Una de las tantas expresiones de las violencias que inundan a México es la violencia contra mujeres, niñas y adolescentes por motivos de género. Las cifras gubernamentales y de organizaciones civiles muestran que sus diferentes manifestaciones (casos de feminicidio, maltrato físico o psicológico, hostigamiento sexual, etc.) están alcanzando niveles alarmantes en entidades como Guanajuato y el Estado de México, y no dejan de aumentar constantemente en otras zonas del país. A raíz de la pandemia de Covid-19, el problema solo se intensificó.
La respuesta del Estado ha sido insuficiente, negligente y omisa ante tal situación. Tan solo en los casos de homicidio doloso de mujeres de los últimos seis años, únicamente 7 de cada 100 de estos delitos denunciados ante las autoridades han sido esclarecidos; esto, según el informe Impunidad en homicidio doloso y feminicidio 2022 de la organización Impunidad Cero.
En el caso de la violencia sexual —materializada en acoso, hostigamiento, abuso, violación, insesto “y otros delitos” según el Sistema Nacional de Seguridad Pública en México—, el estado de las cosas no es tan distinto. De acuerdo con la organización civil México Evalúa, en 2021, solo el 0.3 por ciento de estas agresiones fueron denunciadas ante Fiscalías.
Lo anterior (que también se traduce en un alto grado de impunidad) se origina en una desconfianza hacia las autoridades causada por factores como su corrupción, la falta de perspectiva de género al atender a las víctimas y la presencia de funcionarios con actitudes patriarcales y misóginas. Pero esta estructura violenta y revictimizante no es exclusiva de las autoridades gubernamentales.
Únicamente entre enero de 2022 y marzo de 2023, Cimacnoticias ha dado seguimiento a diez movilizaciones estudiantiles organizadas por alumnas de diferentes universidades públicas en México. A través de la formación de redes, estas jóvenes aspirantes a profesionistas están evidenciando la corrupción e ineficiencia de las autoridades administrativas y directivas en sus instituciones al atender casos de violencia sexual cometidos contra ellas, contra sus compañeras y también contra docentes y trabajadoras.
En algunas ocasiones, además, las alumnas organizadas están apropiándose de las responsabilidades de dichas autoridades para dar acompañamiento a las víctimas en sus procesos; para fortalecerlas y hacerles saber que no tienen que estar solas si lo que necesitan es un apoyo que ni la universidad ni las Fiscalías están dispuestas a brindarles.
Pese a la defensa de los derechos humanos que esto supone, muchas de estas alumnas —respaldadas por profesoras como Virginia Ilescas Vela, excatedrática de la Universidad del Itsmo (Unitsmo) en Oaxaca— han sido criminalizadas y hostigadas por sus agresores y por las autoridades que, se supone, deberían protegerlas.
Entre las instituciones donde se han suscitado casos como estos, además de la Unitsmo se encuentran la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y, más recientemente, la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).
Las colectivas formadas en estas instituciones sociales están constituidas por profesoras y estudiantas tanto de licenciatura como de nivel medio superior. Esto, y los contextos tan diversos en los que surgen cada una de sus necesidades, generan una gran diversidad en sus formas de accionar y de manifestarse, aunque, en todas ellas, el arte y la iconoclasia son elementos centrales. Y los pasillos del Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Sur (CCH Sur) son un ejemplo de ello.
Suplir a la dirección como se suple al Estado
El CCH Sur es una de las 14 instituciones de nivel medio superior que dependen de la UNAM. Este plantel es, quizás, uno de los más reconocidos entre quienes aspiran a ingresar a las aulas universitarias. Y es que, si bien las y los ceceacheros no se encuentran aún cursando la licenciatura, el hecho de pertenecer a un bachillerato de la UNAM te acerca de múltiples formas al ambiente universitario.
