Desde
las altas esferas del poder político ha sido soltada la monstruosa y
falsa versión de que el secuestro y desaparición forzada de los
normalistas de Ayotzinapa fue ideada y ejecutada por el crimen
organizado en su vertiente de narcotráfico. ¡Ah!, el pretexto perfecto
para descalificar y revictimizar a las víctimas y, de ese ruin modo,
frenar las protestas y las movilizaciones sociales y populares,
nacionales e internacionales, que exigen a los gobiernos de Guerrero y
de Peña Nieto la aparición con vida de los muchachos.
Pero
afortunadamente y como era de esperarse nadie se ha creído el burdo
infundio. Ni en México ni en el extranjero. Esos secuestros y
desapariciones forzadas tienen toda la marca de un crimen de Estado.
Una especie actual y mexicana de los tristemente célebres escuadrones
de la muerte que, sobre todo a lo largo de las tres últimas décadas del
siglo pasado operaron en México, Centroamérica y Sudamérica, bajo el
disfraz del combate a la subversión comunista.
Una reedición
de los célebres “paseos” que terminaban en asesinato de militantes,
intelectuales y dirigentes de izquierda para inhibir las protestas, las
luchas y las denuncias contra el tiránico estado de cosas imperante.
Así mataron los franquistas al poeta de poetas Federico García Lorca.
Así asesinaron en Guatemala al padre Ellacuría y a sus más cercanos
colaboradores. Así desaparecieron y asesinaron a miles de opositores
los gobiernos fascistas de Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay
y de muchos otros países en aquellos decenios sangrientos.
Los secuestradores y asesinos fueron, como hoy está bien probado,
militares, grupos paramilitares, policías y otros agentes
gubernamentales, con la asesoría, el financiamiento y el entrenamiento
de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos. Y si bien ahora no se
dice combatir a los subversivos sino a los narcotraficantes, el asunto
es el mismo: golpes ejemplarizantes contra la oposición política, sobre
todo a la juvenil y a la estudiantil para cuyo combate no funcionan
otros medios, como las puras amenazas, el soborno y otras formas de
cooptación.
Falsificando burdamente la realidad y en apoyo a
la versión gubernamental de los hechos, circula en internet una
calumnia disfrazada de hipótesis que sugiere que “para sus traslados,
quizás los muchachos normalistas, sin proponérselo, se apoderaron de un
camión de pasajeros que podría estar transportando drogas, lo que
motivó la furia de los narcotraficantes y la saña con las que los
estudiantes fueron tratados”.
Como es fácil observar, se
trata de una típica acción de guerra sicológica y de guerra sucia. Y
como es habitual en estos casos, la versión no sale directamente de las
oficinas o de los sótanos oficiales. Sale oblicuamente de esos sitios
para ser propagada, consciente o inconscientemente, por algún chiflado,
un despistado, un delirante o un agente, a sueldo del gobierno, con
cercanía o influencia en ciertos periodistas o medios de comunicación
o, modernamente, mediante las omnipresentes redes sociales.
Sin embargo y a pesar de los enormes esfuerzos del gobierno por dar
cauce a la desinformación y a la calumnia, la verdad se ha abierto
paso. Y la sociedad en México y en el extranjero sabe y cree firmemente
que el secuestro y desaparición forzada de los normalistas de
Ayotzinapa es obra del Estado.
Y si hiciera falta algún otro
indicio adicional sobre el origen de este nefando crimen, de esta
aborrecible modalidad de terrorismo de Estado, ahí están como evidencia
la inactividad del gobierno mexicano para investigar los hechos y
perseguir y castigar a los culpables. Pero ¿cómo esperar que el
gobierno se investigue a sí mismo y persiga y castigue a sus propios
empleados y operadores criminales?
Blog del autor: www.miguelangelferrer-mentor. com.mx
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