Sofía
Gatica es la cabeza visible de una amplia lucha contra los transgénicos
y contra la transnacional agroquímica. Cuatro años después de relatar a
Pikara Magazine su oposición al uso del glifosato, desgrana su última
batalla: la paralización de una de las mayores construcciones del mundo
del agronegocio. Monsanto se ha ido de la localidad de Malvinas
Argentinas.
-La lucha contra el gigante Monsanto, ¿es una guerra perdida?
-Donde han ido, han dejado desolación y muerte.
Por eso es una batalla que vamos a ganar, nos va a costar, pero se la vamos a ganar.
Una
tarde de finales de 2001, Sofía decidió ir casa por casa hasta “armar
un mapa con los enfermos” más próximos. “Me junté con otras vecinas y
durante tres meses recorrimos el barrio”, recuerda. Resultó que la vida
estaba comunicando en Ituzaingó, un arrabal al sudeste de la ciudad
argentina de Córdoba: “Empecé a ver a mucha gente con mascarilla y con
pañuelos en la cabeza. Yo ya había perdido a mi hija, con una
malformación en el riñón. Lo mismo que Susana, la señora de enfrente. Y
que Verónica, que vivía al lado. Y Marcela también tenía un hijo con
malformaciones”. Desde los primeros compases, estas madres comprendieron que nunca más dejarían atrás su uniforme de lucha, que estaban unidas para bien o para mal con la historia.
Aquel
atlas de las desgracias cercanas, una especie de orografía arrugada con
ira por el paso del tiempo, se transformó en un informe archivado en el
Ministerio de Salud del país suramericano. Entre sus páginas, la
constatación ciudadana de que las fumigaciones con glifosato (el
herbicida más vendido del mundo) provocaban cáncer y leucemia:
“Encontramos 300 casos de cáncer y casi 80 fallecidos, sin contar con
las malformaciones. Registramos ratios muy superiores a los normales”.
No había marcha atrás, apenas futuros posibles que construir. Así que las mujeres, bautizadas en 2003 como ‘las Madres de Ituzaingó’,
se inmiscuyeron en una carrera de obstáculos en la que no se trataba de
ganar o perder sino de aguantar. Lo siguen haciendo 16 años después.
Más de 180 meses después han ocurrido muchas cosas, a veces demasiadas,
como cuando se contabilizan las muertes, otras históricas, como cuando
las crónicas resaltan que una de las transnacionales más poderosas del
sector agroquímico inclinó la rodilla.
Fue hace apenas
unas semanas, el pasado diciembre, cuando las calles de Malvinas
Argentinas, una pequeña localidad de Córdoba, celebraron la salida de
Monsanto. La multinacional salía por la puerta de atrás,
echando el cerrojo al que estaba llamado a convertirse en uno de sus
proyectos más emblemáticos, por tamaño e inversión: “Una de las mayores
plantas de acondicionamiento de semillas de maíz no destinadas al
consumo del mundo”, tal y como reflejaron en el momento del lanzamiento
(junio de 2012, bajo el mandato de Cristina Kirchner) los informes
técnicos de la propia compañía, que preveía destinar unos 1.500 millones
de dólares (más de 1.400 millones de euros) al proyecto, desembolsos en
concepto de investigación y desarrollo aparte.
De los golpes y amenazas
El
relato de lo sucedido está sazonado de ambiciones, bloqueos, ganancias,
cortes, asambleas, presiones y declaraciones, amenazas verbales y
físicas, ilegalidades, alegalidades e incluso leyes redundantemente
ilegales. Avances y retrocesos, los de la empresa frente a un amalgama
de colectivos de toda Córdoba, entre los que destacan la Asamblea de
Vecinos Malvinas Lucha por la Vida, la Asamblea del Bloqueo a Monsanto y
las Madres de Ituzaingó. La vida, dejó escrito Shakespeare, es un
cuento narrado por un idiota, que las llena de sus ruidos y furias. Tres
siglos más tarde, Walter Benjamin matizó que está en todo caso contada
por los vencedores.
“Nos dimos cuenta de que el pueblo es el que manda”
Tal vez por eso, la marcha de Monsanto de Malvinas Argentinas es una “expulsión” o “un cambio de estrategia”, según quién lo explique.
