1968
fue año de revueltas estudiantiles en muchos lugares, pero como nos
recuerda Elena Poniatowska en su prólogo de 68 de Paco Ignacio Taibo
II, la única ciudad en la que masacraron a cientos de personas fue
México. El autor del libro, que con diecinueve años fue protagonista de
los hechos, tenía tres cuadernos de notas sobre ellos que creía
material para una novela, pero pronto se dio cuenta de que dar
testimonio de aquello no toleraba ficción. Así nació la obra, que
publicó Joaquín Mortiz en México en 1991 y fue recuperada por
Traficantes de sueños en 2006, crónica de la brava singladura y el
naufragio sangriento.
Son capítulos breves los que van
construyendo el libro. En ellos sabemos cómo se gestó todo: “Vivíamos
rodeados de la magia de la revolución cubana y la resistencia
vietnamita” , pero también aturdidos por la muerte del Che, y ebrios de
cine, música y poesía. Los protagonistas no superaban el círculo de una
docena de escuelas y facultades universitarias, y militaban en todas
las tendencias de la izquierda extrema, aunque no sabían mucho de la
clase obrera real. Gentes que no veían la televisión, extranjeros en su
país.
El 26 de julio, viernes, es cuando el movimiento
estalla. Miles de jóvenes se manifiestan en las calles y son ferozmente
golpeados por la policía. No es la primera vez que ocurre, pero se
huele algo… Esa misma noche son arrestados dirigentes del PC. La semana
siguiente, el paro se extiende por la universidad y se constituye un
consejo de representantes de las facultades en huelga, que trata de ir
gestando un programa con exigencias para la negociación. La lista de
muertos por la brutalidad policial va creciendo y hay casi mil
detenidos, mientras la prensa miente y voces amigas aconsejan
prudencia. ¡Al carajo!
Hay encierros y ocupaciones policiales
de facultades. El día 31, una manifestación de cien mil estudiantes con
el rector al frente sale a la calle en defensa de la autonomía
universitaria. Taibo nos relata su entusiasmo en un tiempo en que “no
había noches ni días, sólo acciones, calle y vibraciones” . A primeros
de agosto, los huelguistas elaboran un programa de seis puntos que
exige sobre todo el cese de la represión y la depuración de sus
responsabilidades. El movimiento es un monstruo sin cabezas visibles,
incorruptible, capaz de prodigar manifestaciones de cientos de miles de
personas, y la solidaridad crece en la sociedad con el apoyo de
intelectuales y artistas. Se perciben en él tres tendencias: en la
derecha están el rector y sectores del profesorado, piden autonomía
universitaria y la libertad de los presos; centro e izquierda se
distinguen por la audacia en los planteamientos de la segunda, que
busca llevar el proceso más allá del ámbito estudiantil, y por su menor
apego a la negociación.
En la manifestación del 27 de agosto,
medio millón de personas elevan sus brazos a lo imposible: ocupan el
Zócalo y exigen un diálogo público al presidente de la república. Serán
desalojados por tanques horas más tarde. Miles de estudiantes rodean la
cárcel de Lecumberri, donde estaban encerrados los presos políticos;
gritan enfervorizados: “Los vamos a sacar” . En septiembre, la derecha
del movimiento va claudicando, pero las asambleas ratifican la huelga.
El entusiasmo se trasforma en resistencia y terquedad. Siguen cada día
miles de mítines y manifestaciones a los que se suman otros sectores,
mientras crece el número de detenidos. La estrategia del gobierno,
incapaz por naturaleza de cualquier negociación, sólo puede ser la
represión, y se espera un golpe, aunque nadie pensaba que sería tan
brutal.
El 18 de septiembre, tanques y diez mil soldados con
bayoneta calada asaltan las facultades. Hay seiscientos detenidos. Los
días siguientes hay disparos del ejército, respuesta de molotovs y se
prodigan los arrestos. Esas noches nadie duerme en su casa. El día 24,
los militares toman a tiros el casco de Santo Tomás y por primera vez
responden unas pocas pistolas y escopetas. El 30, el ejército devuelve
las instalaciones universitarias, en la esperanza de que la huelga se
levantaría, pero las asambleas votan su continuidad.
El 2 de
octubre, las tropas atacan el mitin de Tlatelolco. La versión oficial
habla de que los estudiantes empezaron a disparar, pero ya todo el
mundo sabe que había entre ellos provocadores infiltrados, y que fueron
las bengalas lanzadas desde un helicóptero militar las que dieron la
señal para el comienzo del tiroteo sobre una muchedumbre indefensa que
causó cientos de muertos. Muchos de los cadáveres
no aparecieron nunca. Ese mismo día Taibo llega a Madrid de madrugada,
obligado por su padre a abandonar el país. Seguramente le salvó la
vida, pero tardó años en perdonárselo. En dos días regresa a México.
Tras la masacre las masas quedan contenidas y se impone una tregua que
dura hasta que acaban las olimpiadas. A finales de octubre, surgen tres
demandas incontenibles: libertad de los presos, devolución de las
escuelas, cese de la represión. La huelga es ratificada tercamente a
primeros de noviembre, pero dura sólo un mes más. El proceso se agota.
Taibo nos narra el sordo hastío de aquellos días sin luz. Del
movimiento estudiantil nace una guerrilla urbana que será ferozmente
combatida, y también intentos de nuevas luchas políticas, buscando
marcos más amplios, que resultaron tremendamente infructuosos.
68 es un homenaje de su autor a todos sus compañeros de aquellos días,
recordados generosamente. Lírico y nostálgico, se enfrenta a su propia
juventud, a la que le tocó atravesar un vórtice de la historia, a su
despertar y su entusiasmo. El movimiento tenía la profundidad de la
solidaridad, la discusión horizontal y la construcción democrática,
pero estaba limitado al medio estudiantil: “Necesitábamos tiempo para
ser mexicanos reales del todo” .
Taibo nos habla de la
masacre como evento fundacional, forjador de un alma colectiva
insobornable, descenso a los infiernos, pero también la contempla como
un episodio más de una interminable historia de luchas, explosiones de
un pueblo que soporta lo indecible, pero no llega nunca a doblegarse
del todo.
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