Misoginia
“¿Por qué, entonces, sí se le pide a la Presidenta que se deslinde de un movimiento de izquierda del que ella es fundadora?”
Elegir a una Presidenta señala que el país aplastó, junto con el PRIAN, al sexismo, es decir, al prejuicio de que las mujeres son inferiores o no pueden tener cargos de autoridad. La más reciente encuesta de De las Heras así lo confirma: 90% cree que Claudia Sheinbaum será una buena Presidenta. Tan sólo un marginal 7% cree que al país le irá mal en su sexenio. Desde el punto de vista cultural esa expectativa encarna un tremendo cambio en lo que se suponía que el país machista esperaba de sus mujeres. Nos pone frente a un espejo muy distinto al que nos vendieron los medios de comunicación y los académicos que se cansaron de repetir que los nuevos ciudadanos mexicanos eran los mismos de las películas de Pedro Infante o de los noticieros de Brozo. Que el ideal de autoridad era el macho tipo Diego Fernándezz de Cevallos, Vicente Fox, o Santiago Creel o El Bronco montando a caballo. Que jamás se iba a elegir a una mujer como Presidenta o, en la paráfrasis de Porfirio Díaz, de que “México no estaba preparado para la democracia”, que México no estaba preparado para una mujer presidenta. La derrota del machismo tiene que ver, por supuesto, con una larga marcha de las feministas pero, a últimas fechas, con la eficacia en los resultados del gobierno paritario de Andrés Manuel. De ahí, mujeres como Raquel Buenrostro, María Luisa Albores, Ariadna Montiel o Rosa Isela Rodríguez, mostraron su talento para administrar y mandar. El sexismo fue derrotado pero tiene, ahora, un coletazo, una reacción. De ese coletazo trata esta videocolumna.
Con la apabullante elección de la primera Presidenta en México se desató, del lado conservador, un ambiente de misoginia que expresa su malestar por el resultado, por el ascenso de mujeres a cargos de autoridad importantes, en un país que estaba acostumbrado a que las mujeres fueran sólo directoras del DIF, Cultura o Medio Ambiente. Ahora, es la Presidencia, la Secretaría de Gobernación, Bienestar, Relaciones Exteriores, Energía, Secretaría de Ciencia, la dirigencia del partido en el gobierno, Morena, y las principales legisladoras las expresan esta derrota del sexismo. Pero el coletazo misógino tiene una respuesta de las mujeres de la 4T: ponerle un alto a los discursos de superioridad del patriarcado. De ahí la decisión de la senadora por mayoría del estado de Chihuahua, Andrea Chávez Treviño, de demandar penalmente por las leyes contra la violencia digital y por el derecho a la intimidad, a su violentador, un cartonista de El Financiero, Antonio Garci Nieto. Pero no nos adelantemos.
La misogina no es lo mismo que odio hacia las mujeres. Los acusados de misoginia siempre dirán, en su descargo, que aman a sus mamás, esposas e hijas. Todas ellas mujeres buenas, no malas como las que ellos insultan y, con ello, creen castigar. No es pués un rechazo, encono, o animadversión con el sexo o el género, sino con la posición desde la que hablan. La misoginia no es un asunto individual, de psicología o de manejo de emociones, que se resuelva con que el violentador tome sus cursos de manjeo de ira o que entienda que las mujeres son sus iguales. No.
La misoginia es sistémica: instituciones, prácticas, comportamientos, lenguaje, imágenes, accciones, lo sustentan todos los días. Tampoco es ide´ntico al sexismo, aunque se alimentan. Tampoco es privativo de los varones. Hay, en efecto, mujeres misóginas que le sirven al sistema patriarcal porque la sororidad no es una esencia que se lleva por el sólo hecho de ser mujeres, sino que es una práctica política que reconoce que el término “mujer” es el lugar de una opresión desde la que se habla, cuenta y denuncia. El sexo no es el género ni, mucho menos, el lugar desde donde se protesta contra las opresiones. El sexo es genital y médico. El género es mental y de comportamiento. La lucha feminista es una narración, un programa, y una serie de comprtamientos alternativos sobre la inequidad y la dominación de los varones.
