sábado, junio 21, 2014
Alicia H. Puleo.
TEMAS ¿Existe el
patriarcado o ya ha desaparecido? ¿Es propio únicamente de países
lejanos o de épocas remotas de la Historia? La antropología ha definido
el patriarcado como un sistema de organización social en el que los
puestos clave de poder (político, económico, religioso y militar) se
encuentran, exclusiva o mayoritariamente, en manos de varones.
Ateniéndose a esta caracterización, se ha concluido que todas las
sociedades humanas conocidas, del pasado y del presente, son
patriarcales.
Se trata de una organización histórica de gran antigüedad
que llega hasta nuestros días. En efecto, consideremos uno a uno los
aspectos del poder a los que se refiere esta definición y veremos que
somos incapaces de dar un solo ejemplo que no corresponda a ella. Sobre
la causa de esta universalidad del patriarcado existen variadas
hipótesis.
Ahora bien, es evidente que no todas las sociedades se ajustan a
la definición de patriarcado de la misma manera ni con la misma
intensidad. En otro lugar, he distinguido entre patriarcados de
coerción y patriarcados de consentimiento .
Aunque se trata de un
intento de clasificación y, como tal, es siempre esquemático y
simplificador, puede ayudarnos a pensar las preguntas iniciales. Los
que he llamado “patriarcados de coerción” mantienen unas normas muy
rígidas en cuanto a los papeles de mujeres y hombres. Desobedecerlas
puede acarrear incluso la muerte. Este tipo de patriarcado puede
ilustrarse de manera paradigmática con el orden de los muhaidines en
Afganistán, que recluyó a las mujeres en el ámbito doméstico y castigó
duramente a quien no se limitara estrictamente a los roles de su sexo.
El segundo tipo, en cambio, responde a las formas que el patriarcado
adquiere en las sociedades desarrolladas. Como Michel Foucault señaló
con respecto al dispositivo de sexualidad y al poder en su conjunto,
con la modernidad, la coerción deja su lugar central a la incitación.
Así, no nos encarcelarán ni matarán por no cumplir las exigencias del
rol sexual que nos corresponda. Pero será el propio sujeto quien busque
ansiosamente cumplir el mandato, en este caso a través de las imágenes
de la feminidad normativa contemporánea (juventud obligatoria,
estrictos cánones de belleza, superwoman que no se agota con la doble
jornada laboral, etc.). La asunción como propio del deseo circulante en
los media, tiene un papel fundamental en esta nueva configuración
histórica del sistema de género-sexo.
Como bien nos recuerda Celia Amorós en La gran
diferencia y sus pequeñas consecuencias… para las luchas de las mujeres
(Cátedra, 2005), el patriarcado no es una esencia, sino un sistema
metaestable de dominación ejercido por los individuos que, al mismo
tiempo, son troquelados por él. Todos formamos parte de él y estamos
forjados por él pero eso no nos exime de la responsabilidad de intentar
distanciarnos críticamente de sus estructuras y actuar ética y
políticamente contra sus bases y sus efectos.
Que el patriarcado sea
metaestable significa que sus formas se van adaptando a los distintos
tipos históricos de organización económica y social, preservándose en
mayor o menor medida, sin embargo, su carácter de sistema de ejercicio
del poder y de distribución del reconocimiento entre los pares.
Respecto de esto último, agregaré un sencillo ejemplo: todas las
semanas me sigue asombrando la abrumadora dosis de reconocimiento
intelectual y artístico que adjudican los suplementos literarios de
todos los periódicos a creadores consagrados y noveles frente a la
exigua ración otorgada a las creadoras de cualquier rango. Es evidente
que, del siglo XVIII a nuestra época, no ha cambiado demasiado la
percepción del “genio” como eminentemente viril.
Reflexionando sobre el patriarcado y los obstáculos que pone al
reconocimiento del genio en una mujer, en su libro La política de las
mujeres (Cátedra, 1997), Amelia Valcárcel subraya justamente que el
acceso a la igualdad pasa tanto por la democracia paritaria y el empleo
femenino como por el reconocimiento de la individualidad y del mérito
en las mujeres y que un buen comienzo es la práctica de la solidaridad
entre las mismas mujeres (excepto en el caso de que ésta implicara
apoyo a medidas o ideologías contrarias a la emancipación). En Malas
(Aguilar, 2002), Carmen Alborch ha examinado, a la luz de numerosos
ejemplos, la rivalidad entre mujeres y los obstáculos para la
solidaridad, dificultades relacionadas con la falta de autoconciencia
de pertenecer a un colectivo históricamente discriminado. Descubrir la
trama de la red socio-cultural en la que vivimos y de la que hemos
extraído elementos para la constitución de nuestra propia identidad no
es tarea sencilla.
