La violencia sexual es un arma de guerra desde tiempos inmemoriales.
Hay referencias bíblicas, que continúan en la Guerra Civil de Estados
Unidos, siguen en las dos guerras mundiales del siglo XX hasta otras
regionales, como la de independencia de Bangladesh, en 1971, y los
conflictos étnicos en Bosnia y Ruanda; ninguno de ellos excluyó a la
violación y a la violencia sexual.
Cuando termina la guerra y comienzan las iniciativas de recuperación,
los esfuerzos, como el Plan Marshall, se concentran en reconstruir la
infraestructura y la economía.
Pero es mucho menos lo que se hace para fortalecer a los sistemas de
apoyo a las mujeres, traumatizadas por la guerra, lo que quiere decir
que sufren dos veces: primero, la violencia directa y, segundo, el
sistema de justicia que trivializa su trauma y silencia sus historias,
explicó Bangura.
“Después de la lucha por sobrevivir a las balas, las armas y los
machetes viene la lucha por la atención médica, el cuidado infantil y la
reparación, así como el derecho a participar en los procesos políticos
del país que trata de emerger de las cenizas de la guerra”, añadió.
Las consecuencias de la violencia sexual se sienten en varias
generaciones, se amplifican con el tiempo y generan una reacción en
cadena. El daño queda en los hijos nacidos de la violación, quienes a
menudo se sienten obligados a permanecer en las sombras, indocumentados y
enmudecidos.
“Es como si hubieran nacido culpables, manchados por el crimen de su padre”, observó Bangura.
Las personas conocidas y los lugares familiares se vuelven entornos
antagónicos, pues vecinos y amigos se ponen en contra de las mujeres
violadas y de sus hijos, culpando a las propias víctimas de la violencia
sexual.
Bangura dio una conferencia en la segunda semana de este mes en el
taller “Mujeres y niñas en conflictos: Aprendiendo de la experiencia
vivida para comunicar respuestas políticas”, organizado por ONU Mujeres,
el Centro Internacional para la Justicia Transicional
(CIJT), el Instituto Liu de Asuntos Globales, la Universidad de
Columbia Birtánica y la misión permanente de Canadá en la Organización
de las Naciones Unidas (ONU).
“El rechazo parece propagarse como una enfermedad, pues cualquiera
que se preocupe por las personas marginadas, será también marginado”,
explicó Virginie Ladisch, directora del programa Infancia y Juventud del
CIJT.
Es importante considerar a esos niños y niñas no como la consecuencia
de una violación de derechos humanos, sino como sujetos de derechos
humanos, precisó Bangura.
“No solo tenemos que traer de vuelta a nuestras niñas, tenemos que
traerlas a un ambiente de apoyo y de oportunidades”, apuntó, en alusión a
la etiqueta en inglés utilizada en las redes sociales,
#bringbackourgirls, por el caso de las adolescentes secuestradas el 14
de abril de 2014 por Boko Haram en Nigeria.
Para ello, hay que hacer frente al flagelo de la violencia sexual y
el matrimonio forzado, así como combatir el estigma y la culpabilización
de las víctimas procesando a los responsables, haciendo justicia y
asegurándose de que las mujeres puedan cuidar de sus hijos.
“Solo entonces podremos decir que la guerra se terminó”, subrayó Bangura.
En el año 2000, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó la
resolución 1325, que concentra la atención sobre las diferentes
consecuencias que los conflictos armados tienen en las mujeres, su
exclusión de la prevención de los mismos, el mantenimiento y la
construcción de la paz y los vínculos inextricables entre desigualdad de
género y la paz internacional.
Sin embargo, Nahla Valji, especialista de paz y seguridad de ONU
Mujeres, dijo que tras los atentados del 9 de septiembre de 2001 en
Estados Unidos, las nuevas resoluciones del máximo órgano de seguridad
del foro mundial dedicadas a la lucha contra el terrorismo fueron a
menudo criticadas por no dar voz a las mujeres.
“Si dejamos que ese espacio lo ocupen otros, queda vacío y lo definen
por nosotras de una forma que no necesariamente contempla las
necesidades y las voces de las mujeres”, Arguyó Valji.
Con el fin de llenar el vacío, el taller de la tercera semana de
junio reunió a mujeres que sobrevivieron a un conflicto y sufrieron
violencia sexual para que contaran la difícil realidad no atendida en
que se convirtió su vida cotidiana.
Tras sobrevivir a la violencia postelectoral, que se desató en Kenia
en 2007, Jacqueline Mutere dijo que la ONU tenía muchas respuestas para
el enorme número de mujeres que sufrieron violencia sexual, pero solo
contaron historias cruentas de violaciones para justificar la necesidad
de fondos, sin mencionar a las que tuvieron hijos o las consecuencias a
largo plazo que dejó esa horrible experiencia en sus vidas.
Mutere y muchas otras mujeres se dieron cuenta de que las
organizaciones hablaban por ellas y no las representaban de forma
adecuada. Por eso, fundó Grace Agenda, que ayuda a las sobrevivientes de
la violencia sexual en Kenia.
“Cuando me miran a mí, ven a las miles de mujeres fuertes violadas en
Kenia, quienes quedaron discapacitadas producto de esa violación, cuyos
hijos tienen discapacidades o quienes contrajeron VIH” (virus de
inmunodeficiencia humana), causante del sida (síndrome de
inmunodeficiencia humana).
“Alguien tendrá que pagar por este dolor. ¿Por qué el conflicto de un
país tiene que desarrollarse en mi cuerpo?”, cuestionó Mutere.
María Alejandra Martínez, quien trabaja en la reintegración de
mujeres, niños y niñas en Colombia, dijo que las mujeres afectadas por
la guerra no quieren ser conocidas como “víctimas de violación” o
“esposas forzadas” o hablar de “niños soldados”, quieren que las
reconozcan como personas que hablan y poner fin al silencio.
“Necesitan poder contar su historia en sus propios términos”,
explicó. “Los niños son más que su experiencia durante la guerra. Todos
los niños desmovilizados tienen el poder de cambiar el mundo”, remarcó
Martínez.
Traducido por Verónica Firme
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