Ilka Oliva Corado
Adital
Llevo
una hora y media parada frente a la ventana de mi habitación, estoy viendo
nevar. Debí levantarme a primera hora a lavar los platos que dejé anoche en el
sink, también a hervir agua con canela para preparar mi café, debí levantarme a
hacer mi rutina diaria de abdominales; bueno, debí levantarme a escribir este
artículo, pero no, llevo hora y media repesada en la ventana de mi habitación,
viendo nevar mientras pienso: ¿cuántas mujeres en el mundo no amanecieron hoy
por ser víctimas de violencia? No podrán preparar su café, abrazar a sus hijos,
vestirse con esa falda favorita, abordar el autobús para ir a estudiar, cuántas
ya no podrán soñar. ¿Cuántas mujeres en el mundo murieron víctimas de violencia
mientras yo dormía?
Anoche
anunciaba el presentador del noticiero en español, con su voz quedada y ese
rostro de aburrimiento cuando habla de violencia de género, ya común y aceptado
por la sociedad que, una jovencita de 16 años fue abusada sexualmente por
desconocidos en la estación de tren en la avenida tal, del barrio tal, a eso de
las seis de la tarde y fue golpeada brutalmente, se encuentra en la sección de
intensivos del hospital tal. Como si nada, cambia a otra noticia. Y así llevo
años escuchando en los noticieros en este país en español y en inglés, de la
infinidad de niñas, adolescentes y mujeres que son víctimas de violencia. Por
lo general los casos quedan sin resolver, les dan carpetazo cuando se trata de
indocumentadas.
Encasillan
las agresiones en temáticas como las de la violencia doméstica, problema de
faldas, las estereotipan: era pandillera porque su cuerpo está lleno de
tatuajes, era prostituta porque llevaba minifalda y las uñas pintadas de rojo,
engañaba a su pareja lo comentan los vecinos del lugar, era drogadicta, porque
tiene unos pinchazos de agujas en los brazos. Cuestionantes que a la vez avalan
la agresión: ¿pero qué hacía a esas horas y vestida así? ¿Pero qué hacía
caminando sola?
La
palabra feminicidio no existe en el lenguaje policial en este país. Creo que
tampoco a nivel mundial y si ya existen algunos países que tienen leyes y
juzgados que tratan específicamente el tema del feminicidio también es cierto
que a nivel mundial es una palabra estigmatizada como la del socialismo, la
homosexualidad, el lesbianismo y el feminismo. Ser socialista es señal de ser
terrorista. Ser homosexual es señal de ser depravado sexual. Ser lesbiana es
seña de odiar a los hombres. Ser feminista es sinónimo de imitar las mismas
conductas machistas. Por lo tanto ser víctima de violencia de género tiene su
razón de ser: entre tantas deducciones llega la primera: merecido se lo tenía,
por puta, por cascos ligeros, no era una mujer decente.
Yo me
pregunto, ¿quiénes son las mujeres decentes? ¿Quiénes la indecentes? ¿Es válido
agredir a una mujer en base a cómo rige su vida? ¿Su vida sexual? Y si vamos
más allá y vemos la forma en que se utiliza la violencia de género como botín
de guerra, cuando la utilizan para intimidar y silenciar a mujeres que no se
doblegan ante la impunidad de un sistema corrupto, (el caso de las hermanas
Mirabal).
¿En qué
casilla entran las desaparecidas en tiempos de dictadura militar y en tiempos
de paz? Hay mucho para reflexionar en el tema de la violencia de género, desde
los insultos, agresiones físicas y sexuales hasta el macabro feminicidio. Habrá
quién desde una postura de especialidad en el tema con experiencia de
profesional graduado de universidad lo explique mejor que yo, eso no quita que
por no tener el conocimiento teórico no pueda y no deba pronunciarme. Exponerlo
es responsabilidad de todos, sin distinción.
Y aquí
quiero explicar cómo fue que cambió mi mentalidad en cuanto a las clases
sociales y la violencia de género. Lamentablemente -porque así es, se lamenta
una agresión y un feminicidio venga de donde venga- hace unos años cuando
recién saltó a la luz el feminicidio de Cristina Siekavizza fue bien sonado
porque la clase social de la víctima no pertenecía a la del arrabal, entonces
el pueblo decía que por ser ella niña rica sí le prestaban atención a su caso
pero sucedía todo lo contrario con otras mujeres víctimas de feminicidio que no
tenían ni para comprar las tortillas, ni contactos en las altas esferas del
sistema de justicia y de la sociedad.
Se
comenzó a formar un grupo en las redes sociales para exigir justicia por
Cristina, en esa ocasión una amiga me invitó a formar parte y yo le dije que no
porque la víctima era niña rica y que por eso sí le prestaban atención a su
caso. Ella me dijo muy serena: por eso mismo, hay que aprovechar esa luz para
visibilizar la violencia de género, hoy fue Cristina pero seguirán más sino los
denunciamos. De todas formas no acepté. Cerrada de mente no acepté. Supe
también leyendo que una Miss Guatemala en 1968 fue brutalmente asesinada por el
gobierno de turno. Rogelia Cruz Martínez fue el botín de guerra de un gobierno
dictador. Se ensañaron con ella por su ideología política. Ser de izquierda es
cosa de pocos, de los de verdad y son muchos los que han perdido la vida por
ello. Comentando con algunos catedráticos de universidades, les preguntaba de
Rogelia, me dijeron que su caso fue muy sonado porque era una Miss, en el tono
como me lo dijeron se notaba que la pronunciación Miss era para desacreditarla.
Las torturas,
(que incluyen violaciones sexuales) asesinatos y desapariciones de mujeres en
tiempos de dictaduras y guerras no han sucedido solo en Guatemala, eso lo
sabemos de sobra. Así como han sido víctimas nombres conocidos también hay
anónimos. La impunidad no reconoce clases sociales. Tampoco el tráfico de
influencias, la injusticia, el poder de la mediatización, el dinero que todo lo
compra y todo lo destruye. En los casos de violencia contra la mujer no hay
nombre reconocido al que la justicia le haga honor.
El
problema de la violencia de género sigue siendo estigmatizado por la sociedad y
los medios de comunicación, por el propio sistema y la macilenta iglesia. Yo
agradezco las voces que han estado ahí durante décadas gritando, denunciado, y
también a las que se van uniendo desde sus espacios.
Yo me
doy cuenta que cuando escribo de violencia de género (depende el título, porque
cuando escribo la palabra puta, -como carnada- muchos se imaginan que será un
relato candente, que incluye orgasmos y eyaculaciones) mis artículos no son
bien recibidos, no recorren el mundo como cuando escribo de dos mujeres
fornicando o de un romance entre dos personas que tienen ya compromiso por
separado, el morbo es letal en la mente de los lectores. Y debido a ese desinterés
de los lectores yo puedo medirle el pulso al problema de la visibilización de
la violencia de género y es cuando más me lleno de energía y de coraje para no
dejar de escribir al respecto, la denuncia la debemos hacer todos sea o no
comunicador y tenga un espacio público.
Y como
denuncia también me sucede que algunos editores hombres en los espacios
independientes donde comparten mis artículos, se niegan a publicarlos porque
"otra vez, la misma babosada, a seguir con la misma canción de la violencia de
género cuando hay otras cosas más importantes qué denunciar.” No es menos
importante la violencia de género que la generalizada. Van de la mano.
Eduquemos
a nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros compañeros de trabajo, a nuestros
padres, hablemos de la violencia de género cada vez que tengamos oportunidad,
aunque nos acusen de "aburridos, amargados, ardidos, bochincheros.” Hagámoslo,
hombres y mujeres por igual. Seamos parte del cambio. No esperemos a que nos
toque de cerca para despertar.
Sirva
este artículo como reivindicación y disculpa a mi amiga por haberme negado a
formar parte de aquel manifiesto, aprendí la lección, he abierto mi mente, la
violencia de género debe ser denunciada venga de donde venga; no hay clase
social, profesión y oficio, conducta e ideología que justifiquen la violencia
contra la mujer. ¿Y usted, cuándo se une? ¿O es de los que dice: lo tenía
merecido, por puta?
Haga lo
mínimo, por lo menos comparta este artículo y si le nace, coméntelo.
Noviembre 25 de 2014. Estados Unidos.
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