"Así comenzó Cantinflas", dice el Moloteco en los "Chicuarotes", el segundo largometraje de Gael García Bernal. El Moloteco es huérfano, trabaja como payaso en los camiones y sueña con ser cómico profesional. Es flaquito, habla poco, la fuerza de su presencia nos llega justo de su personalidad silenciosa y desvanecida. El personaje más entrañable de Chicuarotes,
colocado en ese punto emocional intermedio: la necesidad de la fuga, la
desesperanza, y los vínculos afectivos que aún se conservan, a pesar de
todo. La capacidad de crear vínculos que podría salvarlo. Sin embargo,
se deja arrastrar, el Moloteco, porque el Cagalera es su amigo y pareciera que le enseña a mirar más lejos, a soñar más "grande". A ir más rápido. Pero, sobretodo, es su amigo. Cagalera no ve "futuro" alguno en un oficio que les permite ganar apenas unas monedas. Encuentra en su casa la pistola de un hombre al que llama Baturro y suponemos es pareja de la madre. El Baturro la golpea, ella recibe los golpes. ¿Acaso se podría vivir de otra manera? En algún momento entendemos que el Baturro es -también- su padre y el de sus hermanos.
Cuando la rutina cómica no funciona en el pesero, Cagalera saca la pistola y asaltan a los usuarios.
"Pues, señoras y señores, esperemos que les haya gustado el show, ahí
se chingan un bolillito pa'l susto". Como tesoro de su primer robo a
mano armada, el Cagalera conserva una caja de cerillos que anuncia el
"Circus Show. Como en Las Vegas". Necesita reunir 20,000 pesos para
comprarse una plaza en la Comisión Federal de Electricidad, allí
comienza, le explica un conocido, la vida regalona. Quiere ir tan rápido
como se pueda. Huir del barrio, de la precariedad material, de la
violencia del padre alcohólico. Esa que él mismo reproduce contra su
hermano homosexual. Huir junto a su novia Sugheili. Cuando el dolor aprieta, abre su cajita de cerillos, enciende uno y se concentra en la flama que brota, decrece, se esfuma. Como sus "proyectos" a la espera del "gran golpe". Improvisa el secuestro del pequeño hijo del carnicero quien, por las noches, es enviado por su padre a comprarle alcohol. El Moloteco "participa", dado que no se quita.
Nos internamos en la lógica del absurdo. El Moloteco
es responsable de cuidar al secuestrado. El Cagalera se echa a andar
por el barrio. En realidad, el "cómplice" sólo quiere salir a trabajar
de payaso y dejar al niño lo más cómodo posible. Le hace prometer que no lo va a denunciar, le regala un dulce, lo tranquiliza. Y se va. El Moloteco anhela ser cómico, no dañar a nadie, vivir apoyando apenas los pies en la tierra, para no molestar. La violencia omnipresente, crece. Baturro
(ebrio y cubierto con una túnica de encajitos, como una burla evidente a
la infinita cobardía de sus violencias), le parte la cabeza al
Cagalera. Odia a sus hijos porque "devoran" su vida. La madre
les pide a sus tres hijos que salgan de la casa y regresen al día
siguiente. No es lo mismo soportar la tradición: que la golpee a ella, a
que le rompa la cabeza a su hijo. Ahora sí ya estuvo.
Ella se va
a "encargar" del padre. Y se "encarga" con un inmenso pomo de alcohol
combinado con algo que lo lleva a vomitar sangre. El Baturro pide ayuda, pero su esposa prepara un guiso y le promete desde la cocina el más
lustroso de los funerales. El carnicero contrata a un matón para
encontrar a su hijo y levanta al pueblo para buscarlo. El niño ya
liberado por Sugheili miente, no juró silencio en balde, y señala como
culpables de su secuestro a los habitantes del "cerro". La cacería en el cerro comienza. Sucede a lo lejos mientras el matón pistola en mano intenta violar a Sugheili con "la ayuda" de Cagalera y el Moloteco. Un disparo. El Moloteco cae. Extiende su mano y logra atrapar el brazo del Cagalera. Ni una palabra. Se está muriendo con su rostro pintado de payaso.
Espera que su amigo lo ayude, espera que por lo menos lo acompañe a morirse. La madre del Cagalera frente al cadáver del Baturro
le dice a su hija que no se contenga, que "llore a su padre". El muerto
yace en el piso rodeado de flores. Su esposa le "devuelve" su dignidad,
ya no lo cubre la túnica de encajes, ahora el muertito viste de traje y
corbata. La madre lo besa en los labios. Su marido y el padre de sus hijos, como quiera que sea. Algo así. Deshilvanado y delirante. La madre envenenadora y compungida, llora al muerto. ¿Qué más puede hacer una mujer? La sorpresa del Moloteco porque su amigo lucha por zafarse de su mano. No hay nada que vaya a hacer por él. No hay nada que su amigo vaya a hacer por nadie. El absurdo estalla en el sacrificio de ese personaje víctima de una violencia que él no traía dentro. El más desamparado. El más ingenuo.
La diferencia entre los amigos es abismal: es muy probable que el Moloteco
no hubiera abandonado a su compañero. Pero el Cagalera hace tiempo
soltó amarras. Hace tiempo que "resolvió" sus fragilidades y sus dolores
con esa distancia emocional con los otros y con el mundo. Hace tiempo
que lo congeló por dentro, la violencia que le infligieron. Sugheili se
aleja. Es su última pérdida. La pistola en la banca junto a él. Es probable que ya no le quede demasiado trámite por hacer entre la vida de otra persona y esa pistola
que podría disparar. Es probable que, si la usa, ya no sepa ni quién es
el que dispara. No lo podemos asegurar. O, quizá solo preferimos no
hacerlo. El final queda abierto. Cagalera abre su caja de cerillos, enciende uno. Mira como poco a poco se extingue la flama.
Para
La Silla Rota es importante la participación de sus lectores a través
de comentarios sobre nuestros textos periodísticos, sean de opinión o
informativos. Su participación, fundada, argumentada, con respeto y
tolerancia hacia las ideas de otros, contribuye a enriquecer nuestros
contenidos y a fortalecer el debate en torno a los asuntos de carácter
público. Sin embargo, buscaremos bloquear los comentarios que contengan
insultos y ataques personales, opiniones xenófobas, racistas, homófobas o
discriminatorias. El objetivo es convivir en una discusión que puede
ser fuerte, pero distanciarnos de la toxicidad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario