Con muy pocos alimentos y bajo una campaña de descrédito lanzada por el gobierno, cocineras comunitarias y luchadoras sociales sostienen las llamadas ‘ollas populares’.
BUENOS AIRES – “Muchas familias vienen a los comedores, personas que no están trabajando y que antes no venían. Hay ancianos, mujeres embarazadas y muchos chicos”, dice Alicia Casimiro, que coordina un comedor comunitario en la Villa 31, un barrio hacinado en el centro de Buenos Aires, al lado del distrito más exclusivo de la capital argentina. “Lo único que logramos hacer es un guiso sin la suficiente verdura”, explica.
A unos 31 kilómetros, Griselda Burgueño dice: “El pan es cada vez menos; no alcanza”. Ella coordina otro comedor, u olla popular, en Gregorio de Laferrère, ciudad del municipio de La Matanza, en la provincia de Buenos Aires. “Estábamos acostumbrados a llenar el táper para que la familia tenga para comer al mediodía y noche, y ahora no lo podemos hacer porque si no las de atrás quedan sin comer”, detalla.
Casimiro y Burgueño son luchadoras sociales. Y son también parte de un contingente de unas 140 000 mujeres que suman a sus rutinas y preocupaciones cotidianas la carga de pelear contra el hambre, cocinando a lo largo de todo el país para más de 10 millones de personas que van a las ollas en busca de un plato de comida.
En los últimos meses, la carga se hace insoportable porque en Argentina, tradicional productora de alimentos, la comida escasea para cada vez más gente.
El gobierno de Javier Milei, el presidente libertario de extrema derecha que asumió el cargo en diciembre, suspendió la distribución de pasta, arroz, yerba y otros alimentos no perecederos que entregaba a las ollas populares, citando la necesidad de hacer “auditorías” para frenar la presunta “extorsión” de grupos que administran una parte de los comedores.
Se trata de las comunidades organizadas de las ‘villas miseria’ (como despectivamente se llamaban a estos barrios pobres y hacinados) y los piqueteros, movimientos de desocupados que protestan cortando calles.
“¿Por qué el gobierno nos pone a las cocineras como enemigas?”, cuestiona María Claudia Albornoz, dirigenta de La Poderosa, uno de los movimientos villeros más grandes de Argentina que funciona en asambleas barriales desde 2004 y gestiona 158 comedores en todo el país, también el de la Villa 31. “La organización comunitaria es lo que nos permite vivir en las villas”, afirma.
“Nos encantaría que cada uno tenga un plato de comida en su casa y esa contención de familia que uno necesita para salir adelante y superarse”, dice Casimiro, también integrante de La Poderosa. “Pero la realidad es esta”, añade.
Tradición villera
La Villa 31, tiene su origen en la década de los años 30 del siglo pasado cuando inmigrantes y obreros provenientes de Paraguay, Bolivia y del norte de Argentina se instalaron en la zona para aprovechar la cercanía del puerto de Buenos Aires y las oportunidades laborales que ofrecía.
Luego del asesinato en 1974 del sacerdote católico Carlos Mugica, quien impulsó el movimiento de curas villeros para el trabajo pastoral y social en el barrio, la villa fue renombrada en su honor.
Hoy tiene más de 40 000 habitantes y ocupa 46 hectáreas entre la zona portuaria, las vías ferroviarias, la estación central de trenes y la terminal de autobuses Retiro, de un lado, y Recoleta, uno de los barrios más caros de la ciudad, del otro. Por arriba la atraviesa una autopista enrejada.
Aquí no entran taxis y colectivos – ni ambulancias sin custodia policial –, tampoco personas extrañas no acompañadas.
Sobre viviendas de ladrillos huecos y chapas, taperas y pasajes estrechos sin veredas se despliega un tendido eléctrico caótico. Hay capillas, escuelas, plazas y canchitas de fútbol con rejas. Aquí y allá, personas grises se reúnen, pese al calor, alrededor del fuego encendido en algún tanque de lata y se balancean al ritmo de la cumbia villera.