Así se lo hace saber Emilio a Jesús. Los dos son estudiantes del plantel y gastan sus tardes en una de las tantas áreas verdes que conforman al CCH ubicado al sur de la Ciudad de México. Aquí, murales y grafitis con mensajes de denuncia social conviven en las paredes con boletines donde se leen los nombres de presuntos agresores.
Los pasillos son amplios y los edificios están dispersos en un espacio rodeado por piedras volcánicas. Hace no muchos meses, el 17 de octubre de 2022, este espacio fue escenario de una presunta violación perpetrada en contra de una alumna. Los hechos ocurrieron en los baños del edificio P, el cual se encuentra muy al fondo de la explanada principal.
De hecho, pasando esta explanada (en cuyos bloques solían estar los directivos), el CCH Sur se vuelve cada vez más vacío y silencioso. De acuerdo con Aranza (de quien cambiamos el nombre como medida de seguridad), este factor fue uno de los que facilitaron la agresión contra su compañera.
Aranza tiene 17 años y actualmente cursa el último semestre en CCH. Quizás al concluir estudie Ciencias Políticas y luego vaya al Estado de México “a cambiarlo todo”: los feminicidios, la violencia familiar, el acoso… esas mismas condiciones contra las que ya está trabajando dentro de su escuela. Ella, junto con otras más de cincuenta alumnas, forma parte de las Feministas Organizadas Independientes CCH Sur.
Esta colectiva encabezó un paro de labores tras darse a conocer la agresión contra su compañera. En sus pliegos petitorios exigían a las autoridades instalar postes de luz y un mejor sistema de vigilancia, sobre todo en las zonas menos concurridas de la escuela. Las autoridades respondieron medianamente a sus peticiones y colocaron cámaras, luminarias y botones de pánico. Sin embargo —dice Aranza— los botones no funcionan, las cámaras no apuntan a sitios estratégicos, y aún con luminarias, las alumnas no están completamente seguras, pues siguen ocurriendo delitos como asaltos dentro de la escuela.
A cinco meses de lo sucedido, aseveran Aranza y una de sus compañeras, no ha pasado nada. Los baños “del P” permanecen cerrados y el agresor continúa en el anonimato, mientras la alumna agredida ha dejado de acudir a la escuela. Los directivos, por su parte (entre ellos la directora Susana Lira de Garay), abandonaron los edificios que ocupaban hasta ese entonces. Ahora, ni Aranza ni sus compañeras saben desde qué instalaciones se supone que manejan los asuntos relacionados con la escuela.
Entre estos asuntos se encuentra dar acompañamiento a alumnas que quieren iniciar un proceso de denuncia por violencia en razón de género. De acuerdo con un manual publicado en el sitio de CCH Sur, las áreas encargadas de esto son la Unidad de denuncias, la Oficina Jurídica y la Unidad de Apoyo Jurídico. No obstante, Aranza explica que tanto en el caso de octubre de 2022 como en otras ocasiones, dichos departamentos no cumplen con sus funciones.
La misma Aranza ha llevado denuncias ahí. Para ella, el trato ha sido revictimizante en tanto que las autoridades cuestionan las versiones de las alumnas e intentan evidenciar a toda costa que ellas solas se colocan en situaciones de vulnerabilidad. Por otro lado, afirma que el seguimiento que se da a los casos consiste únicamente en brindar atención psicoemocional y en un par de correos y llamadas telefónicas para notificar si tu caso puede concluir o no en una sanción para el agresor. Y cuando es así, las medidas aplicadas son insuficientes.
“Terminan cambiando a los agresores de turno o a las víctimas les dicen “te doy una solución, te cambio de turno y ya”. Jamás dan una alternativa más allá de eso”, declaró otra integrante de las Feministas Organizadas Independientes CCH Sur en entrevista con Cimacnoticias.
Lo anterior ha convertido al CCH Sur, como a muchas otras escuelas, en sitios donde las alumnas salen de la violencia en las calles para convivir con más agresores dentro de las aulas. Pero Aranza y sus compañeras han decidido afrontar dicho problema generando redes de apoyo entre ellas. Estas redes disponen de dos espacios específicos: un “cubo” y una salona.
Aquí reciben cerca de cinco denuncias diarias por parte de compañeras a quienes orientan sobre los pasos a seguir para llevar sus quejas formalmente. También cuentan con un botiquín médico y ropa donada que puedes usar en caso de necesitarlo, así como toallas y tampones para gestionar tus días de sangrado. De igual manera, utilizan el espacio para organizar actividades como tendederos de denuncia y talleres para difundir información sobre educación sexual, violencia de género y feminismo.
Pese al valor que esto tiene para las estudiantes, las autoridades han aplicado una criminalización constante contra quienes forman parte del colectivo. Al respecto, Aranza y su amiga cuentan que profesoras y profesores las han amenazado con bajarles calificación o reprobarlas si las ven participando de la organización estudiantil. Además, denuncian que no es raro ver al personal de la Oficina Jurídica en las inmediaciones de la salona y el “cubo”.
Esto provoca temor entre las alumnas organizadas, pero también las estigmatiza y desacredita frente a una fracción de sus compañeros. Emilio y Jesús, sin embargo, no forman parte de esa fracción. Tampoco Fernando, quien los acompaña sentado en una barda de concreto mientras escuchan música.
Los tres reconocen que la violencia contra sus compañeras es algo normalizado y se percibe en agresiones físicas pero también en comentarios sexualizantes sobre sus cuerpos. También han observado que mecanismos como los tendederos de denuncias o las publicaciones en redes sociales dejan una marca sobre el agresor, quien comienza a ser excluido por la comunidad estudiantil. Jesús y Fernando, por ejemplo, tienen por lo menos tres o cuatro conocidos de quienes se han alejado al saber que eran agresores.
Así, los esfuerzos de Aranza y de sus compañeras van generando cambios tangibles dentro de CCH Sur. Mientras los alumnos comienzan a mirar la dimensión real del problema, las estudiantas se sienten acompañadas por mujeres con una sensibilidad real ante la violencia. Pero, para las autoridades, esta sensibilidad parece simplemente inaccesible.
¿Qué pasa con los protocolos de género en las universidades?
“La sensibilidad no se capacita”. Esta frase está en mi cabeza desde que la escuché en una conferencia de prensa ofrecida por las alumnas organizadas de la UAM el pasado 23 de marzo. Desde el día 9 del mismo mes, uno a uno, los cinco planteles que conforman la institución (Azcapotzalco, Cuajimalpa, Iztapalapa, Lerma y Xochimilco) empezaron a entrar en un paro de labores debido a los casos de violencia contra las alumnas de esta universidad.
Aunque cada unidad tiene sus propias denuncias, el paro generalizado se detonó a partir de un caso en el que las autoridades de la UAM Cuajimalpa decidieron no sancionar a un alumno por haber violado a su compañera en el plantel. La conclusión de la Comisión de Faltas (el órgano encargado de atender la denuncia) se basó en una supuesta falta de pruebas. Antes de esto, la misma Comisión recomendó a la víctima no acudir con la Fiscalía porque sería la universidad quien se haría cargo del asunto.
La situación desató una digna rabia entre las estudiantas, quienes han reaccionado con una organización impecable detrás de la cual hay una estrategia de comunicación clara para transmitir los hechos a los medios locales. Sus exigencias son contundentes: medidas preventivas ante la violencia y organismos realmente eficientes para atender a las víctimas.
En teoría, su universidad ya cuenta con dichos organismos, cada uno con diferente nombre según el plantel. En el caso de Lerma, por ejemplo, es la Coordinación de Bienestar Universitario y Género (CBUG), mientras en Azcapotzalco es la Unidad de Género y Diversidad Sexual (UGEDIS). Pero, independientemente del nombre, y tal como sucede en el CCH Sur, estos órganos internos tienen graves deficiencias evidenciadas no solo en el caso de Cuajimalpa.