El vecindario y las redes sociales gritaron “la victoria de la lucha
popular”, que Sofía Gatica, al otro lado del teléfono, reconstruye de la
siguiente manera. En cuanto supieron de las intenciones del gigante
agropecuario en el verano de 2012, aprovecharon su experiencia en la
lucha contra los agroquímicos y las fumigaciones para informar a la
población, mediante folletos, charlas y asambleas, desde donde salió la
propuesta de un referéndum. SÍ o NO a Monsanto, ésa era la cuestión a la
que se opuso el Gobierno, tanto en el ámbito municipal, como provincial
y nacional.
Un
año más tarde, activistas y personas concienciadas organizaron un
festival (Primavera sin Monsanto, que continúa celebrándose) en la misma
entrada a las instalaciones que ya comenzaban a asomarse. Recibieron el
apoyo de parte de la comunidad científica (entre ellos, el médico
fallecido Andrés Carrasco) y académica (las universidades de Córdoba,
Católica y Río Cuarto rechazaron la instalación de la planta), la
artística (músicos como Manu Chao y René Pérez, de Calle 13) e incluso activistas internacionales como el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel o la india Vandana Shiva, se han sumado en algún momento a la causa.
Antes, durante y después, recuerda Gatica, un bloqueo de más de tres años, hasta la expulsión de Monsanto. “Ha
sido muy difícil porque eran 37 hectáreas y, aunque cerrábamos
sucesivas entradas con diez personas en cada puesto, ellos trataban de
entrar por cualquier sitio”. Los problemas con los trabajadores
de la empresa no tardaron en aparecer: “Al principio impedíamos
únicamente la entrada a los camiones, por ejemplo metiéndonos bajo las
ruedas, hasta que descubrimos que introducían herramientas incluso
escondidas en sus maletines, cuando venían vestidos de traje”, añade
esta líder argentina, que en 2012 recibió el Premio Goldman, conocido
como el Nobel del Medio Ambiente.
Al
mes de bloqueo llegó el primer desalojo, “cuando más de 300 policías
nos sacaron a la fuerza a un centenar de personas”. Dos compañeras
terminaron presas y Sofía, hospitalizada con un traumatismo craneoencefálico. “Pero nos dimos cuenta de que el pueblo es el que manda”,
añade Gatica nada más terminar de extenderse con su parte médico: “Pedí
el alta voluntaria y regresé con mis compañeros para quedarme. Poco a
poco se sumó mucha gente y se empezaron a construir casas. Jamás
pudieron ingresar como hubieran querido, pero soportamos casi cuatro
años de frío, sin luz, sin agua, de hambre. Mujeres y hombres de todas
las edades, con mucha gente joven”.
Las consecuencias personales tampoco las olvida esta luchadora, que ya habló con Pikara Magazine hace unos años, cuando pasaba por Madrid rumbo a Bruselas, para pedir que la Unión Europea no importara soja transgénica: “Pronto
llegaron las amenazas. Me esperaban a la salida del trabajo, me
perseguían y me golpeaban. Me amenazaron de muerte junto a mis hijos. Me
han llamado de todo: ‘gringa sucia’, ‘zurda’…”. Las presiones,
denuncia, se reforzaban con “los palos de la policía”, con “los grupos
de choque de la empresa” y con “órdenes de represión” contra los
vecinos. “Hubo una vez que los camiones lograron entrar y entonces
decidimos impedir también la salida, salvo que se llevaran todo el
material. Los obreros nos acusaron de haberles secuestrado”, añade
Gatica entre su dilatada retahíla de reconstrucción de los hechos,
presentados sin tapujos como “una guerra, en la que Monsanto contrataba
matones y nosotros, para sobrevivir, tuvimos que armarnos: maderas con
clavos, zanjas gigantes en la tierra, pinchazos a las ruedas de los
camiones…”.
