De
las acciones guerrilleras clásicas –cuyo epítome fue el asalto al
Cuartel Madera en1965- pasando por las versátiles estrategias
insurgentes del EZLN –que iban de la captura de un ex gobernador en
1994 a la redacción de cuentos para niños- hasta la irrupción a las
instalaciones del 27 Batallón de Infantería en Iguala el pasado 12 de
enero, una cosa se perfila con claridad: las relaciones entre el
ejército y la sociedad están cambiando.
La violencia es
decreciente de parte de los protestantes y su éxito cada vez mayor: el
asalto al Cuartel Madera –y la guerra sucia que le siguió- fue un
proceso más violento que cualquier acción del EZLN y las reacciones del
régimen al respecto (incluyendo la aberrante Operación Arcoíris
y su resultado natural, la matanza de Acteal en 1997 por grupos
paramilitares). En esta misma lógica, el enfrentamiento entre los
padres de los normalistas desaparecidos con los custodios de las
instalaciones del 27 Batallón, fue menos clandestino –de hecho fue
anunciado desde 18 de diciembre- menos violento –saldo 11 soldados y 13
manifestantes heridos (CNNMéxico. Ene. 12, 2015)- y aunque igual
de beligerante, más efectivo: apenas unas horas después del episodio el
Secretario de Gobernación, cedió sin ambages: “a través de mi conducto
se ha informado que en las próximas horas hará formalmente una
invitación a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) para
acudir a recorrer las instalaciones del cuartel de Iguala.” (Excélsior. Ene. 15, 2015).
Es así como, con todo y su atraso doctrinal de al menos un siglo, las
fuerzas armadas en México están siendo orilladas por el sector civil
–gobierno y sociedad organizada, a entrar al siglo XXI. ¿Cómo se
explica que el Presidente y el Secretario de Gobernación tomaran una
decisión histórica –como es la apertura de instalaciones militares- sin
consultarla con el Secretario de la Defensa, General Cienfuegos?
(Aranda, Jesús. La Jornada. Ene. 16, 2015). Lo que estamos presenciando es un viraje fundamental en las relaciones cívico-militares en México.
Diversas fuerzas compiten: el régimen sacrifica autonomía militar
(independencia, autarquía, solipsismo o lo que sea) para distender la
presión social; la sociedad presiona para desmantelar una política
militarista y el ejército –o al menos una facción del mismo- busca a
manotazos y arrebatos hacerse de una cuota y un lugar político que
trasciende el margen histórico asignado: el pacto cívico-militar
histórico (“Los civiles fuera de cuestiones militares y los militares
fuera de cuestiones civiles”) está en franco declive desde hace ya
algunos años. Hoy, estos tres vectores –el político, el social y el
militar- confluyen haciendo del resultado -es decir, del futuro del
país- algo incierto.
Ahora ocurren otras protestas frente a
sedes castrenses, en Acapulco, Cruz Grande y frente al 35 Batallón de
Infantería en Chilpancingo. La sociedad exige apertura no sólo en un
cuartel militar sino en todos. ¿Qué hay en ellos? ¿cuántos de los 30
mil desaparecidos están ahí? El ejército dijo no contar con crematorios
y mintió ¿cómo creerle ahora? El libro de John Gibler Tzompaxtle: La fuga de un guerrillero
(Tusquets, 2014) da buenas razones para transparentar las estructuras
castrenses, es decir, para redefinir las relaciones cívico-militares en
el México del siglo XXI.
Por el bien de todos, militares incluidos.
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