Quienes se oponen a este paquete de reformas resultan ser, con tediosa coincidencia, quienes se oponen de oficio a Andrés Manuel López Obrador y su proyecto de Gobierno. Eso explica que no se molesten en conocer ni en explicar, ni siquiera para los suyos, los contenidos de los cambios aprobados y que, en lugar de eso, hayan decidido montar una campaña publicitaria catastrofista, encabezada por los detractores más conspicuos del Presidente.
El discurso que presagia el fin de la democracia a manos de la más reciente reforma legal sirve a dos propósitos, que probablemente ni siquiera eran sus objetivos originales. El primero de ellos es el de proveer a la oposición de un eje alrededor del cual se configuren sus muy divergentes fuerzas políticas, en un momento en el que los partidos que la conforman están en una franca crisis de credibilidad. El segundo de ellos es el de proporcionar un marco de justificación para legitimar los afanes injerencistas del Partido Republicano de Estados Unidos que, en vísperas de su propia campaña presidencial, busca fortalecer la figura de un adversario externo frente al cual mostrar ardides de fuerza y determinación, y ese adversario, para sorpresa de pocos, resultan ser los cárteles de la droga que operan en México.
Para desglosar esta idea, vale la pena hacer primero un poco de memoria. Hace casi un año, en abril de 2022, apenas terminando el proceso de la Revocación de Mandato -ese proceso que el INE está obligado a organizar y con el que cumplió mal y de malas- el Presidente López Obrador propuso una ambiciosa reforma constitucional. En ella se contemplaban cambios profundos no sólo a la manera como se organizan las elecciones, sino que tocaba incluso la estructura misma de la representación popular. Por ejemplo, reducía las curules de diputados de 500 a 300, todos de representación proporcional, se reducía el presupuesto asignado a los partidos políticos y se sustituía el Instituto Nacional Electoral por el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas, cuyos consejeros serían electos mediante voto popular.
Todas estas propuestas fueron bien recibidas por la ciudadanía. Recordemos aquella encuesta realizada por el propio INE en el que 93 por ciento manifestó estar de acuerdo con la reducción del financiamiento a partidos, el 53 por ciento declaró estar a favor de que desaparecieran los institutos y tribunales electorales locales, el 78 por ciento dijo estar a favor de que los consejeros y los magistrados electorales fueran elegidos por voto popular, y el 87 por ciento estaba de acuerdo con reducir el número de diputaciones y senadurías.
Pero la reforma avalada mayoritariamente por la ciudadanía necesitaba mayoría calificada (es decir, ⅔ partes del Congreso) para aprobarse y no pasó. Los partidos de oposición se negaron siquiera a debatirla. Ya desde su negativa a negociar la Reforma Energética se iba dibujando cuál sería su postura ante cualquier propuesta del Presidente y su partido, postura que quedó formalizada meses más tarde en esa declaratoria que llamaron “moratoria constitucional” y que, en pocas palabras, implicaba que ellos no iban a aprobar, leer ni discutir absolutamente ninguna reforma constitucional propuesta en lo sucesivo.
Sin embargo, al igual que sucedió con la Reforma Eléctrica, era ingenuo asumir que el Presidente no iba a tener un as bajo la manga, que en los dos casos consistió en una serie de reformas legales que para su aprobación requieren mayoría simple, una cantidad de votos que cómodamente alcanzan Morena y sus aliados en ambas cámaras. Así fue como finalmente se aprobó y publicó, en febrero pasado, el llamado “Plan B”, que consiste en la reforma de seis leyes secundarias que modifican en detalles, pero sin cambiar en lo sustancial, la manera de operar de los órganos electorales.
La serie de reformas ahora aprobada es larga, compleja y en sumo grado técnica. En gran parte debido a esto, ni sus detractores ni sus promotores se han dado a la tarea de difundirla en sus aspectos más generales, y a cambio ambos han permitido que en la opinión pública cundan la desinformación y el alarmismo.
Pondré sólo dos ejemplos. En algunos círculos -incluyendo círculos supuestamente informados- se dice que con la reforma habrá menos candidaturas para las mujeres y personas indígenas. Sin embargo, esto no es así. En el artículo 11 de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LGIPE) se añade el numeral 4, que antes no existía y que a la letra dice: “En observancia al principio de igualdad sustantiva, los partidos políticos nacionales deberán incluir en la postulación de sus candidaturas a diputaciones por ambos principios, al menos 25 postulaciones: a) Personas pertenecientes a una comunidad indígena; b) Personas Afromexicanas; c) Personas con discapacidad; d) Personas de la diversidad sexual; e) Personas residentes en el extranjero, y f) Personas jóvenes”. Si bien las cuotas de diversidad se acataban anteriormente por una sentencia del Tribunal Electoral, ahora están contempladas en la ley con un piso mínimo explícito. No hay manera de interpretar esta disposición como un candado que cierra la participación a los representantes de estos sectores, sino todo lo contrario.
