
secular” a este fenómeno, que presentaría la perspectiva de una
declinación del capitalismo más serena que un derrumbe.
Objetividad y subjetividad
El autor de Cuadernos en la Cárcel recoge el punto de vista de los
fundadores del socialismo y, más próximos a sus contemporáneos, los de
Lenin y el teórico marxista húngaro Georg Lukács (1885-1971), quienes
destacaron el papel activo del sujeto. La historia la hacen los hombres,
aunque no en forma arbitraria sino de acuerdo con las condiciones
materiales que heredan y en las cuales les toca actuar. El rescate de la
subjetividad no se hace en detrimento ni a expensas de la objetividad.
Sin embargo, a diferencia del equilibrio que tienen otros exponentes del
marxismo, en este punto Gramsci se desbarranca.
Si bien rechaza, con razón, cualquier interpretación mecánica y
determinista que niegue el papel del sujeto, termina por negar él mismo,
en la práctica, un tipo específico de conocimiento: el conocimiento
científico, cuya tarea esencial consiste en reflejar la realidad y sus
alternativas del modo más objetivo posible.
El materialismo vulgar termina por suprimir el papel activo del sujeto
en general en la construcción de la vida social, al sostener que el
hombre se limita a reflejar y registrar una realidad que se procesa
independientemente de su voluntad... Pero Gramsci -y la corriente
“historicista” de la que él forma parte y que tiene sus mejores
exponentes en el joven Lukács y en el alemán Karl Korsch (1886-1961)-
tienden a caer en una unilateralidad opuesta: terminan por identificar
conocimiento en general con ideología, y niegan así representación
objetiva (científica) de lo real.
No hay, sin embargo, oposición entre objetividad y praxis ni entre
ciencia e ideología. “El hecho de que los resultados teóricos obtenidos
por Marx se conviertan posteriormente en ideología, en concepción del
mundo, que asumen un rol determinante de la praxis de millones de
hombres, este hecho no anula de modo alguno el carácter objetivo y
científico de tales resultados y, por el otro, cuanto más científico y
objetivo sea un conocimiento, tanto más amplia, universal y eficiente
será la praxis social por él iluminada”.
Según Gramsci, en definitiva, toda objetividad puede ser identificada
(sin mediaciones) con la subjetividad humana. Su rechazo al positivismo
materialista adquiere así un sesgo idealista.
Al no distinguir entre ciencia e ideología, entre conocimiento y falsa
conciencia, Gramsci entra en colisión con los conceptos de verdad
absoluta y de verdad relativa: todo conocimiento tiene una dimensión
histórica relativa porque está condicionado por el contexto histórico en
el que se desenvuelve, pero tiene también una dosis de verdad objetiva
en la medida en que reproduce una realidad independiente de la
conciencia del sujeto que conoce.
Aunque no se le ha asignado la relevancia que merece ni una conexión
con el resto de su obra, esta concepción filosófica deja su marca en el
cuerpo teórico gramsciano. Gramsci reacciona contra el economicismo
vulgar y subraya el papel activo del sujeto. Pero en nombre ello se
llega al efecto inverso. El proceso económico queda subsumido y relegado
detrás del proceso político. Sin embargo, la ley decreciente de la tasa
de ganancia y las tendencias al colapso del capitalismo constituyen
realidades objetivas independientes del sujeto. Estamos frente a leyes
que operan como un fenómeno objetivo del mismo modo que las leyes
naturales, como la ley de gravedad. La subjetividad revolucionaría
consiste en la asimilación de esas leyes y en la capacidad de
transformarlas en programa y en línea de acción.
Sociedad civil y Estado
Gramsci establece, como ya hemos visto, dos dimensiones del poder de la
clase dirigente: la coerción (dominación) y el consenso (hegemonía). La
primera de ellas se ejerce a través del Estado, mientras que la segunda
se implementa, principalmente, a través de la sociedad civil.
Las relaciones entre ambos términos fueron variando en sus escritos. En
un primer momento, Gramsci plantea la preponderancia de la sociedad
civil sobre el Estado en Occidente; en otras palabras, prevalece el
consenso sobre la coerción.
