Cristina Pacheco
Las
vacaciones pasaron demasiado rápido. Una semana no bastó para que
cumpliéramos los planes que habíamos hecho Martha, Clara y yo. Nos
compensamos de la frustración convirtiendo los proyectos irrealizados
en objetivos para el año siguiente. Esa posibilidad volvió menos lejano
el futuro y nos hizo llevadera la idea de que en unas cuantas horas
volveríamos a nuestra rutina en la tienda de artículos ortopédicos.
El sábado emprendimos el viaje. Antes de subirnos al autobús rumbo a la playa, mis amigas y yo juramos disfrutar al máximo de nuestra libertad y construir en siete días una vida nueva que requería de ciertos cambios personales: nada de cabello recogido ni bata azul ni zapatos bajos con suela de goma.
Martha resumió nuestra común aspiración en una frase:
Piel y sol, muchachas; piel y sol.Clara la redondeó con otra de tinte malicioso:
Piel y sol, muchachas, pero no solitas. Si alguna pesca algo, ¡al ataque!Durante el trayecto aludimos muchas veces a las máximas que regirían nuestras vacaciones. Algo me dice que las repetiremos hasta el cansancio mientras dure nuestra amistad, y que un día las pronunciaremos sin verdadero entusiasmo.
II
El primer día en la playa estuvimos arrobadas por la
belleza del mar. De las tres, sólo Clara sabe nadar. Martha y yo
pasamos la mañana jugando a sentirnos perseguidas por las olas,
recogiendo conchitas, comprándoles a las vendedoras collares y
sombreros extravagantes que eran motivo de burlas y una nueva serie de
fotos. (Señor: ¿nos la toma para que podamos salir las tres?)
Excitadas, ansiosas de vivir cosas extraordinarias, acordamos hacer lo que habitualmente es imposible: permitirnos antojos, desvelarnos, gastar un poco más allá del presupuesto, pedirles canciones a los marimberos, sumarnos a los grupos de bailarines espontáneos, esperar despiertas el amanecer. Algo ebrias, inundadas por lágrimas de emoción, tomamos fotos con nuestros celulares. Clara dijo que le bastaba tan hermoso espectáculo para creer en la existencia de Dios. Martha impidió que profundizáramos en el tema arrojándonos puñitos de arena. Jugamos hasta que al fin, exhaustas, nos prometimos repetir la experiencia cada año a cualquier precio. En aquel momento no existía para nosotras la palabra imposible.
III
El lunes nos levantamos tarde. Salimos del hotel en
busca de un restorán típico. Encontramos La palapa de Domínguez a las
11, hora en que habitualmente permanecemos tras el mostrador. Mi
comentario le recordó a Martha que por distracción se había traído las
llaves del mueble en donde guardamos los cubiertos para enfermos de
artritis severa. Pensó en comunicarse a la tienda para informárselo a
Estela, nuestra supervisora.
Imaginar quién ocuparía su puesto disminuyó nuestro interés en las gorditas, los huevos tirados y el café con leche.
Una cosa nos llevó a otra: el chisme de posibles recortes que había estado circulando desde noviembre. El tema inquietó a Clara: sospechó que por ser la mayor de las empleadas podrían suspenderla. En ese tal iba a pedirle a su hermano Sergio que abandonara la escuela y se pusiera a trabajar al menos mientras ella lograba colocarse en alguna otra tienda del ramo, cosa más que difícil por su edad.
Martha le reprochó su pesimismo pero terminó reconociendo que el desempleo lo destruye todo. El mejor ejemplo era su primo Ismael. Desde que entró en el recorte de la armadora, siete años atrás, cayó en una depresión profunda. Intentó suicidarse varias veces, la última con un lazo del tendedero. Decepcionada, harta, Karla, su mujer, le pidió el divorcio. Desde la separación Ismael vivía solo en un cuartito prestado, y convertido en sablista borracho.
La historia era como para dejar de ponerles atención a los olores deliciosos que salían de la cocina, al músico que interpretaba sones acompañado por una jarana y a la canasta de panes dulces que nos ofrecía un niño capaz de hacerles versos picantes a las michas, los cocoles y las roscas de manteca.
Una pareja entró en la palapa. Por la actitud de ella se notaba que eran recién casados. Lo dije. Recordé mi primera visita a Veracruz durante la luna de miel de mi tía Margarita y su marido. Mis amigas me hicieron bromas. Las celebré. Clara miró su reloj:
Después del primer brindis de aquel día preguntamos por dónde estaban los niños-buzos-cazadores-de-monedas. Los encontramos, nos maravillaron con sus habilidades y nos hicieron olvidar la corrupción de Pardo, la amenaza de posibles recortes en la tienda, los gastos descontrolados, los temores de Clara y la trágica historia de Ismael.
¿Quién podía pensar en todo eso bajo el cielo intensamente azul, el sol abrasador, las gaviotas, los barcos, la cadencia de una marimba, el habla cantarina de los vendedores de collares? Sugerí que compráramos algunos para llevárselos a nuestras compañeras, que a esas horas –casi las dos de la tarde– estarían disputándose a los clientes que recorren la calle de Motolinía en busca de artículos ortopédicos.