Y en lo que podría ser el mismísimo margen de la vida, florece la mirada cómplice, agotada pero servicial de las 11 cocineras del comedor ‘Gustavo Cortiñas’ – el nombre es un homenaje a un joven militante desaparecido en la última dictadura militar – que sirven los últimos platos del día.
Trabajan entre seis y ocho horas diarias cocinando, sirviendo, limpiando y administrando los alimentos. Ahora también venden hielo en busca de más recursos para un número de comensales en aumento.
En 2016 se organizaron ante la necesidad de alimentarse y convirtieron el esfuerzo individual en provecho colectivo. “Las vecinas no tenían con quién dejar a sus hijos para trabajar o no conseguían trabajo. Entonces, viendo la necesidad propia y la de las demás, se arma una comunidad”, explica Casimiro, madre de ocho.
Así lograron alquilar una pequeña vivienda con una sala amplia al frente y cocina detrás, para instalar el comedor. “Vimos que un plato de comida te ayuda a economizar un poco más los gastos”, asegura.
Además de trabajar para la comunidad, se ocupan de los cuidados y del trabajo doméstico en sus casas y algunas también tienen empleos informales, por lo que se autodenominan “trabajadoras de la triple jornada”.
A mediados de 2023 La Poderosa presentó un proyecto de ley, hasta ahora no debatido en el legislativo Congreso Nacional, para que las cocineras comunitarias reciban un salario mínimo, cobertura médica, vacaciones, licencia por maternidad y aguinaldo.
Las ollas sirven asimismo de espacio de contención para vecinas y vecinos que acuden en busca de apoyo, y como “una línea de defensa” ante el narcotráfico.
“Por más que el padre y la madre salgan a trabajar, no llegan a alimentar a la familia. Y, como salen, no tienen tiempo para darle atención a los hijos”, dice Casimiro, que conoce profundamente la villa en la que ha vivido 33 de sus 49 años.
“Y por la misma preocupación a veces (tanto padres como hijos) se ponen a consumir o a vender para otro, para que entre una moneda más a la casa. Para poder llevar un plato de comida uno agarra lo que haya”, aduce.
La capital argentina alberga 49 villas en las que viven unas 80 000 familias hacinadas, sin acceso regular a electricidad, agua, calefacción y saneamiento; 73 % de ellas tienen de jefa de familia a una mujer. Como en muchos de los 6500 barrios populares que hay en todo el país, las mujeres llevan décadas trabajando codo a codo para alimentar a sus comunidades.
“Acá todo genera violencia”, dice la cocinera.
Cuando caen lluvias torrenciales, como en marzo, el agua sobrepasa las rodillas, moja colchones, roperos y electrodomésticos, y deja a la gente sin luz por varios días – el temor a electrocutarse usando una instalación eléctrica irregular y empapada puede más que la necesidad.
Pero la huella de años de inundaciones no se va con el sol: cloacas explotadas por falta de infraestructura para abastecer a una población creciente, calles llenas de barro y bichos. “Vivir con olor a humedad en todas partes no es vida”, dice Casimiro.
Gracias al trabajo meticuloso y constante de las villeras, La Poderosa organiza donaciones de ropa, electrodomésticos y mobiliario. También brinda asistencia a personas que sufren violencia de género, talleres de oficios y educación popular en los barrios.
Además, amplifica la voz cultural de las villas en una revista mensual que, entre otros fines, busca contrarrestar el estigma de las villas, vistas como lugares donde solo hay droga, delincuencia y miseria.
“La situación de pobreza es tan desesperante, la violencia callejera es tan tremenda que no se puede vivir, pero si no estuviéramos organizadas nuestros barrios estarían en peor condición de la que están”, reflexiona Albornoz.
El lujo de alimentarse
Parada en el centro de la villa, Casimiro señala a unas 30 personas que se acercan a la olla a preguntar si sobró algo de comida. “Antes de la pandemia de covid-19 preparábamos unas 120 raciones al día; durante la pandemia llegamos a dar 500, y ahora estamos en más de 420 raciones, todo depende de si nos alcanza la mercadería”.
Un menú habitual incluiría mate cocido y tortas fritas para comenzar el día. Para el almuerzo, un guiso de arroz o fideos con calabaza, cebolla y, cuando hay, salsa de tomate, alitas o menudos de pollo. O apenas pimentón con mucha agua, siempre mucha agua.
