8/02/2016

Narcoestado y movilización magisterial en México



Por convención, un narcoestado es definido como una territorialidad política donde el narcotráfico es un agente que disputa al Estado el control de las instituciones con cierto éxito. Pero esa es una definición estéril, a todas luces tributaria de ciertas prenociones funcionalistas que ignoran o desnaturalizan el curso de los hechos. Un narcoestado es una construcción histórica, que en algunos países como México, Colombia o Italia llegó a alcanzar un estadio acabado. Su presencia en la historia es transitoria. Es básicamente una forma de Estado cuya característica fundamental es la de habilitar escenarios de excepcionalidad con altos volúmenes de represión, con el propósito de anular procesos de resistencia organizada en beneficio de negocios que por definición concurren fuera de la ley, señaladamente el narcotráfico e industrias criminales adyacentes. En este sentido, el narcoestado está cruzado por dos procesos torales: uno, la configuración de un orden de contrainsurgencia total; y dos, la organización delincuencial de la política y la economía. La reforma educacional está marcada por este par de procesos: represión a gran escala y despojo criminal de derechos laborales y sociales.

Rafael de la Garza acierta cuando observa que la acción represiva del Estado mexicano contra la protesta magisterial no responde solamente a la premura de impulsar la reforma educativa, que como bien se ha señalado tiene escasos o nulos contenidos pedagógicos. El propósito es acabar con un actor político –la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación– que resiste organizadamente a las reformas estructurales. Por eso el Estado mexicano acude a la violencia y represión como un primer recurso para “dirimir” el conflicto sin agotar otras instancias institucionales. El narcoestado facilita la neutralización de la sociedad organizada, criminalizando a la totalidad de la población (el magisterio, para el caso que nos ocupa) con base en ciertas políticas recogidas de la noción de “seguridad nacional”, señaladamente la trillada guerra contra un enemigo que no es enemigo sino un actor neurálgico en las estructuras económico-políticas del país: el narco.
En México, un capo de la droga tiene fuero para delinquir, y cuando llega a ir preso recibe trato preferencial en la cárcel. En cambio, un opositor político es perseguido a sangre y fuego, y cuando es aprehendido recibe un trato barbárico, desde una desaparición forzada hasta una tortura humanamente inenarrable. Ya hubiera querido Julio Cesar Mondragón, uno de los chicos asesinados en la trágica noche de Iguala cuyo rostro fue desollado, gozar de esas “garantías individuales que establece la ley” que tanto preocupa al gobierno en relación con ciertas figuras como Joaquín Guzmán Loera, El Chapo. Y mientras, por un lado, la “justicia” nacional concede el beneficio de “cárcel domiciliaria” a Ernesto Carrillo Fonseca, Don Neto, o a Rafael Caro Quintero, antiguos líderes del cártel de Guadalajara, alegando falta de pruebas o irregularidades administrativas en el proceso de enjuiciamiento, por el otro, persigue a dirigentes estudiantiles como Omar García, ex vocero de los normalistas de Ayotzinapa, fabricando delitos que no tienen ningún asidero probatorio. El narcoestado exonera los delitos de narcotraficantes y fabrica delitos a opositores políticos.
El narcoestado es un modo específico de organización de la violencia en provecho de los intereses dominantes. Estos intereses están estructuralmente acoplados a la criminalidad e ilegalidad. Es la organización de los negocios criminales alrededor del Estado. En el narcoestado las bandas criminales son actores de reparto. La delincuencia organizada, lo que se dice “organizada”, está en la política y la economía. La contrainsurgencia no sigue un tenor selectivo, como en la época de la guerra sucia, sino que alcanza un estadio omnicomprensivo. La criminalización se traduce en exterminio. Los crímenes de lesa humanidad tienen rango de normalidad. Y la gestión de la población se basa en el terror. En 2014, la organización civil italiana Libera y el semanario Zeta divulgaron un reporte cuyas cifras dan cuenta de ese terror cotidiano: “La guerra iniciada por el entonces presidente Felipe Calderón contra el crimen organizado el 8 de diciembre de 2006 provocó, desde esa fecha hasta el último día de su gobierno… ‘la muerte de 53 personas al día, mil 620 al mes, 19 mil 442 al año, lo que nos da un total de 136 mil 100 muertos, de los cuales 116 mil (asesinatos) están relacionados con la guerra contra el narcotráfico y 20 mil homicidios ligados a la delincuencia común’… Por lo menos desde diciembre de 2006, un millón 600 mil personas se han visto obligadas a abandonar sus estados de origen… Durante los primeros catorce meses del sexenio de Peña Nieto… se registraron alrededor de 23 mil 640 muertes relacionadas con la violencia en México. Mil 700 ejecutados cada mes. Guerrero ocupó el primer lugar con 2 mil 457; el segundo sitio fue para el Estado de México (lugar de nacimiento del actual presidente), con 2 mil 367 muertes violentas” (La Jornada Semanal 5-X-2014).
Cabe hacer notar que, en este contexto de terror rampante, la movilización magisterial es uno de esos escasos actores políticos, acaso junto con los zapatistas, que el gobierno no puede reducir a añicos con base en la fórmula rutinaria del narcoestado: la represión y el exterminio. Pero la evidencia sugiere que sí lo intentó. En Iguala, desapareció estudiantes (que se oponían a la reforma educacional) para proteger el negocio criminal de las drogas. En Nochixtlán asesinó a maestros y civiles, también opositores a la reforma, para proteger el negocio criminal de los empresarios de la educación.
Que el narcoestado no pueda sofocar con represión a la movilización magisterial es un indicador de la relevancia de esa lucha. En esa protesta radica la posibilidad de frenar parcialmente el avance del narcoestado. Tienen razón los zapatistas cuando previenen que en el México actual “el capital manda, el gobierno obedece y el pueblo se rebela”. Y más razón tiene esos que señalan que “este movimiento ya no es magisterial, es popular”.

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