La desaparición de los elementos coercitivos tanto en el plano de la
ley como en el de las costumbres se debe fundamentalmente a las luchas
del feminismo. Con ello me refiero tanto a su primera manifestación
masiva con el sufragismo que conquistó el derecho al voto, como a la
“segunda ola” de los sesenta-setenta del siglo XX, con su profunda
transformación de las relaciones afectivo-sexuales, y a las
investigaciones académicas, grupos locales y políticas de acción
positiva de ámbito nacional e internacional que existen actualmente.
Muchas son las tareas pendientes y una de ellas, como señala Alicia
Miyares en Democracia feminista (Cátedra, 2003) es reconocer y asumir
que el feminismo es una teoría que ha de vertebrar la práctica política.
La consideración de la violencia contra las mujeres, antaño considerada
parte del orden natural de las cosas, como un grave delito relacionado
con el sexismo es un paso fundamental para terminar con una tradición
que no reconoce la autonomía a la mitad de los seres humanos. Que
muchos de los asesinatos de mujeres sean realizados por hombres que no
aceptan la ruptura de la pareja es significativo. “La maté porque era
mía”, concepción subyacente a estos crímenes, es una de las expresiones
más trágicas del orden patriarcal o sistema estratificado de género.
Por ésta y otras asignaturas pendientes como la gran desigualdad en el
acceso a los recursos y al reconocimiento, no puede decirse como han
hecho algunas pensadoras de la diferencia sexual, que “el patriarcado
ha muerto porque ya no existe en la mente de las mujeres”.
En las últimas décadas, se ha tendido a reemplazar el término
patriarcado por el de sistema de género (o de sexo-género). Esta
sustitución ha sido y es discutida en los ámbitos de pensamiento
feminista con diversas y fundamentadas razones que no puedo aquí
desarrollar por razones de espacio. Para muchas personas, entre las que
me incluyo, el concepto de género como construcción cultural de las
identidades y relaciones de sexo puede ser de utilidad para la
comprensión de la organización jerárquica patriarcal si no se abandona
el talante crítico feminista que pone de relieve la persistente
desigualdad entre los sexos.
La reacción indignada de tantos
articulistas y literatos ante la generalización del uso de este término
me ha reforzado en tal convicción. Un conocido lingüista propuso “sexo”
y “naturaleza” como términos adecuados en lugar de “género”. El 13 de
mayo de 2004, la Real Academia Española llegó a emitir un informe
instando al gobierno a utilizar, en la denominación de la ley integral
en curso de preparación, la expresión “violencia doméstica” en vez de
“violencia de género”. Creo que a esta fuerte resistencia a aceptar un
término que apunta al carácter estructural, cultural, histórico y
sistemático de la organización patriarcal puede aplicarse el concepto
de Pierre Bourdieu de violencia simbólica como mecanismo que dificulta
la lucha cognitiva tendente a alcanzar la autoconciencia y la autonomía
de un grupo oprimido.
En nombre de las normas lingüísticas, se
obstaculiza el uso de instrumentos conceptuales capaces de desafiar la
relación de subordinación. Se priva, así, de significantes y
significados adecuados a quienes intentan transformar las relaciones
sociales. “Género” queda excluido del lenguaje por ser “una mala
traducción del inglés” gender y “patriarcado” en el diccionario de la
Real Academia no alude más que a una “organización social primitiva” en
la que la autoridad recaía en el varón jefe de cada familia, o al
“gobierno o autoridad de un patriarca”. A su vez, “patriarca” es
definido como “persona (sic) que por su edad y sabiduría ejerce
autoridad en una familia o en una colectividad”.
Ni rastros de la
reelaboración feminista y de su fuerte impacto en las ciencias sociales
contemporáneas. ¿Simple casualidad? Quizás debamos pensar que no lo es,
sobre todo cuando todavía el término “feminista” es utilizado como un
insulto contra los que creen que la igualdad entre los sexos es un
legado y una promesa del pensamiento democrático.
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