Fabrizio Mejía Madrid
Decidí escribir esta columna para tratar de entender juntos lo que se necesita hacer para concluir con el cambio de régimen en México por la vía electoral. Los críticos agitan la amenaza del regreso a la pesadilla PRIANista sobre la base de que una organización que salió del PRI, encabezada por Eruviel Ávila y Alejandro Murat, se declare abiertamente en apoyo a Claudia Sheinbaum. Los mismos críticos agitan la pureza militante contra quienes, en efecto, han traicionado la causa en meses anteriores, como Marcelo Ebrard, Ricardo Monreal, y hasta por el regreso de un desnudista que llegó a presidir la comisión de cultura de los diputados por una lamentable omisión de la fracción de Morena. Todas estas críticas son válidas en sí mismas pero carecen de contexto. Y eso es lo que me propongo ampliar en esta pequeña reflexión de fin de año. Vamos a ello.
Entender lo que ha ocurrido en lo político en los años obradoristas es indispensable para saber qué quiere decir “continuar la transformación”, “el segundo piso” o el Plan C. Y lo que ha sucedido es un cambio de régimen dirigido desde la Presidencia de la República por Andrés Manuel. Pensemos en círculos concéntricos. En el más amplio, el que lo abarca todo, está el Estado, que es la estructura del poder. Le sigue el sistema de partidos. Luego, el régimen. Después, el gobierno, con sus tres órdenes y sus relaciones oscuras con los poderes fácticos. Y, por último el Presidente. Es desde ahí, desde ese nivel de poder encajonado por el Estado y un sistema de partidos enquistado con sus nexos empresariales, mediáticos, académicos, judiciales, que el Presidente ha tratado de cambiar el régimen.
En muchos aspectos, lo ha cambiado. Los valores del gobierno y su relación con la sociedad se han sintetizado en la lucha contra la corrupción, deslindar a los empresarios de la imposición de leyes y políticas públicas, y privilegiar el rescate de los más pobres. La Presidencia ha forzado su propia autonomía respecto de las élites y del entorno mediático. Cambió el sometimiento del Ejecutivo, tan penoso en los últimos curenta años, a las élites globales que imponían políticas públicas desde afuera, como el caso de la reforma energética. Y, por último, ha solidificado una estructura de autoridad que, no importando que el sistema judicial le revierta algunas decisiones, existe la cohesión necesaria para implementarlas. Ese es el Presidente López Obrador que cambió las reglas del juego político para usarlo de una forma distinta: reorientando el gasto público, eliminando las extravagancias aristocráticas de los funcionarios, y cultivando un modelo económico enfocado a disminuir la desigualdad. Hasta ahí vamos.
Lo que hemos visto en estos cinco años es que existen resistencias al cambio de régimen. Esos grupos operan desde el Estado, desde el sistena de partidos con partes todavía del Instituto y el Tribunal Electorales, desde los medios corporativos que usan la desinformación como un arma para obtener privilegios antes al alcance de sus manos, y desde el aparato judicial. En este último se han concentrado los reflectores de lo que se denomina el Plan C: democratizar la elección de jueces, ministros y magistrados se ve como una manera de que respondan ante alguien por sus decisiones. No estamos hablando aquí de una teoría sino de lo que ha sucedido: el poder judicial ha obstaculizado la tarea de aprobar leyes, ha detenido, por ejemplo, la autonomía del país para decidir sobre su futuro eléctrico o la posibilidad de cambiar el sistema de representación legislativa por una de proporcionalidad directa, que desaparezca las listas plurinominales de los partidos. Por ende, a este obstáculo hay que responder con más democracia, más transparencia, y más responsabilidad ante los ciudadanos. Para lograr que el poder judicial sea electo en México, al igual que lo es en todos los estados de los Estados Unidos, salvo en siete de ellos, se necesita contar con una mayoría de dos terceras partes del Congreso. Para ello se necesitarían alrededor de 33 millones de votos, es decir, 3 millones más de los conseguidos por Andrés Manuel en 2018.
