“Hoy, en una cuestión parecida, diversos miembros del Poder Judicial hacen algo similar: asumen un rol partidista o se erigen como juez y parte no para hacer cumplir la ley, sino para hacer frente a un gobierno con el que discrepan”.
El 6 de septiembre de 2006, en el espacio radiofónico matutino de la periodista Carmen Aristegui, se suscitó un debate importante entre John Ackerman y Lorenzo Córdova a propósito de la sentencia final con la que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación había calificado a la elección fraudulenta de 2006 y la había dado por válida.
En esa discusión hubo muchas discrepancias entre los dos profesores universitarios, donde Ackerman señalaba que el Tribunal había dejado sin sancionar muchas acciones irregulares de Fox, mientras que Córdova invitaba a que todos acataran la sentencia aunque le tuvieran críticas válidas a ésta. Entre las escasas coincidencias que ambos debatientes tuvieron estaba una cuestión histórica, y era la reflexión acerca de que en nuestro proceso gradualista de democratización, la reforma política de 1977 había tenido como principal virtud la de hacer que las izquierdas en México optaran por la institucionalización partidista y buscaran espacios de poder a través de las urnas y no a través de las armas.
Había en esa premisa una aceptación tácita: por mucho tiempo, en un sistema autoritario, había un dique ilegítimo que impedía a otras fuerzas políticas distintas al Partido de Estado ganar espacios de poder, proceso donde, sin duda, a las izquierdas mexicanas les fue peor, no sólo por tener imposibilidades materiales de ser competitivas en elecciones simuladas, sino porque por años padecieron la persecución de todo tipo.
La democratización implicó clarificar las reglas para hacer equitativas las contiendas. El año 2000, el espejismo democrático nos hizo pensar que se había dejado atrás la cauda de prácticas autoritarias que hacían autoritario al régimen. Dos hechos, sin embargo, nos pusieron de nuevo en el limbo de la democratización, cuando Fox usó a la PGR para tratar de encarcelar a un adversario electoral, López Obrador, y en 2006 se demostró, a través de una elección amañada, que la izquierda sólo podía ganar el poder presidencial si lo hacía arrollando a sus adversarios con una avalancha inédita de votos. De lo contrario, las irregularidades dentro o fuera de casillas, y una competencia viciada, les seguirían dando triunfos turbios a los partidos de siempre.
El año de 2018 significó un punto de inflexión a partir de la elección presidencial, que podría definirse con esta figura: en cancha ajena, ante varios jueces parciales, voces mediáticas del estadio en contra y un equipo rijoso y golpeador enfrente, una expresión partidista de la izquierda sin embargo ganó por goleada el partido. Lo que vino después fue un gobierno que enfrentó a una oposición que pretendió hacer uso de diversas vías ilegítimas (desde la mentira mediática hasta amparos legaloides contra obras públicas) para sabotear al proyecto que triunfó en las urnas.
El mensaje opositor parecía ser claro: aunque perdamos, queremos seguir mandando. De ahí que a pesar de que la izquierda partidista gobernante jugara con las reglas y se ciñera a los lineamientos institucionales, fuera acusada de autoritarismo, de represión, de dictadura y de otras barbaridades. De nada servía que el gobierno de López Obrador acatara todas las sentencias desfavorables que le hizo la Suprema Corte; de nada servía que el gobierno federal validara sin problema las iniciativas legales impulsadas por la oposición que la cámara de diputados aprobaba; de nada valía que el gobierno y su partido jugaran con las reglas de la democracia para ganar arrolladoramente varias elecciones en 2019, 2021, 2023 y 2024; de nada servía que el propio presidente acatara resoluciones del INE sobre su discurso político (acción que, por cierto, el INE también aplicó a personajes del PRIAN).
Todas estas conductas propias de la efervescencia democrática, que siempre es ruidosa por definición, poco importaron. Bastaba un gesto en un discurso de una mañanera para poner el grito en el cielo sobre que había represión y que la pobre oposición estaba maniatada por el autoritarismo del presidente y su partido; sin asumir que el empequeñecimiento opositor se debía al mandato de las urnas y a la gestación de su propia autodestrucción por múltiples errores.
La oposición pareció así atrincherarse en espacios donde pudiera tener más margen de maniobra aunque no provinieran de la contienda democrática. Así, los titulares del periódico Reforma de Juan Pardinas, el grueso del aparato mediático, plataformas de golpeteo porril como Latinus del porro Loret de Mola, o despachos jurídicos en connivencia con juececillos partidizados, se convirtieron en plataformas de oposición más visibles, aunque nadie haya votado por ellos.
En una paradoja del destino, esa oposición partidista también tuvo soldados atrincherados en instancias aún más indebidas: para la historia quedará la conducta de ex consejeros del INE, como el Lorenzo Córdova de 2020 -muy distinto al académico citado aquí en 2006-, o Ciro Murayama, quienes estaban obligados por ley a guardar una conducta institucional y optaron por ser activos militantes de la oposición partidista, al adoptar su estridente y autoritario discurso, sea contra el “populismo” o falseando hechos, como cuando acusaron, absurdamente, que la reforma electoral propuesta en 2022 iba a trastocar autoritariamente al INE. Más paradojas de la historia: si esa reforma propuesta por López Obrador se hubiera aprobado, hoy no habría forma alguna de acusar sobrerrepresentación a nadie.