Hasta el anochecer paseamos por el malecón. Para cenar elegimos un restorán decorado con faroles chinos y dos inmensas peceras. Ante nuestra sorpresa apareció la pareja de recién casados que habíamos visto por la mañana en La palapa de Domínguez. Parecían más felices, más confiados el uno en el otro. La escena le recordó a Clara su breve matrimonio con Tomás. Seguían siendo amigos y compañeros de trabajo. Se me ocurrió la posibilidad de que él ocupara el sitio de Pardo, el contador tramposo. Hablamos de él, de la supervisora, del técnico a quien le nace la mano izquierda a la altura del hombro. Celebramos su dominio y su puntualidad. Sin duda la próxima semana estaría entregándome las sillas que le pedí reparar.
Un estruendoso grupo de salseros volvió imposible toda conversación. Huimos a la playa. Mientras paseábamos hablamos de nuestras cosas: los pendientes dejados en la tienda, el riesgo de perder el trabajo, el matrimonio fracasado. Sin darnos cuenta, nuestra vida de siempre se había filtrado en nuestra semana de vacaciones. Pensé que pronto, cuando volviéramos al ajetreo y a la rutina, irrumpirían en nuestras horas de trabajo la música, las voces y los rumores del mar de Veracruz.
Una cosa nos llevó a otra: el chisme de posibles recortes que había estado circulando desde noviembre. El tema inquietó a Clara: sospechó que por ser la mayor de las empleadas podrían suspenderla. En ese tal iba a pedirle a su hermano Sergio que abandonara la escuela y se pusiera a trabajar al menos mientras ella lograba colocarse en alguna otra tienda del ramo, cosa más que difícil por su edad.
Martha le reprochó su pesimismo pero terminó reconociendo que el desempleo lo destruye todo. El mejor ejemplo era su primo Ismael. Desde que entró en el recorte de la armadora, siete años atrás, cayó en una depresión profunda. Intentó suicidarse varias veces, la última con un lazo del tendedero. Decepcionada, harta, Karla, su mujer, le pidió el divorcio. Desde la separación Ismael vivía solo en un cuartito prestado, y convertido en sablista borracho.
La historia era como para dejar de ponerles atención a los olores deliciosos que salían de la cocina, al músico que interpretaba sones acompañado por una jarana y a la canasta de panes dulces que nos ofrecía un niño capaz de hacerles versos picantes a las michas, los cocoles y las roscas de manteca.
Una pareja entró en la palapa. Por la actitud de ella se notaba que eran recién casados. Lo dije. Recordé mi primera visita a Veracruz durante la luna de miel de mi tía Margarita y su marido. Mis amigas me hicieron bromas. Las celebré. Clara miró su reloj:
Ya es la una. Muy buena hora para tomarnos una cervecita.
Después del primer brindis de aquel día preguntamos por dónde estaban los niños-buzos-cazadores-de-monedas. Los encontramos, nos maravillaron con sus habilidades y nos hicieron olvidar la corrupción de Pardo, la amenaza de posibles recortes en la tienda, los gastos descontrolados, los temores de Clara y la trágica historia de Ismael.
¿Quién podía pensar en todo eso bajo el cielo intensamente azul, el sol abrasador, las gaviotas, los barcos, la cadencia de una marimba, el habla cantarina de los vendedores de collares? Sugerí que compráramos algunos para llevárselos a nuestras compañeras, que a esas horas –casi las dos de la tarde– estarían disputándose a los clientes que recorren la calle de Motolinía en busca de artículos ortopédicos.
Hasta el anochecer paseamos por el malecón. Para cenar elegimos un restorán decorado con faroles chinos y dos inmensas peceras. Ante nuestra sorpresa apareció la pareja de recién casados que habíamos visto por la mañana en La palapa de Domínguez. Parecían más felices, más confiados el uno en el otro. La escena le recordó a Clara su breve matrimonio con Tomás. Seguían siendo amigos y compañeros de trabajo. Se me ocurrió la posibilidad de que él ocupara el sitio de Pardo, el contador tramposo. Hablamos de él, de la supervisora, del técnico a quien le nace la mano izquierda a la altura del hombro. Celebramos su dominio y su puntualidad. Sin duda la próxima semana estaría entregándome las sillas que le pedí reparar.
Un estruendoso grupo de salseros volvió imposible toda conversación. Huimos a la playa. Mientras paseábamos hablamos de nuestras cosas: los pendientes dejados en la tienda, el riesgo de perder el trabajo, el matrimonio fracasado. Sin darnos cuenta, nuestra vida de siempre se había filtrado en nuestra semana de vacaciones. Pensé que pronto, cuando volviéramos al ajetreo y a la rutina, irrumpirían en nuestras horas de trabajo la música, las voces y los rumores del mar de Veracruz.
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