Hechas estas diferencias, empecemos por el principio y, para ello, usaré una definición de quien ha escrito mucho sobre el tema, Kate Manne: “La ideología sexista discrimina entre hombres y mujeres, normalmente alegando diferencias de sexo más allá de lo que se sabe o podría saberse y, a veces, en contra de nuestra mejor evidencia científica actual. Pero la misoginia hace una diferencia entre mujeres buenas y malas para castigar a estas últimas. En general, el sexismo y la misoginia comparten un propósito común: mantener o restaurar un orden social patriarcal. Donde el sexismo pretende ser razonable, la misoginia se vuelve desagradable e intenta forzar las conductas.
Por tanto, el sexismo es para la mala ciencia lo que la misoginia lo es para el moralismo. El sexismo viste bata de laboratorio, la misoginia se lanza a la cacería de brujas”. El sexismo, entonces, es la parte que racionaliza con la jerga charlatana de la anatomía genital la inferioridad de las mujeres y la misoginia es la que vigila que las mujeres —y también el resto de los géneros— cumplan con las expectativas del patriarcado. Cuando no cumplen, la misógina enseña su cruz en llamas para que se restaure el orden social. Porque, en vez de preocuparnos si tal o cual fue acusado de misoginia, lo que deberíamos es centrarnos en sus víctimas, en las mujeres y toda la hostilidad que deben soportar cuando navegan por las aguas privativas de la masculinidad, como la política.
Este es justo el punto en el que las mujeres que llegan a un campo masculino deben enfrentar la agresión de que se les recrimine, por ejemplo, que han sido colocadas ahí por un hombre, que deben demostrar con creces, lo que no se le exige a éste, y que deben responder el por qué están en ese cargo que no es para alguien naturalmente inferior. La escenografía moral sobre la que tienen que actuar es la que decide el patriarcado: las mujeres están obligadas a dar, no a exigir, y esperar sentirse en deuda y agradecidas, en lugar de tener derechos. Están obligadas a demostrar que no están usurpando un territorio que no les corresponde.
Cuando no se amoldan, entonces se les ataca sosteniendo que un hombre las manda, que ellas obedecen, que les hereda problemas y posturas, que deben diferenciarse, poner “su sello propio”, que debe ser el de la suavidad, la concordia, y no el de la polarización y la agresividad. La mujer debe dar muestras de que respeta su lugar, y si no, se le amenaza con retirarles la aprobación social si no se cumplen estos deberes —como no aplicar la Reforma al Poder Judicial—, y se les ofrece el incentivo del amor y la gratitud si los realizan de buena gana y con entusiasmo. Así se lo han dicho mujeres y varones comunicadores a la Presidenta de México, en un burda paradoja: si no obedeces a lo que el patriarcado indica para una mujer, entonces, estás supeditada a tu antecesor varón. En otras palabras, si no obedeces al patriarcado, no eres feminista.
A ningún hombre se le pide que demuestre que no está subordinado a una mujer. He ahí la desigualdad simbólica. A Felipe Calderón, al que sí impuso Vicente Fox por la fuerza, jamás se le pidió que demostrara su independencia de su antecesor, a pesar de que provenían del mismo partido de derecha católica y empresarial. ¿Por qué, entonces, sí se le pide a la Presidenta que se deslinde de un movimiento de izquierda del que ella es fundadora? Es misoginia porque ha entrado en un terreno, la Presidencia o la simple política, que no es para mujeres.