En la medida en que la sociedad civil tiene preeminencia sobre el
Estado, es la ascendencia cultural e ideológica de la clase dominante la
que garantiza esencialmente la estabilidad del orden capitalista.
Esta concepción tiene un punto de contacto íntimo con la
socialdemocracia y la izquierda democratizante. Los partidarios de
Gramsci consideran que el Estado en Occidente no es una maquinaria
violenta de represión, como lo fue la Rusia zarista: las masas pueden
elegir a sus representantes, dice, y escoger a los candidatos y al
gobierno que estimen más apropiado. La experiencia desmiente esa
expectativa y demuestra que el Estado no es neutro en ninguna parte sino
un traje a medida de la burguesía. No es posible reformarlo: hay que
destruirlo. Esa fue la enseñanza de la Comuna de París, confirmada, en
escala ampliada, por la revolución soviética.
Gramsci sostuvo a lo largo de su vida la necesidad de la destrucción
del Estado burgués. Pero su aproximación teórica al problema del poder
va en una dirección contraria, y por eso sus tesis le vinieron como
anillo al dedo al reformismo y al oportunismo que proponen una
transformación social sin faltarle el respeto al orden social imperante:
léase “socialismo con democracia y justicia social”.
Gramsci mismo advirtió ese peligro y eso lo impulsó a reformular su
abordaje original. En una segunda versión, ya no atribuye a la sociedad
civil una preponderancia sobre el Estado ni una localización unilateral
de la hegemonía. “Por el contrario, la sociedad civil se presenta como
contrapesada o equilibrada con el Estado, y la hegemonía se reparte
entre el Estado -o ‘sociedad política’- y la sociedad civil, al mismo
tiempo que ésta se vuelve a definir para combinar coerción y consenso”.
En esta formulación, bajo el rótulo de “sociedad civil”, engloba un
espectro muy grande de instituciones, incluidos aparatos privados como
la Iglesia, los sindicatos y la escuela. La atención de Gramsci se
concentra en estas últimas instituciones, a las que reserva un lugar
preponderante en el aparato de la hegemonía política y cultural cuando,
en una escala, ocupan un lugar subordinado al rol central que juega el
poder público y, en especial, el aparato político del Estado
(Parlamento, Poder Ejecutivo). Un defecto de este enfoque es que omite
el hecho de que una parte sustancial de la función ideológica es
ejercida desde el propio Estado y no desde de la llamada sociedad civil.
Bajo el Estado representativo y la democracia burguesa se crea la
ficción de la soberanía popular -es decir, de que la población decide su
destino, ocultando el hecho de que es una maquinaria de dominación
clasista. Cuando el trabajador emite un voto, el poder pasa a ser
ejercido por sus representantes. El sufragio se convierte en un acto de
confiscación. Tras la igualdad formal se encierra una profunda
desigualdad económica y social, que se traslada a la competencia
electoral y a la capacidad de esa maquinaria de dominación para influir
en el quehacer político, económico y social. La división de poderes que
separa las funciones ejecutivas de las legislativas, o la existencia de
una burocracia estatal no electiva y fuera del control popular, son
otros de los tantos elementos típicos del Estado burgués, aun del más
democrático, y permanecen encubiertos en la vida cotidiana. El Estado
burgués “representa” por definición a la totalidad de la población,
abstraída de su distribución en clases sociales, como si se tratara de
ciudadanos individuales e iguales. En otras palabras, presenta las
posiciones desiguales de hombres y mujeres en la sociedad civil como si
fuesen iguales en el Estado.
En esta búsqueda suya de clarificar conceptos, Gramsci termina en
algunos casos por confundirlos aún más. Al hablar de la coerción, la
localiza tanto en el Estado como en la sociedad civil, cuando dicha
función es privativa del primero. El uso de la fuerza y la represión es
un monopolio legal del Estado capitalista. Por eso Engels y Marx, a la
hora de caracterizar al Estado en forma sintética lo presentan como un
“destacamento de hombres armados”.
