La primera escena de la cinta muestra el rescate de una borrega del lodazal en el que está a punto de ahogarse. Poco después, el cuidado y aseo de una abuela nonagenaria revela un grado similar de entrega amorosa. Los hombres del pueblo están lejos, casi siempre ausentes, ya sea en el trabajo o en un exilio voluntario. En El Eco, nombre singular de ese pueblo entregado a las faenas agrícolas y de pastoreo, vive muy poca gente, y la educación de los hijos está a cargo de las mujeres y de los maestros, pero en especial de un sistema experimental de aprendizaje según el cual niños aventajados dan clases a compañeros de su misma edad.
En una escena emotiva una niña imparte clases, con pizarrón al fondo, a sus muñecas que toma como alumnas, como si se preparara ya a las futuras responsabilidades que le depara vivir en un lugar alejado de todo espejismo de prosperidad, dejado al abandono, y a una supervivencia diaria en la penuria.
En un cine mexicano dominado por el drama de la violencia rural, las desapariciones forzadas, los feminicidios, el narcotráfico y la corrupción, El Eco ofrece un remanso de armonía espiritual y desprendimiento generoso en medio de carencias interminables, una barricada contra la desesperanza y la amargura. Y las notas de optimismo que se desprenden del relato tienen como fondo los parajes bucólicos más sugerentes y bellos desde aquellos mostrados en El lugar más pequeño (2011), estupenda ópera prima de la directora de origen salvadoreño.
Una fotografía notable de Ernesto Pardo y la pista sonora, siempre maestra, de Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman, completan y enriquecen el venturoso trabajo de varios años de observación y año y medio de rodaje para este documental que prescinde de entrevistas y de cabezas parlantes, de actores y actrices, también de una narración en off, para dejar todo el espacio a los habitantes de este pequeño lugar inabarcable.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 16 y 21 horas.
Twitter: @carlosbonfil1
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