En fechas más recientes, algunos varones blancos, heteros, y de derecha han divulgado en redes sociales imágenes sexuales de algunas de las mujeres más poderosas en este momento de transformación: la presidenta del partido Morena, Luisa Alcalde, la senadora de mayoría por Chihuahua, Andrea Chávez, y la propia Presidenta, y hasta la esposa de Andrés Manuel. Uno de ellos resultó ser un cartonista de un diario financiero, pero eso sólo es un dato circunstancial. Lo que llama la atención es el uso de la sexualidad que no se ajusta al patriarcado para señalar y hostigar a quienes han “invadido” el campo político que no les correspondía: lesbianas, púberes precoces, y prostitutas. Objetivar es negarle al otro autonomía y las imágenes sexuales son sólo el castigo, la reprimenda, por no amoldarse a la exigencia de lo que se espera de una mujer en un puesto de autoridad. Pero Manne también ve en ello una forma de difuminar la amenaza que le significan al misógino: su declinante estatus en relación a la rota jerarquía de los géneros.
Como el violentador, Antonio Garci Nieto es un cartonista del diario El Financiero, se trata de escudar en la libertad de expresión para no responsabilizarse de sus agresiones. Dice que las imágenes montadas oara hacer escenas sexuales, son humor. Esto, por supuesto, es sólo una justificación que sólo revela su pobre entendimiento sobre el humor, pero vayamos a ello. ¿De qué se rié la derecha? Traducionalmente el humor es contra los grupos más impotentes, más vulnerables, que no se pueden defender: las mujeres, los pobres, los indígenas, los discapacitados, los homosexuales. Jamás se burlan de sí mismos, porque eso los haría verse vulnerables y, por lo tanto, blancos de los chistes de otros.
Los chistes sexistas ofrecen representaciones de misoginia que cumplen muchas funciones, como la cosificación sexual de las mujeres, la devaluación de la vida personal y profesional de las mujeres, sus habilidades políticas, en este caso, y también sirven para agrupar a quienes quieren reaccionar contra el feminismo, el lugar de las mujeres en la esfera privada y, también en este caso, quienes salieron a respaldar al cartonista del Financiero, a organizar una especie de grupo que apoya la violencia contra las mujeres. “Es sólo una broma”, cuando se trata de clasismo, racismo o misoginia, implica que estamos dispuestos a una indiferencia, a una pasividad moral, a un distanciamiento de la humillación y el dolor que el lenguaje o las imágenes le están causando a una mujer, a un indígena, a un pobre o a un gay.
Se le llama “injusticia pasiva” precisamente porque con la risa convalida un estado de cosas abusivo. Usar el humor misógino puede querer decir dos cosas: que los que lo aprueban están molestos con el acceso al poder de las mujeres en México o que lo usan como una forma de interacción social, para agruparse bajo un prejuicio ideológico. Cualquiera de las dos, o las dos al mismo tiempo, es una mala noticia para la derecha mexicana que ya no encuentra, ya no digamos un programa de lucha para ser oposición democrática, sino algo que no sea el insulto, la agresión, y la distorsión. Como no pueden contra un 90% que cree que el gobierno de la primera Presidenta de México va a ser muy benéfico, sobajan en una imagen sexual a las mujer con autoridad. No es, como dijimos, un asunto contra el sexo o contra el género, sino contra la posición política desde la que mandan en el país lo que les molesta a los misóginos.
En su libro, Down Girl, Kate Manne escribe: “Incluso cuando la gente se vuelve menos sexista –es decir, menos escéptica respecto de la perspicacia intelectual o la capacidad de liderazgo de las mujeres, y menos inclinada a aceptar perniciosos estereotipos de género acerca de que las mujeres son demasiado emocionales o irracionales–, esto no significa que el trabajo del feminismo esté terminado. Por el contrario, la misoginia que estaba latente o dormida dentro de una cultura puede manifestarse cuando las capacidades de las mujeres se vuelven más destacadas y, por lo tanto, desmoralizadoras o amenazantes”. Eso es quizás lo que nos sucedió como país: el sexismo es menor, pero el 7% que piensa mal de Claudia Sheinbaum todavía tiene a la misoginia para hacerse escuchar, para tratar de equilibrar el peso enorme de la mayoría que decidió que sean mujeres las principales autoridades del país y que sí, que lo van a hacer muy bien.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
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