La separación de los distintos campos de acción de las Iglesias y el Estado, se concretó definitivamente con la constitucionalización de las Leyes de Reforma, las cuales establecieron un nuevo orden social.
lasillarota.com
Cada
quien tiene su santo en la Iglesia y su candidato en la urna. Esta
frase refleja el principio histórico de separación de las Iglesias y el
Estado, a partir del cual se justifica la actuación limitada en
política y elecciones de aquellas personas que tienen encomendadas
funciones de naturaleza religiosa. La influencia que puede ejercer la
opinión o resolución de un guía espiritual, un rabino, un padre, o
cualquier cabeza de una religión; sobre una decisión política adoptada
por una comunidad o una persona, como nos lo ha enseñado la historia,
puede ir tan lejos como la que el cardenal Richelieu ejercía sobre el
monarca francés, Luis XIII, o la que ejerció el Papa Alejandro VI,
después del descubrimiento de América para resolver los conflictos
territoriales entre España y Portugal.
Si bien se trata de casos
ya muy lejanos, nos demuestran no sólo el reconocimiento y autoridad
moral que tienen estas figuras y la confianza que generan sus
decisiones entre sus propios feligreses, sino la trascendencia e
importancia que sus opiniones tuvieron y podrían tener, en un contexto
político determinado.
A lo largo de nuestra historia como país,
la política estatal en relación con las Iglesias ha oscilado entre
clerical y anticlerical por lo que se refiere al papel de las
congregaciones religiosas en la educación y en la política,
principalmente con el objeto de evitar la influencia del clérigo
católico y poder así asegurar la independencia nacional.
La
separación de los distintos campos de acción de las Iglesias y el
Estado, se concretó definitivamente con la constitucionalización de las
Leyes de Reforma, las cuales establecieron un nuevo orden social.
Dentro de ese nuevo orden social, el margen de actuación de los
ministros de culto religioso se limitó de manera que ciertas acciones
fueron prohibidas; tal es el caso, actualmente, de la prohibición
penal para que ministros de culto religioso induzcan al electorado a
emitir o no emitir su voto en determinado sentido por un candidato,
partido político o coalición.
El sustento constitucional del
delito en comento tiene una doble naturaleza, pues por un lado se basa
en los principios que rigen la relación entre las Iglesias y el Estado,
y por el otro, en los principios rectores de nuestro sistema electoral
tal y como fue mencionado por los Ministros de la Corte en la discusión
de las acciones de inconstitucionalidad interpuestas a raíz de la
reforma electoral. Por lo que hace al primer aspecto, los artículos 24
y 130 constitucionales prohíben aprovechar actos públicos en los que
se exprese una determinada religión con fines políticos, de
proselitismo o de propaganda política y buscan evitar que un ministro
realice difusión política.
En cuanto a los principios rectores
de nuestro sistema electoral, los artículos 39, 40, 41 y 130
constitucionales buscan garantizar que los procesos electorales
conforme a los cuales se nombran las autoridades, se desarrollen en un
marco de certeza, imparcialidad, objetividad e independencia,
respetando el derecho a votar y los principios del voto.
Además
de las razones históricas y del sustento constitucional bajo el cual se
funda la restricción en materia política de los ministros de culto, es
importante tener en cuenta el rol que juega la religión en la vida de
una persona. La religión denota “una relación personal y sobrenatural
entre el hombre y uno o varios seres supremos”[1]
en la que para alcanzar la verdad sobre el origen del Universo y la
existencia humana, además de la razón, es fundamental la fe.
La
manifestación en una sociedad de un acto religioso es fruto de un acto
de confianza absoluto en ese ser supremo que no se ve, y con el cual,
la única cercanía física y visual que existe es la que se da a través
de la persona que funge como su representante, es decir, un guía
espiritual.
El argumento para sostener la prohibición a los
ministros de culto para inducir el voto, desde el punto de vista
sociológico, se basa en que las creencias religiosas así como la
pertenencia a una determinada comunidad o grupo creyente, se manifiesta
a través de distintos actos como lo son ceremonias, peregrinaciones y
ritos; en los cuales por lo general, existe una persona que dirige la
expresión colectiva y que en muchos casos aconseja a sus seguidores
sobre la manera de dirigir su actuar en la vida cotidiana.
De
manera que, quien funja como guía espiritual, puede tener una
influencia considerable en el proceso de interiorización de las
creencias religiosas en la conducta de sus seguidores.
Dentro
de esas conductas se podría considerar el acudir a la urna y votar, es
así que, cuando un ministro de culto orienta el sentido del voto,
infringe la equidad y violenta la libertad de sufragio, principios que
rigen nuestro sistema electoral y que están previstos a nivel
constitucional.
Conforme al principio de equidad debe existir
una igualdad de condiciones entre los contendientes evitando que alguno
de ellos obtenga una ventaja injustificada e ilegítima. Por lo que hace
al principio de libertad de sufragio, este exige impedir la influencia
de factores externos en el ciudadano al emitir su voto, tal y como lo
ha determinado el Tribunal Electoral[2]
―órgano que también ha reiterado que el valor jurídico más trascendente
en la jornada electoral es el voto universal, libre, secreto, directo,
personal e intransferible, cuyo objeto es acreditar la celebración de
una elección libre y auténtica―.
Es por todo lo anterior, que el
legislador consideró que se tenía que restringir y sancionar penalmente
―como medida de última ratio del Estado― la presión o inducción de un
ministro de culto al electorado. La violación a esta prohibición puede
ser lo suficientemente grave y determinante como para modificar los
resultados electorales en una contienda y como consecuencia, causar la
nulidad de una elección.
Si bien se trata de una norma que tiene
un antecedente histórico importante, no deja de perder actualidad en
una sociedad en la que aún se presentan casos de intervención ilegítima
en el proceso de elección de las autoridades. En otras épocas se decía:
“de la placita a la iglesia, de la sacristía a la cantina”[3] y se iba de la sacristía a la urna.
Ha
sido a través de la regulación y de los criterios que ha sustentado el
Poder Judicial, que la intervención de las Iglesias en la urna se ha
restringido.
[1] Derechos político-electorales de los ministros de culto, Centro de Capacitación Judicial Electoral.
[2] SDF-JRC-71/2013.
[3] Carlos Fuentes, “La Frontera de Cristal”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario