Por José Antonio Crespo
Las
elecciones democráticas fueron pensadas como un método para resolver la
pugna por el poder de forma civilizada y pacífica. En su ausencia,
dicha disputa suele dirimirse a partir de guerras civiles, golpes de
Estado o revoluciones (como la de 1910). Pero, en virtud de lo que está
en juego (nada menos que el poder político, con todo lo que eso
conlleva), difícilmente los contendientes resisten la tentación de hacer
trampa para forzar su victoria. Por lo cual, difícilmente se celebrará
una elección inmaculada, sin trampas ni irregularidades por parte de los
contendientes. La pregunta que surge en seguida es, ¿puede validarse
una elección cuya calidad ha descendido por la presencia de trampas y
anomalías (sean fallidas o exitosas)? Si la respuesta es no, y entonces
se exigen procesos prístinos para ser legitimados, la consecuencia es
que sólo excepcionalmente se obtendrá una elección válida. Y en esa
medida, crecerá el riesgo de disputar el poder por la violencia. La
mecánica democrática decidió, por tanto, una medida pragmática; se
invalidará una elección sólo cuando su baja calidad (las trampas,
irregularidades e inequidades) sean determinantes en el resultado. En
otras palabras, si no es posible tener elecciones perfectas, al menos sí
lo es –bajo ciertas condiciones– saber con certeza a qué candidato
prefirió la mayoría del electorado. En tal caso, no habrá una calidad
perfecta pero sí suficiente. Es decir, la democracia electoral es el
menos perfecto – el más inmoral y sucio– de los sistemas para dirimir la
pugna por el poder… con excepción de todos los demás.
¿Pero
cómo saber cuándo la calidad electoral es suficiente, pese a no ser
perfecta? Se ha fijado, para ello, un criterio cuantitativo: que las
irregularidades no superen la distancia entre primero y segundo lugar.
Si la igualan o superan, entonces no se puede saber a quién prefirió la
mayoría, y procede la invalidación del ejercicio. Dicho principio
prevalece en las normas electorales de todos los países democráticos. En
esta elección se habla de una baja calidad a partir de, principalmente,
la compra y coacción del voto. Bajo ese criterio cualitativo, todos los
partidos contribuyeron a ensuciar la elección – según el informe de
Alianza Cívica–. Pero se introduce entonces un criterio cuantitativo; el
PRI fue, con mucho, el que más dinero destinó a ello, lo que pondría en
duda la legitimidad del resultado. De acuerdo. Viene entonces el
criterio para validar o no la elección, también cuantitativo: ¿la compra
del voto fue determinante en el resultado? López Obrador dice que sí,
pues asegura poder demostrar que hubo nada menos que cinco millones de
votos comprados, lo cual rebasa claramente la distancia con la que
oficialmente gana Peña Nieto. La ley contempla la anulación a partir de
la demostración de irregularidades –como podría ser la compra del voto–
que sean determinantes en el resultado de al menos 25% de las casillas.
Sin
embargo, al menos desde 1994 se consideró que, dada la dificultad de
erradicar el fenómeno, el principal antídoto sería el secreto al voto,
pues rompe la causalidad de recibir alguna dádiva y votar por el partido
comprador. Quizá por eso mismo el propio López Obrador alentaba recibir
cuanta dádiva fuera ofrecida por cualquier partido, pero votar en
conciencia (pese a la inmoralidad e ilegalidad del acto). Quizá por eso
mismo el candidato de izquierda, poco antes de la elección, restaba
importancia a los operativos: “Estamos arriba tres puntos, hay mucha
gente que nos apoya, por lo que nos va a ir muy bien... la compra de
votos por parte del PRI será insuficiente para que puedan ganar las
elecciones del próximo domingo” (Proceso, 24/Jun/12). ¿Qué pasó
entonces? Que de haber ganado López Obrador, reduciría peso a esa
irregularidad, pero al perder, no había mejor elemento a la mano para
justificar la derrota frente a su feligresía. Desde luego, me parece que
deberán sancionarse severamente los ilícitos relacionados con estos
operativos. El rebase de topes de campaña no se traduce en anulación de
la elección de acuerdo con la ley vigente (que fue consensuada por todos
los partidos), por lo que habría que considerar esa posibilidad a
futuro (como ocurre ya en algunas entidades). Y por supuesto, si el PRD
logra demostrar que hubo cinco millones de votos efectivamente
comprados, la elección tendría que anularse. Y si no, tendrá que
validarse el proceso, si bien su legitimidad podría quedar en buena
medida mermada.
cres5501@hotmail.com | Investigador del CIDE.
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