Y ahí es donde viene la importancia de que el PRI desaparezca. Si miramos los datos para la composición de ambas cámaras, el panorama se aclara bastante. Es el crecimiento y decrecimiento del PRI el que hace o no una mayoría calificada. Veamos los datos de cuando gobernó Peña Nieto. Con la alianza del PRIAN con el Partido Verde, le sobraban 16 diputados para la mayoría calificada, es decir, 16 más para hacerle cambios a la Constitución. Y Peña se aprovechó en grande: hizo 155 modificaciones constitucionales, el presidente que más hizo. Ni siquiera lo alcanza Felipe Calderón que hizo 110 y eso que no había ganado la elección. Esto último es importante de visiualizarlo. A pesar de que se presentaban a elecciones como partidos separados y aún rivales, el PRIAN hizo ese régimen que estamos tratando de terminar: daba igual por cuál votabas porque, ya en el legislativo, eran una mayoría calificada. Se trataba de una maquinaria absolutista con un disfraz de pluralidad, defendida por el IFE y, más tarde, el INE. A partir del 2018, Morena no tuvo nunca la mayoría calificada. Le hacían falta cuatro votos para lograrla. Pero quiero llamar su atención sobre el PRI que pasó de tener 203 diputados con Peña Nieto a tener sólo 49 con López Obrador. Fue por esa debilidad del PRI que el obradorismo pudo aprobar la reforma para las pensiones de adultos mayores. Así, vemos que es la destrucción del PRI lo que juega para hacer la mayoría calificada o no en el Congreso.
Ahora miremos la salida del PRI de varios de sus dirigentes. Forman una llamada “Alianza Progresista” que no tiene ninguna declaración a favor de la 4T, de su orientación económica, su discurso popular, ni siquiera del Presidente, sino que se declara fuera del PRI por las condiciones lamentables de su juego interno, dominado por una camarilla impuesta por Alito Moreno y Rubén Moreira. Se van y apoyan a Claudia Sheibaum. No se meten a Morena. No piden cargos ahora que el sistema de encuestas le dificulta mucho a las burocracias añejas de los partidos ocupar candidaturas. Sólo se agrupan en una nueva organización de la que puede emerger un nuevo componente del sistema de partidos, ya con Morena como una organización y movimiento preponderante, por el momento. En una reconfiguración lógica, el ebrardismo y todos sus sucedáneos podrían acomodarse en el “progresismo” de Eruviel Ávila. Pero eso ocurrirá mucho más adelante. Ahora se les necesita, no como “fundamento” sino como horizonte de acción. Pero en un momento explico a qué me refiero con esto.
Me falta Acción Nacional. Ellos son el núcleo del conservadurismo anti-derechos y neoliberal mexicano. Calderonistas, foxistas, y burócratas de toda la vida partidaria, es probable que se mantengan como una reacción a las transformaciones, como lo han sido desde su nacimiento, en oposición a las políticas del General Cárdenas. A ellos, el obradorismo les arrebató la única bandera legítima ante el electorado: la lucha contra la corrupción. Por ser parte del mismo régimen del PRIAN, les queda el clasisimo, el racismo, y la meritocracia, como temas propagandísticos, pero, en lo público, no tendrían más qué decir que lo que han repetido desde los años cuarentas en el nacimiento del odio contra el Estado, los pobres, y las mujeres.
Vayamos ahora a la formación del bloque hegemónico con la campaña de Claudia Sheinbaum. Se precisan no sólo los 3 millones de votos extras, sino una fuerza política propia para llevar a buen término el cambio de régimen. Cuando hablamos de bloque hegemónico estamos hablando de un núcleo de valores, sentido, y horizonte propio del obradorismo desde el cual se interpela a los demás grupos que, por sí mismos, carecen de fuerza. Ese es el caso de una parte de los académicos que ha jalado Claudia a su en torno, notablemente Juan Ramón de la Fuente y Arturo Zaldívar. Por supuesto que ese núcleo que articula a los demás y que puede y debe llegar a empresarios y hasta a los políticos de otros partidos y organizaciones, no permanece intocado por su propia articulación porque se está construyendo como sujeto político mientras lo hace. Ahí es donde están los peligros y de ahí el valor de las críticas a Morena. Escribió Ernesto Laclau: “Si la sociedad estuviera unificada por un contenido óntico determinado –determinación en última instancia por la economía, el espíritu del pueblo, la coherencia sistémica, etcétera–, la totalidad podría ser directamente representada en un nivel estrictamente conceptual. Como éste no es el caso, una totalización hegemónica requiere una investidura radical –es decir, no determinable a priori– y esto implica involucrarse en juegos de significación muy diferentes de la aprehensión conceptual pura. Aquí, como veremos, la dimensión afectiva juega un rol central”.
