El presidente Andrés
Manuel López Obrador se trasladó ayer con varios de sus colaboradores
al ex hangar presidencial del aeropuerto capitalino para ofrecer su
habitual conferencia matutina, allí, al pie del avión Boeing 787
comprado en el sexenio de Felipe Calderón, estrenado en el de Enrique
Peña Nieto y desechado en el actual. Tanto él como el secretario de
Defensa, general Luis Cresencio Sandoval; el director de Banobras, Jorge
Mendoza Sánchez, y el titular de la Lotería Nacional, Ernesto Prieto
Ortega, dieron información detallada sobre el precio original de la
aeronave, su costo actual, según avalúo, su situación financiera y de
propiedad, así como los desplazamientos que tuvo en el pasado y los
costos de traslado y mantenimiento que se han pagado en el actual. Se
expuso también la inversión en el nuevo hangar presidencial: la cifra
conjunta entre el aparato y su base principal ronda 8 mil millones de
pesos; por añadidura, en el sexenio anterior los gastos ocasionados por
los viajes en ese avión ascendieron a más de 408 millones de pesos.
Si se revisan cifras como el monto que se ha debido destinar de la
hacienda pública para adquirir la aeronave, lo que aún falta por pagar y
lo erogado en su operación y mantenimiento, resultan claros los motivos
por los cuales López Obrador ha exhibido en diversas ocasiones la
información del transporte presidencial –ahora en desuso y a la espera
de comprador–, así como su rotunda negativa a habilitarlo como medio de
transporte para él y sus colaboradores.
En efecto, el despilfarro cometido con la adquisición del avión
presidencial es una muestra palpable y lacerante de la frivolidad con la
que los ocupantes de Los Pinos dilapidaron sumas estratosféricas para
rodearse de lujos innecesarios y hasta vulgares, y también, en
contraparte, de su completa insensibilidad ante las necesidades de más
de la mitad de la población que se encontraba, ya desde entonces, en uno
o en varios indicadores de pobreza.
La vida principesca que se daban los gobernantes del ciclo neoliberal
a costa del erario no siempre era constitutiva de delito o
irregularidad, como no lo fueron la compra del Boeing 787 ni las
excéntricas modificaciones realizadas al avión; en muchos otros casos
hubo infracciones a la ley, como la abusiva utilización de aeronaves
oficiales para viajes recreativos de funcionarios, práctica que era
común y frecuente, pero llegó a documentarse en muy pocas ocasiones y
sólo en una tuvo consecuencias: la salida del cargo de David Korenfeld,
quien debió abandonar la dirección de la Comisión Nacional del Agua
cuando fue descubierto usando un helicóptero de la dependencia que
presidía para irse de vacaciones.
Legales o ilegales, los generalizados excesos de la clase política
derrotada en las urnas en 2018 son expresión de una grave inmoralidad
que mermó en forma significativa la capacidad de las instituciones para
atender a sectores de la población desprovistos de escuelas, hospitales,
servicios, trabajo y vivienda. Sin embargo, las expresiones de
insensibilidad y la frivolidad fueron tan cotidianas y repetidas que
amplias franjas de la opinión pública terminaron por normalizarlas. Por
así decirlo, es un escándalo que muchas personas de buena voluntad sigan
sin escandalizarse ante tales aberraciones. Peor aún, no faltan quienes
encuentran indignantes la negativa del actual gobierno a utilizar el
avión de marras y su empeño por venderlo para resarcir en alguna medida
el cuantioso derroche que significó su adquisición y uso.
En tanto no se aprecie en toda su magnitud el divorcio entre el país y
los círculos presidenciales del pasado reciente –del cual la aeronave
es una prueba inapelable–, la corrupción y el dispendio seguirán
teniendo asideros. Por ello, la exhibición y la información ofrecidas en
la conferencia presidencial de ayer resultaba necesaria y pertinente.
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