A los extremistas violentos
La
épica resistencia que relata con voz firme y convencida Sofía Gatica
contrasta con la violencia que describe Monsanto. “Lamentamos y
repudiamos el accionar violento de un grupo de extremistas que desoyen
lo dispuestos por la Fiscalía. Esta mañana, activistas encapuchados y
armados con palos intimidaron al personal que intentó ingresar en la
planta para realizar tareas habituales y los amenazaron
inescrupulosamente con ir a buscarlos a sus casas”, reza un comunicado de la compañía.
Y
es que, allí donde (en los transgénicos) hay quien ve enfermedades y
muerte, otros contemplan “oportunidades de progreso y crecimiento para
la comunidad y la provincia, sin riesgo ninguno”, afirma la empresa, que
vaticinó 400 puestos de trabajo directos. En otra de sus notificaciones,
identifica a Sofía Gatica (y a otras personas) como responsable de
“agresiones verbales y físicas” que ponen en riesgo la integridad física
y vulneran el derecho de expresión”, en referencia a una charla que empleados de Monsanto impartían en la Universidad Nacional del Litoral. Acciones que fueron calificadas de “vandalismo” y posteriormente denunciadas ante las Fiscalía.
1.140 días de bloqueo
(el número exacto lo tiene clavado en la memoria Gatica), hasta el 1 de
noviembre de 2016, en los que la estrategia de Monsanto ha sido la de
denunciar las “violaciones al derecho a trabajar” de sus empleados,
recordando en sucesivos avisos
que cumplían “con todos los requerimientos legales para la construcción
de la planta”, citando, entre otras, diferentes ordenanzas, al Concejo
Deliberante de Malvinas Argentinas, al Tribunal Superior de Justicia de
Córdoba, el Estudio de Impacto Ambiental (elaborado por ellos mismos) y
autoridades gubernamentales varias. Su defensa de que “no hay evidencia científica de que el glifosato sea cancerígeno”
es radicalmente diferente al que presentan instituciones como la
Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC, en
sus siglas en inglés) que, perteneciente la Organización Mundial de la
Salud (OMS) de Naciones Unidas, lo consideró en 2015 como “probablemente cancerígeno para los humanos”.
Las conclusiones siguen abiertas y recientemente la OMS, en este caso
en una publicación conjunta con la FAO (Organización de Naciones Unidas
para la Alimentación), concluyó que era “improbable” que el glifosato presente riesgos carcinogénicos.
Sentencias firmes
Los
entresijos jurídicos, que acompañaron a la lucha activista, dieron un
primer vuelco radical en enero de 2014, cuando la Sala II dela Cámara de
Trabajo detuvo la construcción, declarando inconstitucionales los
permisos emitidos tanto por la Municipalidad como por la Provincia. Un
mes más tarde, la Secretaría de Ambiente provincial también rechazó el
estudio de impacto ambiental presentado por la compañía.
Paradójicamente
(o no), la empresa guarda un celoso silencio de estos reveses. Tampoco
ha querido manifestarse antes las repetidas apelaciones en las que Pikara Magazine
le ha brindado su micrófono. Ha preferido mantenerse al margen también
de su salida de Malvinas Argentinas, de la que no existe postura oficial
alguna por parte de la compañía, si bien una “alta fuente” de la multinacional admitió a un portal argentino de actualidad y análisis económico
que “no se pudo avanzar con la planta y esto también influyó. Pero lo
más trascendente fue que el negocio cambió y dejó de ser conveniente
para Monsanto”.
Los cambios que anónimamente denuncia Monsanto se
refieren a modificaciones legales introducidas por las nuevas políticas
agropecuarias, que han disminuido la expansión máxima de la superficie
del maíz: “La pauta de procesamiento de la planta estaba en el orden de
3,5 millones de hectáreas pero, en los últimos años, apenas se pasó de
los 2,5 millones. Una inversión así no tiene sentido desde el punto de
vista del negocio”.
“Jamás van a admitir que el pueblo los venció.
No se fueron por la Justicia”, subraya Gatica, convencida de que fue
Cristina Kirchner, la anterior presidenta del país, quien “negoció con
la salud del pueblo. Seguramente bajo su mandato no hubiera sido posible
nuestra victoria, si bien es cierto el actual Gobierno [de Mauricio
Macri] también responde a las corporaciones y no a la gente”.
