Este miércoles #8M, numerosos contingentes de la marcha feminista para conmemorar las luchas de las mujeres por sus derechos partieron de la Glorieta de las Mujeres que Luchan, espacio resignificado en la Ciudad de México como sitio de memoria y punto de reunión por y para madres, familiares y acompañantes de víctimas de feminicidio, desaparición y otras terribles violencias que agobian y limitan a las mexicanas.
Adoptar un sitio emblemático en Reforma para crear un espacio donde reivindicar causas justas es un derecho de la ciudadanía. Cuidar y defender esta Glorieta ha sido además un acto de valentía pues sobrevivientes y víctimas han enfrentado y enfrentan hostilidad y presiones de las autoridades capitalinas. Sin respeto por quienes crearon este lugar de memoria y reunión ni por quienes las hemos apoyado, la jefa de gobierno pretende imponer una estatua insulsa, la “Joven de Amajac”, so pretexto de homenajear a las mujeres indígenas cuando muchas de ellas ya han expresado que esta no las representa por ser la imagen de una princesa que “creció en paños de oro”.
En este sentido, tomar como punto de partida de la que ha sido, si no la más grande, una de las más grandes manifestaciones feministas es una forma de reivindicar la dedicación de las mujeres que crearon este espacio y de insistir con ellas en que “la Glorieta se queda”. Las mexicanas no queremos “homenajes” en piedra o metal (como el Paseo de las Heroínas) ni discursos hueros de funcionarias que, por un lado, se dicen “feministas” y, por otro, repiten las denostaciones de su jefe contra las voces críticas – acusando de “racistas” y “clasistas” a quienes queremos conservar la Glorieta, por ejemplo.
En este contexto, es aún más significativa la enorme participación de niñas, jóvenes y mujeres de todas las edades, condiciones y orígenes en la capital y en múltiples ciudades del país. Contra las desigualdades y violencias cotidianas, contra las denostaciones desde el púlpito supremo, los ataques a las defensoras, la negligencia ante los abusos policiacos y militares, la violencia política de género hacia la primera presidenta de la SCJN, decenas de miles de mujeres tomaron las calles de manera pacífica, festiva y combativa, con pancartas, mantas, batucada, baile.
En la capital, mucho antes de la hora de reunión, cientos de jóvenes llenaban el metrobús y el metro, caminaban animosas desde estaciones alejadas del centro, donde se suspendía el servicio, en riachuelos morados que empezaban a pintar la ciudad. A principios de la tarde una corriente morada ocupaba la avenida Juárez y empezaba a llegar al Zócalo; pocas horas después el río rebasaba ambos lados de las avenidas y se deslizaba lentamente hacia la gran plaza.
Muchas de las participantes eran chicas muy jóvenes, adolescentes que se lanzaron a su primera manifestación con sus compañeras de escuela, o con sus madres o maestras. Había también niñas y una mayoría de jóvenes y adultas. Todas unidas por las causas que cada #8M y #25N se reiteran en demandas urgentes.
Una de las consignas más sentidas y dolorosas sigue siendo el reclamo contra las violencias machistas: el acoso, la violación, la desaparición, el feminicidio. En carteles pegados a las vallas grises, a muros y anuncios publicitarios, se exhibían denuncias contra abusadores, violadores, responsables de violencia vicaria, como documentos de la infamia cotidiana de agresores y autoridades negligentes.
Ver a niñas y jóvenes con pancartas como “Quiero ser libre”, “Quiero salir segura” “Estoy harta de avisar que llegué viva”, “Que nuestra menstruación sea la única sangre que derramemos”, “Ellos nos violan, matan, ¿y nosotras somos ‘feminazis’”, es a la vez alentador y frustrante. Alentador porque esas y otras frases denotan una mayor conciencia de que la violencia misógina no es “normal” ni aceptable, de que todas tenemos derecho a una vida sin agresiones. Frustrante, porque llevamos décadas denunciando estas violencias y las consecuencias de la impunidad; porque muchas también han propuesto y exigido acciones de prevención, medidas para promover una educación para la igualdad, y políticas concretas para reformar (o rehacer) el sistema judicial tan agujereado de vicios. Y lo que ya se ha logrado ahora está en riesgo o en franca regresión.
No sólo la violencia y la inseguridad duelen y llevan a gritar; también el deseo de libertad, de igualdad, de respeto a cuerpos y territorios: “Ni mi cuerpo ni la naturaleza son territorio de conquista”; la necesidad de reivindicar la igualdad , la energía, la voz de las mujeres: “Lucho como niña”, “Abuelita, vine a gritar por lo que a ti te hicieron callar”, “Ya no tendrán la comodidad de nuestro silencio”. Estas y otras palabras, en carteles, consignas y canciones, entrelazadas de humo morado, retumbaron por horas en los alrededores del zócalo y en la amplia explanada.
En contraste, la animadversión de las autoridades hacia las feministas y los reclamos de las mujeres se concretó, gris, en las vallas que “protegían” Palacio Nacional de un inexistente riesgo de toma violenta, en las que rodeaban los monumentos o resguardaban las paredes tan queridas de los gobernantes. También se plasmó en otras que cerraban Madero y el Eje Central para crear un embudo, por 5 de Mayo, que frenó el paso de la marcha a tal punto a que, a las 8 de la noche, contingentes que habían salido del Monumento a la Revolución horas antes, apenas llegaban al zócalo. No contentos con poner en riesgo, a pleno rayo del sol, a miles de mujeres – incluyendo adultas mayores y personas con limitaciones de movilidad-, el Zócalo estuvo flanqueado de policías que ocupaban los pasillos de los edificios del Ayuntamiento y avenidas laterales, ausentes en la concentración del 26 de febrero, por ejemplo.
En varias zonas de la manifestación, incluso el Zócalo, al estilo de los Carabineros de Chile, la policía usó gases lacrimógenos, que no deben usarse contra la población, como tampoco deben usarse los “extintores” que dicen haber usado en vez de gases. Lo más grave es que antes de las 9 de la noche, cuando, gracias a su estrategia de control del flujo de la marcha (¿para evitar que el zócalo se viera lleno?), dejaron a obscuras a las manifestantes todavía reunidas ahí y, según testimonios, volvieron a usar gas. Apagar todas las luces en una plaza rodeada de policías “que no nos cuidan”, en una zona sin transporte público muy cercano, es una terrible irresponsabilidad y una falta de respeto a la ciudadanía. Amedrentar así a las pocas o muchas manifestantes que quedaban es una práctica autoritaria intolerable. Habría tal vez que recordar a las autoridades que el Zócalo no es el patio particular de nadie, y que ellas tienen la obligación de garantizar la tranquilidad y la seguridad de las manifestantes, cuyo derecho a la protesta deben respetar. Por último, aunque pueda parecer menor, es indignante que en un país donde en las escuelas se rinde honor a la bandera todos los lunes, esta se retire de manera inexplicable como sucedió este miércoles y el domingo 26 de febrero. ¿Acaso las manifestaciones críticas amenazan al símbolo nacional o acaso somos ciudadanas y ciudadanos de segunda?
Pese a estos gestos antidemocráticos y al discurso antifeminista del gobierno, seguiremos saliendo, unidas y diversas, en corrientes moradas y vibrantes, a reclamar nuestros derechos, por nosotras, por nuestras antecesoras, por las generaciones futuras, con las muy activas jóvenes feministas de hoy. En esta potencia conjunta pervive nuestra esperanza.
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