De merienda té con leche y pastelitos. Pero, ante el corte de suministros, muchas ollas y merenderos cerraron sus puertas o redujeron la frecuencia y cantidad de comida ofrecida.
Argentina registró en febrero la inflación en alimentos más alta del mundo, con los precios de los productos agroalimentarios multiplicándose por 3,4. Los alimentos tienen precios equivalentes a los de España y Estados Unidos, mientras los salarios argentinos son cinco veces más bajos, y un trabajador registrado con un sueldo promedio es pobre.
Como en otros países latinoamericanos, la inseguridad alimentaria es mayor en mujeres que en hombres, pero Argentina tiene en este terreno la mayor brecha de género.
Con una inflación anual de 254 %, la economía desregulada y un gobierno que repite “no hay plata” – recordando el lema “There is no alternative” (no hay alternativa) de la ex primera ministra británica Margaret Thatcher –, los ingresos y la calidad de vida se deterioran a diario.
“No hay ingreso en pesos que aguante”, dice la economista Candelaria Botto, directora de la asociación civil interdisciplinaria Economía Feminista, que busca visibilizar las desigualdades de género en el mundo del trabajo y el mercado. “La situación de emergencia es muy grande, sobre todo en los barrios populares”, subraya.
La inseguridad económica también se refleja en la drástica reducción del consumo de medicamentos. Entre diciembre de 2023 y comienzos de marzo, los precios aumentaron 100%, y se registró una caída descomunal en las ventas y el acceso a tratamientos médicos. En ningún país del mundo las medicinas subieron tanto en tan poco tiempo.
La pobreza alcanza a 57 % de los 46 millones de habitantes, siete millones de ellos son niños, niñas y adolescentes. La indigencia afecta al 15% de la población, con 2,4 millones de menores en esta situación.
“Venimos insistiendo en hablar de violencia económica, porque el gobierno está aplicando de forma sistemática violencia y terror económico sobre la población”, dice a openDemocracy la investigadora Lucía Cavallero, de la Universidad de Buenos Aires e integrante de Ni Una Menos, un movimiento que lucha contra la violencia de género y en particular los feminicidios.
Comer para organizarse
La Poderosa y múltiples organizaciones sociales, civiles y religiosas que sostienen unas 44 000 ollas populares del país, recibían periódicamente alimentos secos del gobierno nacional, más donaciones de carne y verduras de empresas, vecinas y vecinos.
En algunos casos, los comedores también recibían donaciones de gobiernos provinciales e incluso dinero del estado o fondos de programas internacionales de Naciones Unidas.
Ese dinero, más lo recaudado en actividades como bingos o reciclaje de cartón y vidrio, permitía pagar el alquiler de los locales donde funcionan los comedores, el gas o la leña.
El nuevo gobierno fundamenta sus drásticos recortes en que existía un uso “discrecional y extorsivo” de los recursos y alimentos por parte de agrupaciones que manejan las ollas, y asegura que más de la mitad de los 44.000 comedores registrados no funcionan. En cuanto a las denuncias públicas de dirigentes sociales por falta de alimentos, las autoridades contestan que son expresión de “la disputa por el reparto sin control ni rendición de esa comida”.
Albornoz, de La Poderosa, contestó estas acusaciones en una entrevista radial: “Les haría un dibujito del recorrido de la mercadería a ver si entienden”.
El extinto Ministerio de Desarrollo Social, eliminado por el gobierno de Milei, “compraba las partidas (de alimentos) y las entregaba con un camioncito a los comedores registrados”, explicó Albornos. “Nosotras bajábamos la mercadería del camión, la guardábamos y nos servía para uno o dos meses, según la cantidad de viandas que entregáramos. La figura del intermediario no existe”.
“Tomas” y resistencia piquetera
Gabriela De la Rosa, del movimiento piquetero Polo Obrero, afiliado al trotskista Partido Obrero, afirma que “las mujeres son las primeras que se organizan cuando hay una crisis… y por lo tanto son las que más copan las organizaciones en las barriadas populares”.