Una victoria, pero ¿de quién?
Malvinas Argentinas aún está resacosa de celebraciones. Forzosa o voluntariamente, Monsanto
se ha ido de la localidad, pero no del país. Falta por escribir qué
sucederá a partir de ahora, cuando el municipio adquiera la verdadera
dimensión de lo logrado. La transnacional no solamente sigue
operando en Argentina, sino que los insumos destinados al fracasado
proyecto han sido trasladados a la próxima localidad de Rojas, unos 500
kilómetros al oeste y próxima a Buenos Aires.
Los reveses sufridos
por Monsanto en Malvinas Argentinas y el hecho de que siga sin poder
modificar la Ley de Semillas (por la que pretenden garantizarse
ganancias por los derechos de uso de casi toda la soja, el maíz y el
algodón que siembran en el país americana) les sepa seguramente mejor
con el balance comercial cosechado en 2016, que la sitúan como
dominadora absoluta en el negocio del maíz y en la venta de glifosato.
Según los datos de la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (CASAFE), sus ingresos en este sentido aumentaron con respecto al ejercicio anterior.
Además de las instalaciones de Rojas, Monsanto mantiene otras 36 plantas en el país.
La transnacional “desarrolla los planes a largo plazo, por lo que mover
su inversión a otro lado tiene su lógica. Seguirá proveyendo a semillas
al área de Córdoba. Que no tenga una planta levantada no significa que
dejará de tener presencia”, según analizaron expertos en la materia a
un medio uruguayo.
“Hemos
ganado una pequeña batalla porque Monsanto está aislado en distintas
partes del país. Vamos a seguir ahí, dándoles batalla y resistiendo”
“Es
una batalla que vamos a ganar, nos va a costar, pero se la vamos a
ganar”, vaticinó Sofía Gatica en octubre de 2012, al poco de saberse las
intenciones de Monsanto en Malvinas Argentinas. Muchas “sangres”
después (“América se ha escrito con sangre y seguirá escribiéndose con
sangre. Vamos a luchar dejando nuestras vidas”, respondía la
protagonista en una entrevista posterior, publicada por el autor en formato e-book),
Sofía Gática, parte de esa Argentina que desterró a Monsanto, lo tiene
claro: “Hemos ganado una pequeña batalla porque Monsanto está aislado en
distintas partes del país. Vamos a seguir ahí, dándoles batalla y
resistiendo”.
La dueña de las semillas
Monsanto
ya no es sólo una empresa. Atrás quedaron sus inicios, allá por el
arranque del siglo XX, en los que producía sacarina para Coca-Cola.
Ahora es una transnacional con pies, dedos, garras, manos y tentáculos
en casi cada esquina del globo, aunque sus principales mercados son
Estados Unidos, Brasil, Argentina y Canadá. La producción de semillas
transgénicas y el herbicida glisofato comercializado bajo la marca
Roundup son dos de sus principales negocios, que la convierten
prácticamente en dueña de la agricultura mundial.
Sobre todo tras su reciente fusión con Bayern,
otra de las agroquímicas más grandes del mundo. “Con la transacción se
fusionan dos negocios diferentes pero altamente complementarios. El
negocio conjunto sacará partido del liderazgo de Monsanto en el ámbito
de semillas y (…) por una parte, y del amplio abanico de productos de
protección de cultivos de Bayern (…) por la otra”, decía la compañía.
La
sospecha siempre está detrás de cualquier acción de Monsanto, tanto por
los temores hacia los organismos modificados genéticamente (OMG), como
por las investigaciones que han sufrido varios de sus productos (la
controversia sobre el glisofato es muy alta y ha sido prohibido su uso
en varios territorios), las condenas por soborno en Indonesia, la venta
de productos tóxicos o por el oligopolio que ejerce sobre la
alimentación.
Y las resistencias también se multiplican. El pasado mes de octubre La Haya acogió en el Tribunal Internacional Monsanto,
una “iniciativa de la sociedad civil para que Monsanto se
responsabilice por violaciones a derechos humanos, crímenes contra la
humanidad y ecocidio”, a la que la transnacional respondió. La sentencia estará en abril de 2017.
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