No hubo máscaras. Imaginemos por un momento que un consejero presidente del INE apareciera en medios y gritara con estridencia consignas contra el neoliberalismo y lo acusara de ser una ideología que destruye la democracia y exacerba la pobreza. Con mucho sentido, PRI y PAN se hubieran enojado mucho, y habrían acusado que ese árbitro no sólo difama, sino que es parcial y que es indigno, porque al usar un vocabulario parecido al del partido gobernante, resultaría obvio que se trata de un juez sesgado que usa su puesto para violar la ley, al no guardar imparcialidad, y que por ende no es una autoridad confiable. Y, en lo que respecta a ese juez, PRI y PAN hubieran tenido razón.
Pues eso en los hechos sí ocurrió, cuando Córdova y Murayama, como consejeros electorales, lanzaban sus diatribas anticientíficas contra el “populismo” en 2021; y con ello no sólo demostraban desconocer un concepto complejo de la ciencia política, sino que asimismo, al adoptar la vulgata del PRIAN sobre ese concepto, exhibían su parcialidad y se desacreditaban como jueces electorales. Lo mismo hicieron al asumirse como voceros oficiosos de la llamada Marea Rosa, brazo movilizado del PRIAN. El árbitro, así, en vez de hacer su labor de autoridad, quiso jugar suciamente en la cancha.
Hoy, en una cuestión parecida, diversos miembros del Poder Judicial hacen algo similar: asumen un rol partidista o se erigen como juez y parte no para hacer cumplir la ley, sino para hacer frente a un gobierno con el que discrepan. Y no es esa su función. Su razón de ser es el cuidado constitucional y la división de poderes ante sus abusos y oquedades. Pero parece que muchos han preferido oponerse no a un exceso abusivo de otro poder, sino simplemente al poder mismo y al proyecto ideológico y programático que representa, olvidando que esa no es su función. Porque ese proyecto ideológico y programático es válido, como válidos también son los proyectos de otros partidos políticos, y su preeminencia y triunfo se tiene que dar en las urnas.
En la Reforma judicial propuesta en meses pasados puede haber mucho debatible y mejorable, pero no hay en ella ningún engaño ni ninguna violación a derechos de nadie. De ahí que resalte que, tácitamente, se quiera desacreditar a este proyecto al compararlo absurdamente con otras decisiones del estilo “qué tal que ahora Morena quiere legalizar la esclavitud”, “qué tal que ahora la mayoría de Morena quiere imponer la pena de muerte”.
¿Qué tiene que ver una reforma que somete la selección de jueces a votación con la sed de sangre que implica la pena de muerte? ¿Qué tiene que ver una reforma que hace filtros jurídicos meritocráticos previos a la elección con legalizar la esclavitud? Nada, pero la estridencia es lo que importa, aunque el argumento sea ridículo. Bien puede uno estar inconforme y exigir mejoras a los candados y métodos de la Reforma, pero acusarla mediante falacias absurdas da cuenta de que detrás de sus opositores hay un sentimiento aristocrático más que sometimiento a las reglas básicas de la democracia, tanto procedimentales como filosóficas.
Que una jueza de Coatzacoalcos use su cargo para proteger intereses personales, o Ministros de la Corte exhiban que no quieren dejar pasar una reforma que se tramitó por la vía legal, democrática, institucional y transparente, y se sometió a todos los escrutinios válidos, tanto en las urnas como las cámaras, habla de que, siguiendo el ejemplo de Córdova y Murayama, esos jueces quieren dejar de lado su papel de veladores de la ley o de árbitros para convertirse en jugadores partidistas.
Y el otro mensaje nos retrae a la discusión de Ackerman y Córdova en 2006: cuando ambos coincidían en que un gran mérito de las reformas electorales había sido institucionalizar a las izquierdas partidistas hacia la competencia electoral. Pues bien, hoy en 2024, la izquierda partidista puso un proyecto a debate, lo expuso como programa de gobierno, triunfó con él contundentemente en las urnas con votos sin precedentes, goza de un consenso inédito y aprobación social; procesó de la forma debida, legal y pacífica ese proyecto en cámaras, logró la dificilísima batalla de ganar los otros espacios que necesitaba para aprobarla -o sea congreso federal, senado y congresos locales-… y aun luego de pasar esas aduanas democráticas y ganarlas, se le busca revertir su proyecto.
El mensaje parece ser, tal como en 2006, el mismo: las derechas, atrincheradas en partidos reducidos, medios, o el poder judicial, quieren decirnos que, aunque pierdan, ellos mandan.
Héctor Alejandro Quintanar
Héctor Alejandro Quintanar es académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, doctorante y profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa, autor del libro Las Raíces del Movimiento Regeneración Naciona
Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario