Peña y Rivera durante un encuentro con atletas en Los Pinos. Foto: Benjamin Flores Fabrizio Mejía Madrid |
MÉXICO,
DF (Proceso).- Los que nacieron sin talento alguno pueden elegir entre
dos opciones: trabajar duro o contratar a una agencia de relaciones
públicas. Me acordé de esta máxima de la sociedad del espectáculo ahora
que miro las encuestas que arrojan una caída casi tan espectacular de la
popularidad del gobierno del Presidente. ¿Por qué le debería de
importar –digamos– enfundado en su traje Armani probando si sirven las
mesitas de servicio de su nuevo avión presidencial? Por todo. Al Señor
Presidente se le mira atónito, elegante, demasiado delgado, o alelado en
ciertos actos públicos. No oigamos lo que dice pues corremos el riesgo
de que los habitantes de Boca del Río emprendan una lucha heroica por
ser la entidad 33 de la República. Su propia maquinaria de relaciones
públicas se lo ha tragado. Y es que el Presidente de México es una
celebridad. No es que atendiera al principio de François Mitterrand
–“comunicar es gobernar y gobernar es comunicar”– sino que simplemente
fue borrado por la superficie de un gobierno que es cada vez más
indicial: no existen ya dos Presidentes, el audiovisual y el esencial,
sino ninguno. Su presencia física sólo devalúa su autoridad.
Se
habla de un pasado no muy remoto en que el poder en México obedecía a
una simbología de gestos, formas, plazos. Lo que se inauguró con la
alternancia en el 2000 fue una cultura indicial de los poderosos. A lo
que me refiero es a que la imagen ya no representa a la autoridad –como
en los retratos del Presidente, sea nacional o un gobernador– sino la
banaliza. Para entender la diferencia entre, por ejemplo, Lázaro
Cárdenas –que es, en sí mismo, un ícono–, Miguel Alemán –que es el
símbolo de la corrupción– y el actual Presidente, baste pensar en la
diferencia entre una huella y un rasgo. En términos políticos: entre
credibilidad y encanto.
La celebridad es una de las maneras de la
nueva cultura. Donald Trump, Angelina Jolie, Bono –el cantante de U2,
no César– son formas de la familiaridad sin proximidad física. Pero no
son héroes. Su distinción es que podrían ser cualquiera en una
democratización de lo anti-mítico. No guardan relación con lo que hacen
sino con lo que se les atribuye como sucesión de imágenes,
declaraciones, ubicaciones. Quieren representar un papel cuando la
audiencia pide ver su “verdadero yo”, que tiene que ser necesariamente
la exhibición impúdica de sus inestabilidades, caprichos, ignorancias,
groserías, o de sus trajes. Una autenticidad negociada entre medios,
audiencia y el propio personaje: ser el mismo ante las cámaras y fuera
de ellas. Pero, en el caso del actual Presidente ese acuerdo está roto:
sus casas malhabidas a cambio de contratos lo pusieron en el lugar de
los espectros que las deambulan por las noches.
Este cambio ya no
es, como quería Daniel Cosío Villegas, “una forma personal de
gobernar”. Desde el 2000 se ha desarrollado la idea de que quien
concentra las miradas también concentra los sufragios. La política
despolitizada es pura seducción. Es decir, es un síntoma: democracia sin
pueblo; gobernantes sin formas. El gobernante célebre se corresponde
con el zapping electoral. Para esta nueva cultura, la democracia sería
un muégano de egos sin proyecto común. Su síntoma: el
Presidente-celebridad. Sin ello no podríamos explicar por qué el Partido
Verde tiene electores –el programa electoral devorado por el focus
group– o por qué nos queda la sensación de que la primera presidenta de
un “neo salinismo” puede ser Carmen Salinas. El “pueblo de México” ha
pasado, sucesivamente, de ser una grey, a un salón de clases, al público
de un foro de televisión. El Estado fue, como corresponde, gendarme,
providencial y, ahora, vendedor.
Hace poco un funcionario
reconoció que, en la campaña 2012 del PRI para la Presidencia se
utilizaron técnicas casi hipnóticas para convencer al electorado. Más
allá de que, si estos métodos funcionaran, no hubieran tenido que sacar
la chequera de las tarjetas Monex y comprar millones de sufragios, el
cambio de convencer por seducir, de demostrar por mostrarse, conlleva un
resultado: para obtener un cargo ya no importa la competencia
profesional, sólo la agencia de relaciones públicas.
La
notoriedad es efímera. Si la derecha dice que el gran mito de la
izquierda es el de la educación, la izquierda podría reclamarle a la
derecha su sometimiento a la publicidad. En los gobiernos de la derecha,
desde el 2000, no hay misión histórica sino puro remordimiento
burocrático, atemperado por el abuso del toloache y la cuba libre. En el
del actual Presidente de la República la ausencia de logística
simbólica, el desprecio por las escuelas –donde todavía se asienta lo
que llamábamos “nación”–, deviene en un borramiento incluso de su
presencia radioeléctrica. No es que la Cámara de la Industria de Radio y
Televisión no se lo garantice; es que, a veces, las audiencias dejan de
mirar. Por eso nos da esa impresión: el Presidente no representa, sólo
es contiguo. Sale a cuadro como imagen del equipo anónimo que escribe un
programa de concursos en el que siempre gana el Grupo Higa. Pero no hay
que minimizar a este equipo: ellos son el acontecimiento. No nos hablan
de la “nación”, sino de sí mismos: la política queda hecha cuando es
anunciada, la realidad es la publicidad. El Estado, esa abstracción
épica que eleva a sus habitantes, no importa, no tiene rating.
Tomar lo real por sus síntomas mercadológicos conlleva un riesgo (ahí
está la explicación de la Primera Dama que buscó, antes que explicar,
conmover). Si antes los Presidentes se preocupaban por “su paso a la
Historia” –lo que escribieran los historiadores–, los monumentos, los
nombres de calles y autopistas, ahora se debaten en la museografía del
relámpago. Ya no hay relato unificador, sólo una sucesión de
contigüidades en las que, de pronto, alguien se puede borrar, entre el
antes y el después de lo instantáneo. El Presidente es un producto que
se desvaneció en la producción: el Estado no tiene una política de
imagen. Es la imagen la que tiene una política de Estado.
Pienso
en el Presidente probando –qué se yo– los asientos reclinables de su
nuevo avión. Alguien cercano, en el pasillo, lo mira y piensa en la
caída de los índices de popularidad. Su reacción sería, como en una
serie de la tele que no jala, cambiar de personajes, la historia.
Necesita un focus group. Pienso que los dos, asesora y Presidente, no
saben que la cultura los ha envuelto –milagro, en este caso– con un
simulacro definitorio: la seducción se agota.
Con la desinteresada colaboración de Regis Debray, El Estado seductor, 1997.
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