En el ámbito de la construcción de una nueva hegemonía mientras se desmora el viejo sistema de partidos, hay que construir mediante la campaña presidencial. El discurso del núcleo obradorista encadenó con López Obrador una serie de demandas por todo el país articuladas en la lucha contra la corrupción y el “primero los pobres”. La nueva fuerza que requiere 3 millones de votos extras, debe ampliar su horizonte de sentido, no el de su fundamento, que es el pueblo, el nombre que adquiere una parte para encarnar el todo. Lo que estamos por ver, quizás, es como se vuelve a constituir la noción popular incluyendo nuevas relaciones entre agentes sociales. Consenso y coerción son las formas políticas de la hegemonía y ambas requieren de una destreza propia de quien se dedica a esa actividad tan noble. O, como lo escribió Ernesto Laclau, es una tipo de dirigencia, la popular, que es, al mismo tiempo “hermana y padre que puede constituir una adhesión profunda”. Lo que se da en esta articulación desde un núcleo obradorista es la posibilidad de muchos puntos de ruptura con el régimen y, en esos, una parte importante es la desaparición del PRI.
Pensemos, por un momento, en la base priista, en sus cuadros medios, los que todavía controlan sindicatos de trabajadores al servicio del Estado. No en que Eruviel Ávila debería estar en la cárcel, junto con su jefe Enrique Peña Nieto. Sino en el punto de ruptura que su apoyo sin condiciones a Sheinbaum puede implicar para la construcción de una hegemonía, no sólo de votos, sino de un referente de sentido democrático y popular. Si sólo vemos en el PRI a los rateros, que los hay y muchos, no veremos esta dimensión de ruptura indispensable para crear un bloque histórico que apoye la conclusión de lo que López Obrador y el obradorismo emprendimos: el cambio de régimen.
Por último, me gustaría referirme a los eternos críticos de la política que creen que, si no hay cambio de “modo de producción”, no hay revolución. Para empezar, si existieran determinaciones naturales a quien, por su clase social, participa o no de un cambio de régimen, no existiría la politica. Sólo habría que esperar a que las condiciones “objetivas y subjetivas” llegaran un buen día, del Cielo, y los oprimidos harían su revolución. Como los actores políticos no están determinados de antemano por la economía, ni provienen de un concepto sociológico, ni la historia va en etapas progresivas, se hace necesario el discurso político, el que aglutina y divide, el que enfrenta y consensa, el que emociona e indigna. Es una banalidad ver un priista apoyando la 4T y pasar, de inmediato, a degradar a todo el movimiento como una reedición del PRI. Ahí, la izquierda supuestamente radical y los acólitos de Claudio X. González se juntan: no hay nada nuevo, todos son iguales, hay una estructura tan fuerte que nadie la puede cambiar nunca. Eso es parte del pensamiento de la reacción desde la Revolución francesa. La otra arma que usan mucho estos críticos de la inherente imposiblidad del cambio es tomar un fallo, una política mal ejecutada, un proceso que asiste a los obstáculos de su propia implementación, como que no hay salida, ya todo se derrumbó, no hay nada qué hacer, déjenme en el camino, sigan ustedes. Al erigirse en jueces morales del proceso político en su conjunto evitan pensar la complejidad de un proceso de transformación como el que vivimos.
Espero haber contribuido en algo a pensarnos en este final del año 2023. Que tengan un feliz inicio de 2024.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
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