En Xochimilco, una alumna de maestría se ha visto obligada a convivir con su presunto violador porque la única solución de las autoridades fue dejarlo tomar clases virtuales. Y, en Iztapalapa, se permitió que el profesor José Ramón N. ingresara como catedrático aún teniendo antecedentes de denuncias por acoso sexual en otras instituciones. Entonces, ¿realmente funcionan los protocolos de atención a la violencia contra las alumnas?
Samantha Zaragoza Luna es doctora en Ciencias Sociales en el Área de Mujer y Relaciones de Género por parte de la UAM. Actualmente se desempeña como profesora e investigadora en la UACM en las áreas de Estudios Sociales Históricos, Estudios de Género y Feminismo en América Latina. El plantel en el que está —San Lorenzo Tezonco— también se encuentra en la Ciudad de México.
En entrevista con Cimacnoticias narró que, en el 2013, entre ella y otras profesoras como Yolanda Pineda implementaron un primer protocolo para atender los casos de violencia de género en su plantel. Todo surgió en un círculo de Estudios de Género, cuando alumnas y alumnos se acercaron a ellas para pedir información sobre cómo denunciar a un estudiante por acoso sexual.
Las profesoras investigaron y se percataron de la falta de lineamientos al respecto, así que tomaron manos en el asunto y se encargaron de diseñar un protocolo de atención a casos de violencia, acoso y hostigamiento sexual. El protocolo (creado junto con colectivos de la comunidad estudiantil) se caracterizaba por:
- Ser un protocolo situado; es decir, solo tenía operación dentro del plantel y no en toda la UACM.
- Porque las rutas de atención a las víctimas se diseñaban según las necesidades de cada caso en particular.
En un ejercicio reflexivo, Samantha Zaragoza afirma a Cimacnoticias que la aplicación de este protocolo fue fructífero en diversos sentidos. En primer lugar, marcó un antecedente en la atención a casos de violencia de género en la UACM. En segundo, llevó a profesores, directivos y administrativos a aprender a escuchar a las víctimas y sus necesidades. Finalmente, logró involucrar a diversas áreas para atender las denuncias del alumnado.
Precisamente, esto último marca una diferencia importante respecto a los protocolos de la UAM y de la UNAM. Contrario a estas dos instituciones, el protocolo implementado por la doctora en Ciencias Sociales y sus colegas no exigía la creación de una oficina exclusiva para recibir y procesar las denuncias.
Con este modelo transversalizado, las y los representantes de cada una de las áreas mencionadas arriba se involucraron en procesos de atención a la violencia. El mensaje que se quería dar con este modelo de atención era, de acuerdo con Zaragoza Luna, que la comunidad universitaria cuenta con la fuerza suficiente para exigir al violentador detener las agresiones.
Justamente, parte del protocolo era citar al agresor y explicarle uno a uno los derechos de la víctima que estaba violentando. A esto seguía una exigencia de no más violencia, y se tenía un monitoreo permanente para la víctima y el agresor. Y, si la víctima lo deseaba, alguien del grupo de acompañamiento iba con ella al Ministerio Público para levantar una denuncia.
“Eso nos ayudó muchísimo porque ellos se daban cuenta de que las estudiantes no estaban solas. Con eso aprendimos que es fundamental hacer efectivo el principio «no estás sola». Hay que llevarlo a su límite, y su límite es que las estudiantes tengan claro que tienen a una comunidad que está dispuesta a acompañarla, pero que también el generador de violencia se dé cuenta de que la compañera no está sola”.
Samantha Zaragoza Luna
Pero el protocolo también tenía una limitación clara en casos muy específicos: aquellos donde los agresores eran profesores. “A ellos no los podíamos sentar en esa mesa”, lamenta la profesora, “porque incurríamos en problemas de carácter laboral”. Y es quizás el mismo problema por el que profesores acosadores, abusadores y hasta violadores continúan impartiendo clases también en la Unitsmo, la UAM y en CCH Sur.
Este obstáculo administrativo va de la mano con las jerarquías y el poder del que disponen los docentes y, vale la pena mencionarlo, también los administrativos y directivos institucionales. De ahí que, incluso cuando hay protocolos que reconocen a los docentes como posibles agresores, para las alumnas es casi imposible obtener un fallo a su favor.
Así lo demuestra el caso de Gabriela Martínez Ciprián, estudiante de Arte y Patrimonio en el plantel San Lorenzo de la UACM. Gabriela es víctima de violencia vicaria por parte del profesor Lenin N., quien, con ayuda del enlace administrativo de la universidad, consiguió una constancia de hechos donde afirmaba que Gabriela estaba agrediéndolo. El documento, sellado y firmado por la universidad, fue usado por el agresor en un juicio familiar para solicitar una multa de 10 mil pesos contra Gabriela.
La joven estudiante (quien no ha visto a su hija desde el 16 de marzo de 2022) se acercó con la Defensoría de los Derechos Universitarios para exponer su caso. No obstante, la Defensoría alegó que no procedía porque hasta el momento la UACM no cuenta con un Concejo de Justicia. Esto significa que, aún con una investigación, no habría quién dictaminara una sanción contra Lenin.
La ausencia de un Concejo de Justicia es un problema latente desde la entrada en vigor del nuevo Protocolo para prevenir y erradicar la discriminación, la violencia contra las mujeres, el acoso y el hostigamiento sexual en la UACM, diseñado por la Comisión de Mediación y por Asuntos Legislativos, quienes fueron asesorados por la abogada feminista Andrea Medina Rosas.
Este segundo protocolo, implementado el 26 de octubre de 2020, centraliza la atención a las alumnas de los cinco planteles de la UACM en una sola oficina. Dicha oficina, además, no tiene representaciones en las universidades sino que está en un edificio administrativo en el centro de la Ciudad de México, una ciudad donde trasladarte al centro desde otro punto puede tomarte, mínimo, una hora (tiempo suficiente para que una víctima desista de su intención de denunciar, afirma la investigadora Samantha Zaragoza).
Además de esto, el lineamiento actual no tiene la misma perspectiva transversal que el protocolo de 2013 ni ofrece atención de acuerdo con las necesidades de cada caso. “Lo que está generando es que se piense que las problemáticas que hay en San Lorenzo se pueden atender de la misma forma a las que hay en Cuautepec o a las que existen en casa libertad o en Iztapalapa y eso no es así”, comenta Samantha Zaragoza al respecto.
Así, aún con lineamientos y oficinas específicas, la UACM (como la UAM y la UNAM) no están atendiendo la violencia contra sus alumnas. Y esta es la misma situación que se vive afuera de los salones de clase. En México se reconocen y sancionan las violencias contra las mujeres en los Códigos Penales federales y locales; sin embargo, al momento de aplicar las leyes, los datos de Impunidad Cero y México Evalúa dejan al descubierto las carencias del sistema de justicia.
“Lo que tiene en jaque no solo a la UACM sino a todas las universidades es que tenemos protocolos, tenemos oficinas de atención a casos de la violencia, tenemos normativa interna, pero como instituciones nos estamos conformando con administrar las violencias. Me refiero a atender las solicitudes en términos numéricos y cuantitativos de cuántos casos atendemos, cuántos se derivan, y no en términos realmente cualitativos que tiene que ver más con un trabajo que tenemos pendientes las universidades: el acompañamiento, no solo ver a las compañeras como un número que tenemos que informar”.
Samantha Zaragoza Luna
La omisión de las autoridades se refleja en cifras. De acuerdo con Samantha Zaragoza, del 8 de marzo al 19 de octubre de 2022, en la UACM San Lorenzo Tezonco se recibieron denuncias de 28 alumnas víctimas de violencia. Y, en un tendedero realizado el 8 de marzo de 2020, 210 alumnas exhibieron los nombres de sus agresores en otra manifestación simbólica.