Gramsci vuelve sobre sus reflexiones previas y en una última
formulación elimina directamente las fronteras que separan la sociedad
política y de la civil. El Estado, ahora, incluye ambos términos. En
lugar de una distribución de la hegemonía -que, como vimos, era
redefinida como una síntesis de coerción y consenso- el Estado y la
sociedad civil mismos se confunden en una única entidad.
El concepto de sociedad civil como entidad diferente desaparece. “La
sociedad civil es también parte del ‘Estado’, en realidad es el Estado
mismo”. Pero esta definición, lejos de de clarificar el problema, lo
enturbia más. Al borrar las fronteras, el Estado termina por ser una
nebulosa sin contornos claros, lo cual compromete la posibilidad de
determinar su naturaleza y atributos específicos.
El teórico francés de origen argelino Louis Althusser (1918-1990) llevó
la fórmula final de Gramsci hasta el extremo. El resultado fue la tesis
de que “las iglesias, los partidos, los sindicatos, las familias, las
escuelas, los periódicos, las empresas culturales” constituían de hecho
“los aparatos ideológicos del Estado”. Al explicar esa noción, Althusser
declara: “Carece de importancia el que las instituciones en las cuales
se realizan (las ideologías) sean ‘públicas’ o ‘privadas’, porque todas
ellas forman indiferentemente sectores de un único Estado dominador, lo
cual es ‘la condición previa para cualquier distinción entre lo público y
lo privado”.
Su tendencia a disolver las fronteras del Estado tiene una fuente de
inspiración en la obra filosófica del historiador y filósofo liberal
italiano Benedetto Croce (1866-1952). “Croce llega a afirmar que el
verdadero ‘Estado’, que es la fuerza dirigente en el proceso histórico,
puede hallarse a veces no donde realmente se cree que debe estar, en el
Estado jurídicamente definido sino, con frecuencia, en las fuerzas
‘privadas’ y, algunas veces, en las llamadas revolucionarias”. Esta
proposición de Croce es muy importante para comprender su concepción de
la Historia y de la política”.
Si el Estado está en todos lados, la conquista del poder pierde sentido
en cuanto tarea y acción específica. Es necesario tener presente que
cualquiera sea la versión que se escoja en lo que se refiere a la
interrelación entre el Estado y la sociedad civil, todas ellas tienen
como común denominador la necesidad de librar una “guerra de posición”,
dirigida a minar las fortalezas que protegen y, en definitiva, sostienen
el poder de la burguesía occidental.
A partir de esta premisa, la labor de los revolucionarios debía
consistir, prioritariamente, en torno de una batalla cultural e
ideológica contra el poder dominante. Si bien Gramsci, como vimos,
hablaba de una combinación entre fuerza y consenso, sus formulaciones
resultan vidriosas y hasta contradictorias. Sugiere a veces que el
consentimiento pertenece principalmente a la sociedad civil, y la
sociedad civil posee la primacía sobre el Estado, lo cual permite
concluir que el poder de clase burgués resulta, ante todo, consensual.
No es ocioso señalar que la batalla cultural debe ser tomada con pinzas,
puesto que la clase obrera, bajo el capitalismo, no puede ser la clase
culturalmente dominante, porque su existencia apenas le permite alcanzar
la subsistencia y la lucha por subsistir la priva de la posibilidad de
un acceso apropiado a la educación y la cultura -en contraste con la
burguesía del Siglo de las Luces (se llamó así al siglo XVII, cuando
alcanzó su cumbre el movimiento intelectual de la Ilustración), que
podía generar su propia cultura dentro del marco del antiguo mundo
medieval. Y no sólo esto, sino que incluso el fenómeno se extiende hasta
después de la conquista del poder político por el proletariado, puesto
que el primer escalón de la clase obrera es asimilar la cultura
acumulada, heredada del régimen social capitalista. Esto es lo que
explica el énfasis que pone el dirigente italiano en las ideas de Croce
referidas al papel de la cultura. Gramsci llegó a comparar a Croce con
Lenin, como autores conjuntos de la noción de hegemonía:
“Contemporáneamente con Croce, el más grande teórico moderno del
marxismo ha revalorizado, en el terreno de la organización política y de
la lucha, y en la terminología política -en oposición a diversas
tendencias ‘economistas’- la doctrina de la hegemonía como el
complemento a la teoría del Estado como coerción”.
