El jueves pasado, las
autoridades sanitarias reportaron una nueva cifra máxima de casos
confirmados de Covid-19 en un día: 8 mil 438 contagios. Al día
siguiente, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) dio
cuenta de la dimensión económica de la crisis de salud: de acuerdo con
el Indicador Global de la Actividad Económica (IGAE), en mayo la
economía mexicana se contrajo 21.6 por ciento frente al mismo periodo de
2019, la peor contracción observada desde que se lleva este registro.
La caída resulta incluso más alarmante si se considera que ese mes
comenzó la reapertura de varios sectores considerados esenciales, y que
las previsiones de los analistas apuntaban a una mejoría con respecto al
desempeño del producto interno bruto (PIB) en abril, cuando el
retroceso fue de 19.7 por ciento.
Es evidente que el principal factor explicativo para esta catástrofe
económica se encuentra en los efectos de la pandemia causada por el
SARS-CoV-2. En primer lugar, porque la ausencia de cualquier medicamento
o vacuna de eficacia probada en el tratamiento de la enfermedad dejó
como únicas medidas de contención el confinamiento, el distanciamiento
social y el cierre de todas o gran parte de las actividades económicas
no esenciales. Si bien México no recurrió a las extremas políticas
coercitivas implementadas por otros Estados para hacer cumplir las
disposiciones anteriores, el cierre de negocios y la responsable cautela
de los ciudadanos trajeron consigo una inevitable parálisis de la
actividad económica interna.
Tampoco puede soslayarse que en la actualidad, el desempeño de la economía
realse encuentra encadenado a las expectativas, intereses y temores de los tenedores de grandes capitales, agentes financieros muy susceptibles a la incertidumbre: por ejemplo, la noticia de un repunte en los casos de Covid-19 en Estados Unidos bastó para que ayer los inversionistas corrieran a refugiarse en valores seguros y causaran un desplome en Wall Street.
Para colmo, el cierre de fronteras y la caída de más de 90 por ciento
en los viajes internacionales a nivel global resultan particularmente
devastadores para la economía mexicana, ligada desde hace décadas al
turismo, y que hasta el año pasado tenía en esta actividad su segunda
mayor fuente de divisas. Las cifras son elocuentes: en abril, la derrama
dejada por visitantes extranjeros pasó de los mil 895 millones de
dólares de 2019 a apenas 71.8 millones de dólares, un descalabro de 96
por ciento.
Lo cierto es que México no representa una excepción, sino la regla.
En el caso de Estados Unidos, nuestro mayor socio comercial, los
analistas proyectan una caída de 35 por ciento del PIB entre abril y
junio, mientras el consumo se verá lastrado por la imparable pérdida de
empleos. En este ámbito, el Banco Mundial estima que, tras la pandemia,
América Latina habrá perdido 25 millones de puestos laborales, los
cuales se sumarán al mismo número de personas que ya estaban
desempleadas antes de la irrupción del coronavirus.
La extremada gravedad de este contexto debe constituir un llamado de
atención para todos los actores que, dentro de México, apuestan por
exacerbar el malestar social mediante un golpeteo político y mediático
tan irresponsable como ruidoso: está claro que la única actitud sensata
frente al mayúsculo desafío que encara la sociedad mexicana es la
deposición de los intereses personales o de grupo y la búsqueda de
acuerdos en pos del bien común.
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