De hecho, no han dejado de hacerlo en las últimas décadas, en particular desde la crisis económica y social que estalló en 2001 – cuando Argentina se declaró en cese de pagos. Entonces, las piqueteras se organizaron para llevar alimentos a los barrios más vulnerados. Ahora administran unas 3000 cocinas comunitarias y brindan talleres de oficios en todo el país.
La necesidad y la ausencia del estado hizo que decenas de vecinos se organizaran y montaran ollas en 70 puntos de La Matanza, cuenta Lilián Rojas, dirigenta del Polo Obrero en la provincia de Buenos Aires y precandidata trotskista a concejal por La Matanza en 2023. “A nosotros el hambre no nos va a matar”.
En el comedor Villa Unión de Gregorio de Laferrère una treintena de personas sirven a 250 familias unas 1.000 porciones que se acaban en menos de 40 minutos. Cada vez es más frecuente que la comida no alcance siquiera para alimentar a las propias cocineras.
Cerca de allí, también en Villa Unión, unas 600 familias piqueteras se instalaron en terrenos públicos baldíos en los que hasta 2017 solo había campo, basura y escombros; los “tomaron”, puntualiza Rojas. En esos terrenos ocupados funcionan tres ollas, cada una con su nombre: Sector 3, Nueva Unión y Río Cuarto.
“Tenemos tanta experiencia con el hambre y la miseria que nos revolvemos con lo que hay, con lo baratito. Sabemos construir una cacerola popular y salir a pedir comida. Así funcionamos y así seguiremos. Ese es nuestro método, la organización”, dice Rojas.
Richard Marelo, habitante de la toma y encargado de la olla Sector 3, explica: “Los vecinos colaboramos para comprar cables, poner postes, abrir las calles”. Viven en constante disputa con las autoridades locales, que quieren erradicar el asentamiento. “Ahora la policía ya ni siquiera nos deja que vengan los camiones a hacer los pozos” para las cámaras sépticas y para extraer el agua, lamenta Marelo.
Sin mujeres, las familias no podrían ocupar los terrenos, según Rojas. “Son lo principal para aguantar la toma, donde no hay nada, a medida que aumenta la represión”.
Los comedores son la clave.”Nosotros trajimos desde un principio la cacerola para que todas las personas que fueran a tomar esa tierra pudieran comer con sus hijos”, explica la militante en un entorno desolador.
Ranchos de lona, madera, cartón, chapa, goma y bloques con aberturas tapadas o cerradas con láminas de metal o otro material disponible, pisos de tierra, o en su mejor versión, de cemento; baldes que sirven para lavar los trastos; parrilla, leña y fuego para cocinar cuando no hay gas; mesas, sillas, estanterías y alacenas improvisadas.
Los robos son constantes. “El hambre hace que nos roben tomas de luz, bombas de agua y las verduras de la huerta. No podemos tener porque nos roban hasta los zapallos”, comenta.
Pese a la hostilidad, el trabajo colectivo alimenta a decenas de miles. “Empezamos debajo de una carpa, mandábamos todo al fuego. No teníamos nada, solo hambre y miseria”, dice María Zárateu, de 37 años, en la olla Nueva Unión, donde miden la cantidad de arroz a cocinar en asaderas mientras los niños hacen fila con un táper abrazado al pecho.
“De a poco fuimos consiguiendo el gas, la cocina, y hace cinco años estamos cocinando para 200 familias todos los días”, agrega.
En la olla de Río Cuarto, Antonia Cáceres, de 34 años, cuenta que están usando el poco dinero que tienen en sus bolsillos para comprar alimentos. “Cada vez necesitamos más ayuda y el gobierno sigue sin bajar un kilo”, dice. Aquí sirven a unas 50 familias. Su compañera Rocío Fernández, de 23 años, dice que acuden muchos jubilados y cada vez más chicos.
“Las mujeres estamos sosteniendo los barrios de una manera muy difícil”, dice Albornoz, de La Poderosa. “Estamos muy pero muy cansadas, venimos de procesos de muchísimo agotamiento, pero así y todo podemos organizarnos”, concluye.
Este artículo se publicó originalmente en openDemocracy.
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