Editorial La Jornada
El partido filofranquista español Vox reunió en Madrid a algunos de los máximos líderes de la ultraderecha de ambos lados del Atlántico. Al llamado del dirigente de Vox, Santiago Abascal, acudieron la primera ministra italiana, Giorgia Meloni (en un enlace desde Roma); los ex candidatos presidenciales de Francia y Chile Marine Le Pen y José Antonio Kast, además de representantes de corrientes extremistas como el trumpismo y el sionismo. Pese a este cartel estelar, todos los reflectores se enfocaron en el presidente de Argentina, Javier Milei, quien no desaprovechó la oportunidad para generar un nuevo conflicto diplomático y hacer gala de la aporofobia, la misoginia, el entreguismo y el repudio a los derechos humanos que vertebran su pensamiento, por llamarle de algún modo al batiburrillo de dogmas y odios que lo guían.
El evento fue profuso en denuncias contra la agenda 2030
, el pacto verde
, el “pensamiento woke”
y, en general, lo que los asistentes consideran una conspiración
comunista que avanza imparable socavando los cimientos de la
civilización occidental. En este delirio se mezclan enemigos
inexistentes como el supuesto comunismo
de gobernantes tan
capitalistas como Joe Biden o Pedro Sánchez, con ataques contra los
derechos de las mujeres, la diversidad sexual y el que quizá sea el
mayor caballo de batalla de las derechas en las naciones ricas, la
criminalización de los migrantes indocumentados.
Aunque existen matices entre los políticos y gobernantes que
respondieron al llamado de Vox, confluyen en una patológica carencia de
empatía y una no menos enfermiza disociación de la realidad. Así lo
muestran Milei, Abascal y Meloni cuando acusan a los gobiernos
ligeramente menos escorados a la derecha de promover la inmigración ilegal masiva
.
El hecho es que Washington arresta a millones de migrantes cada año y
deporta a centenares de miles, mientras los integrantes de la Unión
Europea asisten impávidos a la muerte de miles de personas que se lanzan
al Mediterráneo en un desesperado intento de dejar atrás guerras
civiles, hambre, crimen o bombardeos del propio Occidente. Los síntomas
descritos alcanzan un nivel inquietante en Milei, quien se envanece por
el éxito de su programa ultraneoliberal para mejorar indicadores
macroeconómicos sin reparar en que estos logros
se dan a expensas
de un empobrecimiento acelerado de la población, de una caída abrupta
en el conjunto de la actividad económica, un empeoramiento del desempleo
que no se daba desde la crisis de 2000-2003, un endeudamiento que pone
las bases para otra crisis incontrolable y una degradación generalizada
de la calidad de vida.
Abascal, Kast y Milei comparten la apología de las sanguinarias
dictaduras que se ensañaron con España, Chile y Argentina en el siglo XX
y que, en los dos últimos casos, fueron las encargadas de instalar
mediante la fuerza y bajo el entusiasta auspicio de Washington y de
académicos estadunidenses el modelo económico antisocial que hoy venden
como un componente estructural de la democracia. Por su parte, Le Pen y
Meloni reivindican de manera más o menos velada, según las
circunstancias, al nazismo y al fascismo, aunque difieren en que la
primera se distancia del neoliberalismo anglosajón, mientras la segunda
cae en el denominado posfascismo, el cual combina el agresivo
conservadurismo social de los fascismos del siglo XX (con machismo
disfrazado de defensa de la familia
, racismo abierto, xeno, aporo y homofobia) con el neoliberalismo más ortodoxo y plutocrático.
Más allá de exhibir las pulsiones autoritarias y el desinterés por el bienestar de las mayorías que signan a las ultraderechas, el cónclave de Madrid es un recordatorio de que estos grupos se encuentran organizados en redes internacionales que aúnan a políticos y empresarios inescrupulosos, por lo que la resistencia contra estos movimientos filo, neo y posfascistas debe ser igualmente articulada y global.
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