Conclusiones
Gramsci nunca dejó de reivindicar la necesidad del derrocamiento de la
burguesía y una toma violenta del poder del Estado, pero su construcción
teórica y sus planteamientos centrales marcharon en sentido contrario.
La estrategia revolucionaria se convierte en él en una prolongada guerra
de trincheras en la que los dos campos en pugna libran una batalla
cultural e ideológica por la hegemonía. La insurrección, que se expresa
en la toma del poder y la destrucción del aparato estatal, queda
relegada a un lugar subordinado. Es una revisión y a una quiebra de las
premisas estratégicas del marxismo.
En ningún momento Gramsci concibe la “guerra de posiciones” como un
peldaño preparatorio de la guerra de movimiento. Más bien, sus escritos
van a contramano de ello: “Existe el Estado que es meramente ‘el foso
exterior’ y la sociedad civil que es el ‘poderoso sistema de
fortificaciones y terraplenes’ que yace tras él. En otras palabras: es
la sociedad civil del capitalismo -descrita repetidamente como el
terreno del consentimiento- la que se convierte en la última barrera
para la victoria del movimiento socialista”.
Gramsci relegó expresamente la “guerra de movimiento” a un papel
simplemente preliminar o subsidiario en Occidente y elevó la “guerra de
posición” a un lugar concluyente y decisivo en la lucha entre trabajo y
capital: “Hemos entrado en una fase culminante de la situación
histórico-política, ya que en política la ‘guerra de posición’, una vez
ganada, es definitivamente decisiva. En otras palabras, en política, la
guerra de maniobra subsiste en tanto que se trate de una cuestión de
conquistar posiciones no decisivas”.
Las inconsistencias de la tesis de una “guerra de posición” tenían una
clara relación con las ambigüedades de su análisis del poder de clase
burgués. La estructura del poder capitalista en Occidente descansaba
esencialmente en la cultura y el consenso; así, la idea de una guerra de
posición tendía a implicar que la labor revolucionaria de un partido
marxista era esencialmente la de conversión ideológica de la clase
obrera. En este caso, el papel de la coerción -represión por el Estado
burgués, insurrección por la clase obrera- tiende a desaparecer.
Como destacan algunos autores, esa discusión tenía un antecedente,
aunque Gramsci lo desconociera, en el debate entre Karl Kautsky y Rosa
Luxemburgo, entre “guerra de desgaste” y “derrocamiento”. El meollo de
la estrategia de desgaste fueron sucesivas campañas electorales que,
según Kautsky, debían dar al PSD una mayoría numérica en el Reichstag.
Al negar que las huelgas agresivas de masas tuvieran alguna relevancia
en la coyuntura alemana del momento, Kautsky avanzó en la idea de una
separación geopolítica entre Oriente y Occidente. “En la Rusia zarista
-escribió Kautsky- no había sufragio universal ni derechos legales de
reunión ni libertad de prensa. En 1906, el gobierno estaba aislado en el
interior, el ejército derrotado en el extranjero y el campesinado
sublevado por todo el vasto y disperso territorio imperial. En estas
circunstancias todavía era posible una estrategia de derrocamiento (…)
Las condiciones -sostenía- para una huelga en Europa occidental, y
especialmente en Alemania, son, sin embargo, ‘muy distintas de las de la
Rusia prerrevolucionaria y revolucionaria”.
Rosa Luxemburgo denunció “toda la teoría de las dos estrategias” y su
“crudo contraste entre la Rusia revolucionaria y la Europa occidental
parlamentaria”, como una racionalización del rechazo de Kautsky de las
huelgas de masas y su capitulación ante el electoralismo.
No se puede obviar que Gramsci atacó la teoría de la revolución
permanente, a la que identificó con el asalto final al poder, lo cual
resulta paradójico pues era Trotsky el que enfrentaba la política
criminal del “tercer período” proclamado por el estalinismo y pregonaba
el frente único. Hay quienes atribuyen esa confusión al hecho de que el
revolucionario italiano estaba confinado en la cárcel y carecía de
información sobre las luchas en curso dentro del movimiento comunista.