Desde la perspectiva de la especialista, estas manifestaciones y la organización estudiantil de la que derivaron venían impulsándose fuertemente desde antes de la pandemia de Covid-19. Además de tendederos y reflexiones internas, las alumnas llevaron a cabo un Festival contra las violencias patriarcales y capitalistas y un Festival de las violencias. No obstante, el confinamiento por la pandemia frenó todo.
Las actividades siguieron desarrollándose en línea, aunque con menos fuerza. Y pese a que se tejieron lazos con diversas colectivas feministas y de familiares de desaparecidos, retomar el paso está siendo más complicado de lo esperado. De cualquier forma, las estudiantas están en un proceso reorganizativo para abordar las violencias que les atraviesan en su complejidad. Y en este proceso, el acercamiento con las docentes —afirma Samantha Zaragoza Luna— ha sido esencial tanto como lo fue en la creación de aquel primer protocolo.
El caso de Oaxaca (o por qué apartar la mirada del centro)
La participación de las profesoras de la UACM para generar un protocolo de acción frente a la violencia habla de una sororidad que no conoce de estructuras jerárquicas y relaciones de poder. Esta misma sororidad estuvo presente hace ocho años en la Unitsmo cuando Virginia Ilescas Vela decidió dar su respaldo a una trabajadora y varias alumnas agredidas por profesores y estudiantes.
Virginia Ilescas es doctora en Ciencias Sociales e investigadora en Estudios de Género. A través del monitor se puede apreciar su mirada amable y cálida. Tal vez, ese lenguaje corporal fue el que inspiró la confianza de sus alumnas y también de colegas y trabajadoras de la Unitsmo Campus Ixtepec, una institución perteneciente al Sistema de Universidades Estatales de Oaxaca.
En 2015, la enfermera de la escuela le confesó a Virginia que un profesor estaba agrediéndola y que incluso había ejercido violencia física en su contra. Desde entonces, la doctora y otro profesor se convirtieron en su red de apoyo. Lo mismo ocurrió cuando, un año después, varias estudiantas se acercaron a Ilescas Vela para contarle que tenían problemas con sus docentes varones por comentarios misóginos de su parte.
La red de apoyo para estas alumnas se amplió cuando una profesora de Derecho (Virginia daba clases en Administración Pública) se unió a Ilescas y al otro docente para respaldarlas. Pero la situación se tornó sumamente complicada tanto para ellos como para sus estudiantas.
Todo se desencadenó en 2019, cuando una alumna recibió una amenaza de feminicidio por parte de un estudiante de Derecho. La situación fue llevada a la entonces jefa de carrera, Silvia Bonilla Carreón, quien no tomó ninguna acción al respecto. Más adelante, en febrero de 2020, intentaron hacer un procedimiento administrativo contra Bonilla por su inacción ante esta y otras quejas que involucraban tocamientos contra alumnas por parte de los profesores. También se llevó el asunto con el vicerrector Israel flores Sandoval, pero nada ocurría con los agresores.
Con la red de apoyo sí pasó algo: comenzó una serie de hostigamientos que desembocaron en el despido de Virginia. El acoso laboral que sufrieron ella y sus compañeros se hizo evidente luego de que acudieran, junto con las alumnas, a una manifestación del 8 de marzo de 2020. En ese momento el caso se hizo público, y el exrector del Sistema de Universidades Estatales, Modesto Seara Vázquez, comenzó a aparecer en la prensa local para desmentir a las víctimas.