Otro ejemplo es la retahíla de adjetivos con la que Denise Dresser califica los efectos de la Reforma Electoral como la llana “muerte de la democracia”. Según la analista, reducir las estructuras y la duplicidad de funciones que prevalecen en el Instituto es el augurio inevitable del regreso del “mapachismo” y el fraude electoral. En algo tiene razón la analista: las elecciones podrían perder su credibilidad, pero no por que se modifique la estructura operativa del INE, sino por repetir hasta el hartazgo que hacerlo implica inevitablemente que los resultados de las elecciones serán los que determine el partido en el Gobierno y no los votantes. Por cierto, en un programa conducido por Sabina Berman, dos ex consejeros electorales, Bernardo Barranco y Eduardo Huchim desmienten una a una las predicciones tremendistas de la politóloga. Una de ellas, que ejemplifico aquí sólo para diversión de la audiencia, es aquella donde ella presagia la nueva “caída del sistema”, mientras los analistas pacientemente explican que, por el contrario, la reforma contempla que los resultados oficiales de las elecciones se hagan públicos el mismo día y no, como se ha hecho hasta ahora, el miércoles siguiente.
Si no hay evidencias de que el Plan B “desmantela” la democracia electoral del país, entonces, ¿qué se obtiene con este tipo de discursos alarmistas? A mi parecer, dos cosas. Por un lado, se refuerza la figura del “enemigo de la democracia” que es como se ha tratado de presentar a López Obrador. Reforzar esta imagen ayuda a la oposición a tener un enemigo visible y amenazante que les llame a cerrar filas y, a la vez, les dota de un estandarte ideal: en lugar de salir a defender o a repudiar alguna causa convocados por banderas partidistas, hacen precisamente del árbitro el paladín de todas sus causas de modo que tomen el tinte de “ciudadanas”. Aquí vale la pena recordar que uno de los grandes reproches que se hacen al Plan B es que fue aprobado por la mayoría de Morena y sus aliados, sin discutir con los partidos de oposición (ya explicamos a qué se debió esto) mientras que las reformas electorales anteriores siempre habían contado con su venia. Que esa sea la fuente del enojo hace dudar que las expresiones políticas vertidas en las calles recientemente sean realmente ciudadanas y no, como son en realidad, expresiones partidistas.
A la marejada de augurios catastróficos desatados por la aprobación de la Reforma Electoral difundidos por los medios nacionales se han sumado en una campaña virulenta los medios internacionales. Hace unos días, Fareed Zakaria, en el Washington Post, espeta que Andrés Manuel López Obrador “es un populista demagogo salido de las peores páginas de la historia de América Latina”. Que “ha fracasado en combatir a los carteles de la droga y ha atacado las instituciones políticas mexicanas, muchas de las cuales adquirieron su legitimidad y competencia sólo recientemente”. Para Zakaria, el plan B de AMLO bien ser su ataque más peligroso: “De hecho, mucho de su Presidencia es un acto de narcisimo -sostiene conferencias de prensa diarias que duran horas, ataca al estado porque sus agencias limitan su poder y ahora quiere debilitar la supervisión de las elecciones”. Todo esto lo lleva a concluir tajantemente: “López Obrador resultó ser el Donald Trump mexicano”.
La sentencia es irónica considerando que sólo ayuda a los congresistas republicanos que, precisamente reviviendo una propuesta de Donald Trump, buscan declarar como terroristas a los cárteles de la droga con el propósito de legitimar una intervención militar -y ganar votos en el intento.
Simpatizar con una causa no quiere decir avalar cada una de sus propuestas. Incluso, puede ser que, por más que intentemos, no podamos conocer todas a fondo. Pero la sensibilidad política que caracteriza esta época requiere un cierto escepticismo para reconocer quiénes son los actores detrás de determinados discursos e identificar sus intenciones. En el caso de la oposición al Plan B, es claro que, más que oponerse a la modificación de seis leyes, se trata de darle oxígeno a una oposición que no acaba de despertar, incluso si ese mismo ímpetu lo pueden aprovechar otros para amenazar nuestra soberanía.
Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York y profesora-investigadora en El Colegio de México. Se especializa en el estudio del significado en lenguas naturales como el español y el purépecha. Además de su investigación académica, ha publicado en diversos medios textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje, ideología y política.
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