Rafael Landerreche
La Declaración Universal de Derechos Humanos cumple 68 años el 10 de diciembre. Es poco sabido que un momento crítico de su elaboración pasó en México y vale la pena echarle un vistazo, por un interés que, como se verá, no es simple curiosidad histórica.
En noviembre de 1947 se llevó a cabo en la
ciudad de México la segunda Conferencia Internacional de la Unesco. La
redacción de la declaración había sido encomendada a otra instancia de
la ONU (la Comisión de Derechos Humanos), pero a la Unesco le tocaba la
fundamentación filosófica.
Es lugar común decir que con frecuencia
lo más obvio es lo que no se ve. Las historias de los derechos humanos
suelen hablar de antecedentes tan remotos como la Carta Magna, mientras
apenas mencionan como un dato necesario la fecha de la declaración
universal. Pero el dato más inmediato y trascendente para entenderla es
precisamente el momento en que se elabora.
Es preciso recordar que
cuando se reúnen en México los delegados de la Unesco, Europa está en
ruinas, las cenizas y el humo de la destrucción no se han disipado, las
nubes fungiformes de Hiroshima y Nagasaki son una amenaza siempre
presente en el corazón de los sobrevivientes y, en particular, de
quienes se reúnen para considerar el futuro de la humanidad. En la
alocución con la que inauguró la conferencia en México el filósofo
francés Jacques Maritain recogió con dramático realismo la situación del
momento. Por cierto, y para subrayar la íntima cercanía de la tragedia
recién ocurrida, Maritain asumió esa tarea por la enfermedad de Léon
Blum, presidente de la República Francesa quien, hacía apenas dos años,
había sido rescatado de un campo de concentración. Éstas fueron las
palabras del improvisado presidente de la asamblea:
Nuestra conferencia se reúne en un momento particularmente grave de la historia del mundo; en un momento en que nos hallamos ante crecientes tensiones y antagonismos internacionales, cuyos peligros no podemos ignorar, y cuando vastos sectores de la opinión pública están a punto de caer víctimas de la obsesión del espectro de la catástrofe y de la guerra que es inevitable. La angustia de los pueblos estalla como las olas al romper en todas las riberas.
Aunque haya fungido como
presidente improvisado de la conferencia, Maritain era todo, menos un
improvisado con respecto a los temas que ahí se tratarían. Para empezar,
era todo un experto en el tema que estaba atorado en la Unesco con
respecto a la declaración de derechos humanos, el de la fundamentación
filosófica. Era imposible que un mundo tan dividido se pusiera de
acuerdo en un documento filosófico; sin embargo, Maritain instó a los
delegados a dejar por lo pronto de lado las cuestiones teóricas
debatibles y a seguir adelante con un acuerdo de carácter práctico sobre
los derechos humanos. El filósofo francés sabía perfectamente cuáles
eran las limitaciones de esta solución, pero a la vez tenía plena
conciencia de la urgencia y la necesidad de dar ese paso por limitado
que fuera.
Quizá pocas personas habían visto con la lucidez de
Maritain la situación en la que se encontraría el mundo en la posguerra.
Unos años atrás, todavía en medio de la guerra y con su país todavía
bajo la bota nazi, Maritain había descrito desde su exilio en Estados
Unidos el dilema en el que se encontraría el mundo tras derrotar
militarmente al nazismo. O las llamadas democracias encontraban una
forma de cooperar con los comunistas para juntos
ganar la paz después de haber ganado la guerra, o esas supuestas democracias, creyéndose que ellas eran puro bien mientras los comunistas eran puro mal, se volvían contra su antiguo aliado, desatando una nueva y más terrible guerra.
El
primer camino estaba erizado de dificultades; la coexistencia pacífica
con los comunistas no sería fácil, pero era el único camino hacia la
paz. Para emprenderlo era necesario encontrar puntos prácticos de
acuerdo, más allá de las innegables diferencias ideológicas. De ahí la
importancia de algo como la declaración de los derechos humanos.
Sobre
el otro camino, Maritain añadía algo que resultó una profecía, de la
que hoy, más de medio siglo después, estamos viendo las últimas
implicaciones: negarse a la reconciliación con los comunistas y
perseguir, en cambio, el camino de la confrontación, implicaba invocar
el auxilio de
los demonios de la Alemania racistay así,
después de haber vencido militarmente al fascismo y al nazismo, se arriesgaría a ser moralmente vencida por sus sucedáneos.
El mundo siguió el camino de una nueva guerra, que conocemos como la guerra fría.
Y, tal como previó Maritain, cuando uno invoca a los demonios, los
demonios acuden. No es que hayan aparecido hasta ahora. América Latina y
los pueblos en lucha por la descolonización los experimentaron desde el
primer momento: la represión que sufrieron llevaba el inequívoco tufo
del nazi-fascismo. Pero como les sucede a todos los que hacen pacto con
el diablo, creen que lo pueden mantener a distancia, hasta que un día se
les aparece en su propia casa y les enseña su verdadero rostro:
economía en manos de las corporaciones; política y seguridad interior en
manos de los militares, el racismo como ideología y la designación de
un pueblo vulnerable como chivo expiatorio.
Habiendo el mundo
completado virtualmente un círculo completo, las palabras escritas o
pronunciadas por Maritain hace más de medio siglo, resuenan como si las
hubiera dicho ayer:
“La grande y terrible guerra que acaba de
terminar fue hecha posible por la negación del ideal democrático de la
dignidad y la igualdad y del respeto por la persona humana, y por la
voluntad de sustituir tal ideal –haciendo valederos la ignorancia y los
prejuicios– por el dogma de la desigualdad de las razas y de los
hombres.
A falta de algo mejor, la Declaración de Derechos Humanos es una promesa para los explotados y oprimidos de toda la Tierra, el principio de los cambios que el mundo necesita.*
*Para las referencias bibliográficas de los textos citados se puede ver una versión ampliada y anotada en www.laudatosi.blogspot.es
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