Algunas de las alumnas, por su parte, llevaron sus casos a la Fiscalía, y junto con los profesores levantaron quejas con la Defensoría de los Derechos Humanos del Pueblo de Oaxaca. El 25 de noviembre de 2021, esta Defensoría emitió una recomendación solicitando la reparación del daño a las víctimas de violencia y la creación de un protocolo para atender casos como esos; también pedía la recontratación de Virginia Ilescas, quien fue despedida en noviembre de 2020.
Virginia recuerda este despido injustificado como el día que el vicerrector fue a patear su puerta y avisarle que la seguridad de la escuela tiene autorizado usar armas en su contra si se acercaba al plantel. Ante el peligro que esto supuso (y al encontrarse en una comunidad tan pequeña, donde prácticamente todo el mundo se conoce entre sí), la investigadora se vio obligada a desplazarse.
Hasta la fecha prefiere no revelar su ubicación. Y es claramente comprensible: si bien las alumnas de CCH Sur, de la UACM y de la UAM no están exentas de estigma y criminalización, la situación siempre es más riesgosa al hablar de los estados en un país con una centralización tan marcada como México. Esta centralización tiene como consecuencia un abandono institucional más profundo hacia la población, pero también un índice de violencia más elevado.
En este sentido, no es casualidad que Oaxaca ya se esté perfilando como la segunda entidad con más feminicidios a nivel nacional en lo que va del 2023 según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP). El primer lugar lo ocupa el Estado de México, donde se encuentra el plantel Lerma de la UAM.
Para la investigadora Virginia Ilescas, este contexto profundamente violento tiene una relación innegable con los hechos de abuso como los que vivieron sus estudiantas. Tal como en los casos descritos arriba, las alumnas y las profesoras intentaron organizarse para frenar la violencia; pero las condiciones en Oaxaca son muy distintas a las de la Ciudad de México, por lo que la colectividad universitaria no ha sido suficiente para frenar la violencia en la Unitsmo.
En este caso, las redes con colectivas feministas y con medios de comunicación han sido esenciales para visibilizar los hechos y darles seguimiento a las denuncias que aún continúan activas. Fuera de ello, la vigilancia de las autoridades universitarias hace que cualquier conato de movilización estudiantil se disuelva. Pero, aún con esto, Ilescas Vela no opta por el silencio porque eso sería beneficiar al sistema de violencia.
De esta forma, aunque la organización estudiantil no sea posible en esta zona de Oaxaca, la revolución no deja de estar concentrada en figuras como las de Virginia Ilescas Vela. Pero, mientras el centro no se diluya, los avances en las entidades seguirán siendo lentos y sumamente costosos para quienes ponen la cuerpa frente a las agresiones.
Ni una más, ni dentro ni fuera de la universidad
“Las universidades se han erigido en este momento como la plataforma para normalizar la violencia contra las mujeres. Porque si ante la sociedad una universidad hace algo positivo, bueno, es un deseo una aspiración, un ejemplo, pero también de lo negativo es un deseo y una aspiración”, dice Virginia Ilescas.
En las aulas trasladadas a estas líneas, el acoso sexual, las violaciones y la impunidad son una raíz que comienza a arraigarse en el ecosistema universitario. Sin embargo, las estudiantas —junto con sus profesoras— dejan claro que no están dispuestas a ceder el paso ante las violencias, no importa si el agresor es un compañero, un profesor o un rector.
Al grito de “ni una más”, el feminismo en México está haciendo de estas resistencias dignas una costumbre frente a la cultura machista y patriarcal. Aunque esto no es una novedad. No olvidemos que, sin las feministas de antes, en el país no podríamos hablar de interrupción legal del embarazo o del derecho al voto conseguido por las mujeres en 1953.
Las mexicanas siempre hemos luchado por defender nuestros derechos y nuestra integridad. Es lamentable, sí, que la lucha deba llevarse también a recintos supuestamente pensados para la reflexión y el conocimiento. Pero es alentador que, en medio de ese panorama violento, sean cada vez más aquellas que levantan la voz. Porque la revolución sigue, es feminista, y las universitarias saben cómo acuerparla.
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