4/07/2024

Lengua neoliberal

Fabrizio Mejía Madrid

Cuando el neoliberalismo se instauró en las universidades prohibió la palabra pueblo. Todavía recuerdo que había que avergonzarse cada vez que no encontrabas la palabra sustituta –ciudadano, comunidad, ordinario, prácticas cotidianas– y emergía la proscrita: popular. Te pegabas en la cabeza: qué error del pensamiento. Corría el final de los años 80 del siglo pasado y la nueva lengua del neoliberalismo despolitizaba todos los conceptos para borrar las contradicciones entre las clases sociales, cuya existencia ya había negado Margaret Thatcher cuando doblegó la huelga de los mineros en 1985. Se trataba de no pensar en los conflictos entre trabajadores y capitalistas, y apelar a una nueva contradicción entre sociedad civil y Estado, donde todos éramos víctimas de los abusos del poder. Así, se limpiaba la cara a los monopolios corporativos que depositaban sus ganancias en paraísos fiscales, hermanándolos con los ciudadanos ordinarios que deambulaban solos en sus tribulaciones privadas. El poder, es decir, la representación popular en el gobierno, estaba mal. Los buenos éramos todos los demás, los ciudadanos, que abarcaban por igual al dueño del monopolio que al universitario.

En esos años, como les contaba, existía una ansiedad por distanciarse de la ingenuidad o la romantización de las clases bajas, de los pobres. Todo ese sentimentalismo a la Dickens o a la Zolá o a la Revueltas era de una época premoderna. De hecho, se prohibieron, por estar mal vistas, la emotividad y la épica. No había que leer o escribir sobre emociones extremas porque eso era cursi, bellamente fallido, y tampoco se podía uno referir a grandes luchas históricas donde los mineros aguantaran una huelga, porque eso era vil propaganda, no arte de deveras. En cambio, gozaron de amplio reconocimiento en la élite académica las emociones contenidas, apenas sugeridas de los cuentistas norteamericanos, o encontrar la épica en la narración de un profesor que engañaba a su esposa con la adjunta de su materia.

Al renombrar al pueblo como cultura popular se le emplastó con la cultura de los medios masivos y perdió su carácter obrero y campesino, es decir, de sus batallas para revertir la dominación, reclamar su dignidad política y mejorar sus condiciones de existencia y reconocimiento social. La lengua neoliberal prohibía pensar en las contradicciones sociales y aplanó todo en una cotidianidad que supuestamente todos experimentábamos en una naturaleza humana –la del consumidor– que no era ni burguesa ni proletaria, dos palabras también proscritas en las universidades. Ello permitió a los catedráticos e intelectuales dejar de pensar en su relación con los de abajo y mimarse en su propio privilegio, que había dejado de nombrarse y, mágicamente, se volvió neutral.

Los términos con los que se sustituyó al pueblo y las clases sociales fueron condensándose en usuarios, una palabra tan despolitizada que permitía que éstos tuvieran prácticas, maniobras, estrategias individuales, que cuestionaban al poder, pero sin asomo de una organización política, un proyecto nacional que devolviera al pensamiento a cuestionar al capital y la explotación o, al menos, la desigualdad. Funcional resultó también el término comunidad, asociado a lo étnico y a lo chiquito, que se defendía del poder, es decir, del Estado, grandote y malévolo. A tal grado que, célebremente, un sociólogo vio en la venta de naranjas de unos guatemaltecos a la orilla de una carretera en Los Ángeles, un acto de resistencia, de apropiación del espacio urbano. Sin política, el poder era omnipresente, y el único camino era apartarse de lo políticamente colectivo y refugiarse en la propia recámara creativa, donde hasta un orgasmo contaba como resistencia.

Cuento esto porque algunos catedráticos con acceso a los medios todavía no advierten que su propio discurso en defensa de la democracia tiene como origen la censura neoliberal al pensamiento crítico. Al fracasar en pensar al poder como algo mucho más complejo que el Presidente de la República, trágicamente sólo ven autoritarismo, cuando lo que está ante sus ojos es un proceso de politización de los pobres, del pueblo, que han encontrado en ella una identidad colectiva, un nuevo arraigo republicano y una creatividad que no es monopolio de la élite, ni es tan sólo de las bellas artes, sino con frecuencia una conciencia de que se les ha negado la posibilidad de tener una conciencia.

Quienes les niegan el carácter de actores políticos a los pobres, a los trabajadores, son los mismos que sólo pueden ver a un dirigente que los hace hablar como él o los compra con derechos sociales. Ni siquiera estos catedráticos son conscientes de su clasismo que logra borrar del lenguaje a toda una condición social y la reducen, caricaturizándola, a un vacío. El pueblo para los neoliberales, si algo, es una fantasía donde las personas se conforman con lo que les atribuyen, y se autodefinen de la forma en que el poder les indica. El pueblo no tiene forma de pensarse a sí mismo y, por tanto, no existe como sujeto político. Para los neoliberales sólo existe como cartografía: es el lugar de donde hay que escapar. Es también el lugar a donde la clase media no debe caer. Es el lugar donde está lo inamovible, los que no pueden pensarse a sí mismos, ni actuar por convicción, sólo engañados. Por eso no puede existir la transformación social ni su proyecto cultural. Es algo que no es propio de ese Purgatorio de donde deben escapar los trabajadores para hacerse ciudadanos: del pueblo oscuro al cielo libre de la sociedad civil. Todo el discurso político que no venga de la élite les parece, lamentablemente, degradación. Allá ellos.

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