Los trágicos sucesos
del pasado domingo en Nochixtlán, Oaxaca, ponen a las instituciones ante
la necesidad de una renovación real y profunda que debiera empezar por
el reconocimiento de la gravedad y la magnitud del hecho y de sus
consecuencias. Conforme pasan las horas se han ido conociendo elementos
que apuntan a un ataque con armas de fuego realizado por la policía en
contra de los manifestantes que se encontraban en el bloqueo carretero
en la localidad: maestros de la sección 22 y simpatizantes de esa y
otras poblaciones.
Hay fotos, videos, balas y casquillos recopilados por los habitantes,
y la explicación de que las fuerzas del orden fueron víctimas de una
emboscadapor individuos armados es difícilmente sostenible por sus propias contradicciones internas y muy poco verosímil para una sociedad que en varias ocasiones ha descubierto tergiversaciones y montajes en las versiones oficiales. En el caso presente ha faltado consistencia entre los posicionamientos de la Comisión Nacional de Seguridad; el comisionado de la Policía Federal, Enrique Galindo Cevallos; el gobernador Gabino Cué, y el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y las vagas referencias a un supuesto
grupo externoa la CNTE o
radicalizadoque habría atacado a balazos a las fuerzas del orden no contribuyen, por su imprecisión, a dar solidez a los dichos del gobierno.
Aunque es de obvia resolución legal, la respuesta del presidente
Enrique Peña Nieto en el sentido de que la Procuraduría General de la
República colaborará con la Fiscalía General del Estado de Oaxaca en la
investigación orientada a deslindar responsabilidades parece
insuficiente, dada la erosión en la credibilidad de las pesquisas
oficiales en ámbitos en los que cabe presumir violaciones severas a los
derechos humanos, como en la cruenta refriega de Nochixtlán.
Se reconozca o no, los sucesos ocurridos en la población
mixteca se traducen en una crisis política, tanto en el gobierno
oaxaqueño, en el que Adelfo Regino Montes renunció ayer al cargo de
secretario de Asuntos Indígenas –estratégico en la entidad–, como en el
federal, en donde el titular de Educación Pública, Aurelio Nuño, quedó
prácticamente deshabilitado a raíz de lo ocurrido en Nochixtlán.
Sería saludable que el poder público no cayera por segunda vez en el
error que cometió tras la agresión policial perpetrada en Iguala contra
estudiantes normalistas: minimizar el hecho y restarle trascendencia. La
crisis actual debe ser asumida y capitalizada para ventilar
abiertamente los contenidos de la reforma educativa, pero también las
graves insuficiencias institucionales en materias como la procuración de
justicia y la propensión de las fuerzas del orden a cometer violaciones
graves y masivas contra los derechos humanos.
Se presenta, en suma, una oportunidad para rectificar. Ojalá se
entienda que para cualquier gobierno la rectificación no es desdoro,
sino dignificación.
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