Editorial La Jornada
Pese a los recelos y
prevenciones que generaba la visita oficial del presidente Andrés Manuel
López Obrador a Estados Unidos, el encuentro con Donald Trump
transcurrió en un clima de cordialidad y respeto. Este ambiente, que
debiera ser norma invariable de convivencia entre jefes de Estado,
resulta insólito tratándose de Trump: es difícil recordar una reunión
con otros gobernantes en el que el magnate se haya conducido en términos
tan diplomáticos y comedidos hacia su homólogo y lejano de los
exabruptos que le son habituales incluso en circunstancias
pretendidamente amistosas.
Por su parte, el presidente López Obrador pronunció un discurso
sustancioso, equilibrado, en el cual no soslayó la defensa de los
migrantes mexicanos y sus descendientes en territorio estadunidense ni
los agravios a México cometidos por el vecino del norte, pero aquilató
el clima de entendimiento que, pese a todo, ha prevalecido en las
relaciones bilaterales en meses recientes y proyectó un vínculo
caracterizado por el entendimiento, la colaboración económica y el
respeto, en contraste con los intercambios regidos por términos
asimétricos e injustos, los tonos ofensivos que Trump ha empleado en
contra de los mexicanos y el irredento injerencismo cometido por sus
antecesores en el cargo.
Para ello, López Obrador evocó, como ejemplos a seguir, coyunturas
históricas en las que la relación bilateral ha alcanzado configuraciones
virtuosas, como cuando coincidieron la Presidencia de Benito Juárez con
la de Abraham Lincoln y los mandatos de Lázaro Cárdenas y Franklin D.
Roosevelt.
Una parte sustancial en la alocución del mandatario mexicano fue el
motivo puntual de su visita: la entrada en vigor del Tratado entre
México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) y las perspectivas auspiciosas
que este pacto abre para la recuperación y la dinámica económica de los
tres países firmantes.
Sin desconocer lo ofensivo y agraviante del discurso antimexicano
enarbolado por Trump desde la campaña que lo llevó a la Casa Blanca,
debe admitirse que la relación entre ambos mandatarios ha avanzado en
términos mucho mejores de lo que múltiples voces auguraban. Entre las
razones para el desencuentro, que hasta ahora no se ha producido, se han
mencionado tanto las diferencias ideológicas entre ambos, el carácter
volátil e imprudente del político republicano y sus desorbitadas
amenazas a México, como mandar tropas para combatir a los cárteles
del narcotráfico, declarar a estos grupos criminales organizaciones
terroristas, cerrar la frontera por uno u otro motivo o imponer
aranceles. Sería ingenuo, ciertamente, asumir que lo visto ayer
representa un cambio permanente de tónica en la conducta de Trump hacia
México o en la relación entre los dos países. Es claro, incluso, que el
clima de respeto puede desvanecerse en el momento en que las necesidades
electorales del magnate le sugieran apelar a los sentimientos
xenofóbicos de sus simpatizantes.
Lo cierto es que entre México y Estados Unidos se desarrolla una de
las estructuras bilaterales más complejas del mundo. Esta relación se
encuentra complicada por una dinámica poblacional, económica y social
muy estrecha, en la que profundos lazos culturales y familiares se
mezclan y contradicen con un largo historial de agravios, así como con
una política injerencista abusiva e inaceptable. En tales
circunstancias, lo más difícil para las autoridades mexicanas es lograr
el equilibrio entre la cordialidad y la soberanía, algo que en esta
ocasión se ha conseguido. Cabe esperar que dure mucho tiempo.
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