6/30/2024

Humillación


A unos 100 días del término de su sexenio, el presidente Andrés Manuel López Obrador dijo algo que me dejó pensando: Cuando se lucha por una causa justa se debe estar dispuesto a pagar cuotas de humillación. Sin duda, los últimos seis años han repartido de otra forma los reconocimientos sociales. Para poner dos ejemplos: se apreció por primera vez a los migrantes mexicanos en Estados Unidos y se despreció a los intelectuales neoliberales de la transición democrática, la misma que se cimentó con varios fraudes electorales. Al Presidente mismo, a sus hijos y esposa también, se les ha –digamos– difamado, por no adjetivar de otra manera la millonaria campaña orquestada por la ultraderecha, para situarlo como aliado de narcotraficantes. Y, de hecho, la frase del Presidente fue su reacción a que el patrocinador del Prian, Claudio X. González, le llamara enano moral. Pero el tema de la humillación no es menor. Ser ofendido y despreciado, avergonzado públicamente, son acciones, como escribió Hannah Arendt, del ámbito político, no del personal. Por ello, el Presidente la desplaza hacia la causa justa.

En el ensayo que le dedicó al tema, a partir de un libro de memorias de Stefan Zweig, Arendt establece una diferencia crucial: El hombre de negocios sólo conoce el éxito o el fracaso, y su única deshonra es la pobreza. El escritor, por su parte, solamente conoce la fama o el anonimato, y su única deshonra es el anonimato. Honor y deshonor son conceptos políticos. Con cierta rudeza innecesaria ante las memorias del escritor judío suicidado, Hannah Arendt critica la burbuja vienesa que se infla con la despolitización de sus artistas: la veneración hacia el genio, la vida pública como un teatro o una opereta decidida de antemano por los poderes oligárquicos, la celebridad como única vía de los excluidos para ser aceptados por una sociedad cada vez más jerárquica, disciplinaria, antisemita, guerrerista y creyente en la superioridad racial. Una decadencia que Europa experimentó en 1933 y que hoy, a casi 100 años, parece volver sin el menor descrédito.

Lo que la filósofa alemana y estadunidense trata de entender del escritor austriaco que se creyó miembro del selecto grupo de las celebridades cosmopolitas es el cambio en una sociedad que lo encumbró y luego lo dejó sin nacionalidad, deshonrado por ser judío y orillado a una emigración sin pasaporte. Lo que está tratando de entender es, al fin de cuentas, su suicidio, al que sólo menciona una vez. Describe, entonces, una ignominia que no es hacia la persona de Stefan Zweig ni a su evidente talento literario, sino hacia su despolitización, a su incapacidad para ver cómo ser y permanecer célebre era la única forma de pertenecer a una sociedad tan excluyente. Escribe Arendt: “Ni su propio éxito ni la fama alcanzada por sus obras bastaron para saciar una vanidad que, aunque escasamente relacionada con su carácter y hasta posiblemente contraria a él, estaba profundamente enraizada en una visión del mundo que, impulsada por la búsqueda del ‘genio natural’, del ‘poeta hecho carne’, consideraba que la vida sólo valía la pena si se desarrollaba en medio de una atmósfera de fama, en el seno de la élite de elegidos. La insuficiencia del propio éxito, el deseo de convertir la fama en un ambiente social, de crear una especie de casta de hombres ilustres, una sociedad de celebridades, esto es justamente lo que define a los judíos de aquella generación y lo que los distingue esencialmente de la manía del genio propia de la época. Entre los excluidos de la sociedad, entre los apátridas, la fama, el éxito fue un instrumento para procurarse un entorno, una patria”.

El cosmopolitismo de esa burbuja de celebridad internacional se transforma con la Segunda Guerra Mundial en la errancia de los cientos de miles de refugiados que se apilan en barcos, estaciones migratorias y hoteles de paso para escapar de Europa. Como el propio Zweig, que termina suicidándose en 1942 en Petrópolis, Brasil. Hannah Arendt lo despide con estas palabras: No existe duda alguna de que fue precisamente para esto para lo que Stefan Zweig se entrenó durante toda su vida, para estar en paz con el mundo, con el entorno, para mantenerse elegantemente alejado de toda lucha, de toda política. Para este mundo, con el que Zweig hizo las paces, ser judío fue y es una deshonra, para la que ya no hay escapatoria individual alguna en la fama internacional, sino única y exclusivamente en la política y en la lucha por el honor de todo el pueblo.

Pero hay otra dimensión a esta diferencia entre la caída en desgracia personal y la deshonra pública. Para entenderla quizás sea justo recordar que nace cuando se incluye a los plebeyos en cargos como el Senado romano. Hasta el siglo IV antes de nuestra era, los cargos públicos eran exclusivos de la élite económica. Pero a partir del plebiscito Ovinium, un plebeyo puede acceder a ellos por sus virtudes públicas. La contraparte es la ignominia, el descrédito civil y la exclusión de los cargos antes asegurados por haber nacido privilegiado, cuando no la expulsión de un gremio o una comunidad. Maquiavelo hace la distinción entre calumnia y acusación. La primera, cualquiera la hace. En la segunda se necesitan pruebas y testigos. Donde priva la calumnia es donde hay menos acusación, escribe. Es justo de lo que hablamos cuando hablamos de la apariencia y la verdad. No se puede humillar con una calumnia. Sólo hay ignominia en una acusación.

La conciencia de ser un paria obtiene en Marx una dimensión colectiva cuando escribe a los 25 años: La opresión real hay que hacerla aún más pesada, añadiéndole la conciencia de esa opresión; hay que hacer la ignominia más ignominiosa, publicándola. A lo que se refiere es a compartir la humillación con los otros oprimidos y dejar de sentir vergüenza personal. Lo que propone Marx es un cambio desde la culpa individual hacia la deuda social. La humillación se convierte en reclamo. Es por eso que me quedé pensando en la frase de Andrés Manuel. Los que se quejan de ser rechazados en sus mañaneras no son capaces de ver las décadas de exclusión de los demás, los más pobres y vulnerables. Ven sólo su nombre propio, su credibilidad individual, expuesta por decir mentiras, hacer comparaciones inútiles o fabricar noticias falsas.

Tomar conciencia de la injusticia significa, en primera instancia, compartirla. Y, sin duda, todas las calumnias contra el Presidente las han sentido como propias los millones que lo respaldan. De ahí que este texto sea, también, de afinidad.

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