El Desconcierto
Fraser afirma que la teoría feminista tiende a seguir el espíritu de los tiempos: en los setenta era marxista, en los ochenta era lacaniana, en los noventa era cultural, hoy es neoliberal, habiendo “perdido incluso, sus vínculos históricos con el marxismo, y con la teoría social y la economía política más en general”. |
Hace ya varios años, Nancy Fraser en su libro Iustitia interrupta
(1997) llamaba la atención sobre la “condición postsocialista”.
Condición que tendría como escenario la caída del Muro de Berlín y como
efecto la pérdida de credibilidad de un proyecto emancipatorio de
amplios alcances. La crisis y caída de la izquierda para Fraser sería,
en parte, resultado de la eficacia con que la propia izquierda cuestionó
el marco universalista, masculino y europeo que la sostenía. De la
eficacia de aquella crítica se habrían bifurcado dos tipos de políticas:
unas orientadas a la redistribución y otras orientadas al
reconocimiento. Rota la fantasía ideológica que daba unidad y
coherencia a la izquierda no quedaba más que atrincherarse, ya sea en
políticas de clase, ya sea en políticas de identidad; políticas sociales
o políticas culturales. Realizadas estas distinciones, Fraser advertía
que estas alternativas siempre se presentaron como mutuamente
excluyentes: debemos elegir entre la igualdad social o el
multiculturalismo, entre la redistribución o el reconocimiento.
Este mismo argumento es repetido, aunque con más ímpetu, en uno de sus últimos libros, Fortunes of feminism (2013). Prontamente traducido al castellano como Las fortunas del feminismo
(2015), este nuevo libro de Fraser insiste en el diagnóstico que deja a
la izquierda desmovilizada en un dilema que no hace sino dividir, de
modo tajante, aguas entre lo económico y lo cultural. Antigua escena
para el marxismo, antigua escena para la izquierda. Fraser explica que
su intención teórica y política es abandonar, sin embargo, dicha
distinción y avanzar hacia un “modelo bidimensional de justicia” que
deje atrás aquellos dualismos procurando “abarcar las tradicionales
preocupaciones de la justicia distributiva, en especial la pobreza, la
explotación, la desigualdad y las diferencias entre clases. Debe al
mismo tiempo abarcar también preocupaciones de reconocimiento, en
especial la falta de respeto, el imperialismo cultural y la jerarquía
del estatus”.
Si bien, Fraser insta a salir del dilema -en
tanto que representaría una “falsa antítesis” puesto que muchas veces
una injusta distribución de derechos sociales implica también falta de
reconocimiento- no hace sino volverlo posible describiendo y, a la vez
prescribiendo, un escenario de divisiones, y elecciones excluyentes.
Dicho de otro modo, la crisis y desmovilización de la izquierda no
radicaría tanto en tener que tomar posición en uno u otro lado de la
distinción, sino la distinción misma. ¿No es acaso esta distinción la
que ha hecho de los gobiernos socialdemócratas -siempre preocupados por
los problemas “reales” de la gente- gobiernos de expertos de lo social
transformando la cultura en un mero espectáculo?
Estando de
acuerdo con la concepción compleja de justicia que Fraser propone, hay
algo más que molesta de su descripción. Tal vez esta molestia radique en
el hecho que para poner en marcha este escenario de órdenes duales y
desmovilización de la izquierda deba echar mano de las políticas del
feminismo. A pesar que la suya sea la historia del feminismo
norteamericano, Fraser afirma que la teoría feminista tiende a seguir el
espíritu de los tiempos: en los setenta era marxista, en los ochenta
era lacaniana, en los noventa era cultural, hoy es neoliberal, habiendo
“perdido incluso, sus vínculos históricos con el marxismo, y con la
teoría social y la economía política más en general”. Entonces, si
bien Fraser insiste en desplazar el binarismo excluyente que ha descrito
a las políticas de izquierda escindida entre clase o cultura, deja
recaer en la segunda el mal del neoliberalismo. Inadvertidamente, tiende
a valorar la esfera de lo económico por sobre la esfera de la cultura,
dejando a esta última en el mejor de los casos como un simple suplemento
de la primera, o, en el peor de ellos, siendo funcional al modo de
producción dominante.
Este binarismo, la mantención “inadvertida” de la distinción entre distribución y reconocimiento, ya se podía observar en Iustitia interrupta
cuando, a modo de síntesis, sostenía que, en primer lugar, se debía
“cuestionar la distinción entre cultura y economía; segundo, entender
cómo las dos esferas actúan conjuntamente para producir injusticias; y
tercero, descubrir cómo, en tanto prerrequisito para remediar las
injusticias, las exigencias de reconocimiento pueden ser integradas con las pretensiones de redistribución en un proyecto omnicomprensivo”. ¿Por
qué las política ligadas al reconocimiento debieran ser “integradas” a
aquellas descritas desde la distribución? ¿Es acaso el marco de lo
económico anterior y estructural a la cultura? ¿Es la cultura un mero
complemento de lo realmente importante?
En este punto, Fraser
parece olvidar la lección de Althusser que advertía que la ventaja de
la metáfora espacial escindida entre base y superestructura estaba en
que “hacía ver” que la base es la que determina en última instancia a
todo el edificio social. Esta eficiencia de la última instancia desplaza
a un lugar suplementario la cuestiones relativas a lo jurídico-político
(el derecho, el Estado) y a lo ideológico (diferentes ideologías,
religiosas, morales, jurídicas, políticas). ¿No habría que prestar
también atención a la reproducción del orden social?
Haciendo
notar este olvido en lo que tiene que ver con las políticas sexuales,
Judith Butler en el artículo titulado “Merely Cultural” (1997)
-traducido como “El marxismo y lo meramente cultural”- no dudará en
describir la posición de Nancy Fraser como un “neoconservadurismo de
izquierda” que no advierte que las políticas del cuerpo no son
“meramente” culturales sino que en su manifestación interrumpen “un modo
específico de producción e intercambio sexual” desestabilizando, de ese
modo, el sistema de género (la reproducción heterosexual del deseo).
El cuerpo y sus políticas nunca han sido “meramente” culturales. Bien
lo sabemos nosotras, aquí, en un país que aún no legaliza el aborto.
Este
olvido de Fraser, el olvido de la reproducción, es el que la hace,
primero, universalizar la historia del feminismo y, segundo, describirlo
como efecto de la estructura económica, sólo así es posible entender
aquella afirmación que aparece en Fortunas del feminismo: “La
teoría feminista tiende a seguir el espíritu de los tiempos”. El
feminismo sería un simple reflejo de la transformación del modo de
producción, suplementario, y por ello irrelevante. El tiempo de la
economía es uno y subyace a la superestructura. De ahí que la historia
del feminismo no sea sino la historia norteamericana. Esta historia no
se cuenta con los tiempos del feminismo en América Latina, simplemente,
porque las historias del feminismo latinoamericano no entran en la
cuenta de lo que cuenta para la historia del feminismo de Fraser. Tampoco
cuentan los tiempos del feminismo de Julieta Kirkwood, por ejemplo, que
sin poder olvidar las injusticias sociales, en los años ochenta en
Chile, hacía del feminismo también el lugar para el cuestionamiento de
las narraciones teóricas e historiográficas en lo que éstas reproducían
un orden masculino y patriarcal.
Las feministas no podemos
tomar uno u otro lado del dilema, no podemos aceptar la distinción entre
lo económico y lo cultural. Sabemos que desarrollar un concepto
complejo de justicia implica, sin duda, posicionarse desde el punto de
vista de la reproducción, esto es lo que Fraser olvida. Bien podríamos
decir que las fortunas del feminismo de las que nos habla Fraser no son
sino las “fortunas de las políticas de género”. Así al menos lo hemos
visto en Chile. Fortunas del género que con el correr de los años de
los gobiernos de la Concertación y en nombre de políticas eficientes
para las “mujeres”, no dudan en volver contiguas las palabras “género”,
“elite” y “poder”. Prueba de ello lo da el informe PNUD Género: desafíos de la igualdad
(2010), libro cuya presentación cierra el primer gobierno de Michelle
Bachelet. ¿Por qué las mujeres más afortunadas, no tienen más fortuna?
se preguntan expertos y expertas en dicho informe. Bien podríamos
decir que las políticas de género parecen no ser otra cosa que un
síntoma del neoliberalismo, un síntoma también de una democracia
elitista.
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