Venezuela o el alarmismo golpista
No es una casualidad inconexa. En las últimas décadas, Colombia y México –notoriamente los principales aliados de Estados Unidos al sur de río Bravo– atraviesan conflictos de fuerte impacto, escenarios bélicos de alta intensidad. Colombia y México están en guerra. Y absolutamente nada de lo que hacen los gobiernos de estos Estados está orientado a frenar la guerra. Ni siquiera el trillado “proceso de paz” colombiano que tiene lugar en La Habana. Allí a lo mucho se discute un plan de desarme (domesticación) de la guerrilla, y una alteración en el balance militar a favor de las fuerzas armadas del Estado. Pero la guerra, esa de los poderes constituidos contra la población, seguirá su curso, a veces silenciosa, a veces ruidosamente.
México, en cuestión de simulacros, no está a la zaga. El gobierno en turno, tras la presión de la comunidad internacional, acaso acepte firmar todos los convenios o acuerdos internacionales que “promueven” el respeto a los derechos humanos, y posiblemente promulgue leyes a granel o invente algún organismo ocioso e incompetente para una presunta protección de las garantías individuales.
Pero la guerra, esa que mata, tortura y desaparece estudiantes e inocentes civiles, esa que transformó la justicia estatal en una impúdica cloaca, esa que desplaza poblaciones y despoja patrimonios y recursos vitales, esa que empoderó a los criminales y criminalizó al ciudadano; esa guerra social, al igual que en Colombia, seguirá su curso. Pero Estados Unidos, el principal socio de esos dos Estados criminales, es el campeón en mirar la paja en el ojo ajeno, y ocultar la incontrolada criminalidad interna, esencialmente estatal. Desde la muerte de Michael Brown en Ferguson, Missouri, el 9 de agosto de 2014, la cifra de afrodescendientes muertos por disparos de agentes blancos va en aumento vertiginoso. Según cifras de la prensa, en los últimos 8 meses han sido asesinados (algunos acribillados en estado de indefensión) 9 ciudadanos negros a manos de la policía. El caso más reciente es el de Freddie Gray, un afroamericano de 25 años que murió a causa de los golpes que le propinaron agentes de la policía local en Baltimore. Hasta ahora no se ha dictado ninguna condena penal contra los policías responsables de estos crímenes. Con la salvedad de algunas suspensiones simbólicas, toda esta trama de violencia racial (violencia estatal) está marcada por el signo de la impunidad.
Pero nadie en la comunidad diplomática, en la arena internacional o en el concierto de Estados reunidos en cumbres, tratados, organizaciones, parece preocuparle significativamente esta estela de criminalidad estatal en esos tres países. Los lamentos por el deterioro de la situación social o la presunta preocupación por eso que llaman el “orden jurídico” o los “derechos humanos” o la “libertad de expresión” o la “democracia”, curiosamente sólo tiene un destinatario: Venezuela.
La Cumbre de las Américas en Panamá fue un escaparate mediático de este cinismo con claros visos de alarmismo golpista. El evento estuvo presidido por la inaudita catalogación de “amenaza inusual” que por decreto unilateral endosó la administración de Barack Obama a Venezuela, supuestamente por la violación de los derechos humanos de la “oposición” política venezolana. A esta moción de agresión subrepticia o lágrima de cocodrilo, se sumaron lacayunamente México y Colombia. En la antesala de la cumbre, el mandatario colombiano Juan Manuel Santos (que penosamente también se apellida Calderón), pidió por el “respeto a los derechos humanos en Venezuela”. Felipe Calderón Hinojosa, el mismo cuyas políticas e ilegitimidad condujeron a un baño de sangre nacional, añadió su rúbrica a la carta conjunta que enviaron cuatro ex mandatarios al presidente Nicolás Maduro, manifestando su preocupación por el deterioro de la situación política, la “falta de libertades” y la urgencia de hacer respetar los derechos humanos en Venezuela. Durante la cumbre, a la que por cierto asistió en persona, Calderón espetó hasta la hipertrofia la consabida consigna del coro lacayuno: “respeto a los derechos humanos en Venezuela”.
En esos días de la cumbre, la prensa se dedicó a hacer circular calumnias con pretensiones de verdad noticiosa acerca de Venezuela. Y allí donde la noticia tenía un ápice de verosimilitud, el ordenamiento de la información generalmente respondía a una tentativa de manipulación u omisión parcial. Llama la atención una, especialmente por las cuestiones que ignora. En Venezuela, sostenía la nota, han muerto cerca de 105 agentes de la policía en los últimos años. No pocos testimonios corroboran la cifra en el reportaje. En las entrevistas, la gente hacía notar su preocupación, y a menudo señalaban al gobierno de Maduro por la situación de violencia dirigida contra agentes del Estado. Pero justamente acá radica lo contradictorio e interesante. La nota se ensaña en acusar a los gobernantes o dirigentes del Estado por la violencia de la que son objeto ciertos agentes del Estado. La cápsula cierra con una entrevista a un alto mando de la policía. Éste acepta que los policías han sido víctima de una ola de violencia criminal. Pero revela algo francamente sugestivo: a saber, que las armas que portan los criminales superan en calibre, tamaño e impacto a las armas que usa la propia fuerza pública, y que gran parte de ese armamento proviene de traficantes que operan en la frontera con Colombia. ¿Quién es el principal socio de Colombia y primer productor de armamento e infraestructura bélica en el mundo? Una pista: ese país donde la fuerza pública, es decir, agentes del Estado, acribillan a la ciudadanía por su aspecto racial, y cuyo presidente, paradójicamente, forma parte de esa comunidad étnica que está bajo ataque criminal.
En Estados Unidos, México y Colombia la violencia criminal a menudo proviene del Estado. Por definición, se trata de crímenes de lesa humanidad, porque se ejercen o bien desde una posición de poder, o bien con la aquiescencia de los poderes establecidos, y contra una población inerme. Pero esos crímenes, que por definición agravian al conjunto de la humanidad, no tienen valor noticioso para la prensa; tampoco importancia política para la comunidad internacional. Es más redituable políticamente condenar las condiciones de vulnerabilidad de los agentes policiales (de Estado) en Venezuela, y esperar que el público se crea el cuento de que la agresión a un elemento estatal es más oprobioso o éticamente censurable o jurídicamente vejatorio que la agresión de un agente del Estado al conjunto de la población.
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