Pero con independencia de la interpretación del hecho, lo cierto es que
Gramsci se coloca en la vereda opuesta a la de la revolución permanente.
No se trata de un hecho menor, eso define un horizonte estratégico.
Si se pretende rescatar alguna faceta del legado de Gramsci, debería
destacarse la importancia que él le asignaba a la necesidad de
conquistar el favor popular y la hegemonía política, algo que otros
revolucionarios ya habían señalado antes e incluso con más claridad por
los dirigentes de la Revolución de Octubre, y quedó plasmado en los
documentos de la III Internacional. En lo que pueda tener de genuina la
distinción entre “guerra de posición” y de “movimiento”, la cuestión ya
había sido resuelta por Lenin, quien señaló que la guerra de posición
(de “desgaste”, para usar un concepto de Kautsky) debe ser tomada como
preparatoria de la guerra de movimiento. Es decir: ganar a las masas es
el paso preparatorio e ineludible de la toma del poder. En ese mismo
sentido se refería Trotsky al tema, incluso en el plano de la táctica
militar.
En ese punto, Gramsci no aporta nada original; en cambio, agrega
confusión, pues varias de sus reflexiones válidas quedan integradas a un
corpus teórico confuso y ambiguo; en definitiva, antirrevolucionario.
“Formular una estrategia proletaria esencialmente como una guerra de
posición es olvidar el carácter necesariamente repentino y volcánico de
las situaciones revolucionarias, que por la naturaleza de estas
formaciones sociales no se pueden estabilizar por largo tiempo y
precisan, por lo tanto, de la mayor rapidez y movilidad en el ataque si
no se quiere perder la oportunidad de conquistar el poder. La
insurrección, como siempre enfatizaron Marx y Engels, depende del arte
de la audacia”.
Las nociones teóricas del marxista italiano, sus inconsistencias, sus
fórmulas vagas y contradictorias, su confusión, podrían tener el
atenuante -como lo destacan algunos autores- de su reclusión en la
cárcel, pero en el caso de la izquierda actual que se identifica y
reivindica sus premisas, es una señal de un desbarranque político y
estratégico.
* Pablo Heller es economista, docente en las carreras de Historia y
Sociología de la Universidad de Buenos Aires e investigador del
Instituto Gino Germani. Dirigente del Partido Obrero, fue asesor en
numerosos colectivos de trabajadores, como Sasetru Gestión Obrera,
Hospital Francés, Parmalat y Transporte del Oeste-Ecotrans. Es autor de
Fábricas Ocupadas (Argentina 2000-2004) y Capitalismo Zombi, y coautor
de otros libros tales como Contra la cultura del trabajo y Un mundo
maravilloso (capitalismo y socialismo en la escena contemporánea). Sus
artículos aparecen regularmente en Prensa Obrera y En defensa del
marxismo.
1. Gramsci: Notas sobre Maquiavelo, sobre política y estado moderno. E. Juan Pablo México, pp. 93-94.
2. Gramsci: Un examen de la situación italiana, pág. 212.
3. Carlo N. Coutinho: Introducción a Gramsci. Editorial Era, pág. 96.
4. Carlo N. Coutinho, obra citada, pág. 100.
5. Perry Anderson: Antinomias de Gramsci. Editorial Fontamara, 1981.
6. Gramsci: “Cuadernos de la cárcel”, tomo 3, pág. 164.
7. Althusser: Lenin, filosofía y otros ensayos. Londres, Edic. 1971, pág. 136/7.
8. Althusser, obra citada, pág. 138.
9. Gramsci, obra citada, tomo 3, pág. 1.302.
10. Gramsci, obra citada, tomo 2, pág. 1.235.
11. Gramsci, obra citada, tomo 2, pág. 973.
12. Gramsci, obra citada, tomo 2, pág. 802.
13. Perry Anderson: Antinomia de Gramsci. Editorial Era. Cuadernos Políticos, julio-septiembre 1977, pág. 70-71.
14. Perry Anderson, obra citada, págs. 74-75.
15. Perry Anderson, obra citada, págs. 87-88.
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