Porfirio Muñoz Ledo
Tragedias e incertidumbres ensombrecen el horizonte de la nación. Son días de luto que habríamos de trascender por la memoria de nuestros grandes propósitos y la voluntad de enmendar el camino y reconstruir la convivencia social desde sus cimientos. Este cinco de febrero es particularmente oportuno. Sucede en tiempos de incertidumbre y nos recuerda el penoso camino que hemos recorrido para integrarnos como un país de leyes, donde puedan ejercerse en plenitud las libertades y alcanzar nuestro destino con autonomía.
No estamos celebrando solamente la Constitución de 1917, también la de 1857 y el largo peregrinar que nos llevó, desde antes de la fundación de la República a establecer normas "superiores a todo hombre" sobre las que se expandiera la realización de todos los ciudadanos. Estamos rindiendo homenaje al movimiento constitucionalista mexicano y comprometiéndonos a renovarlo conforme a las necesidades e imperativos de nuestra época.
El constitucionalismo es la concreción de las luchas libertarias de nuestro pueblo. Corresponde a la necesidad de establecer límites a la autoridad y derechos inalienables para los individuos, de conformar un Estado laico, al margen de las sectas y los dogmatismos, equilibrar los poderes y descentralizar su ejercicio, asegurar la soberanía del país sobre sus recursos y distribuir con equidad el ingreso y el acceso al bienestar. Es en suma un modelo progresivo de existencia republicana.
Este siglo ha conocido en el mundo y en nuestro propio país un nuevo ciclo de constituciones que se avocan a resolver problemas emergentes. El primero es la ampliación y protección de los derechos humanos de acuerdo a los tratados y convenciones internacionales más avanzados; enseguida, el incremento de la participación directa de la sociedad en la toma de decisiones a efecto de superar la crisis de la representación política: la conversión de los electores en ciudadanos plenos. El fortalecimiento de la organización republicana mediante la verdadera independencia de los poderes y su control mutuo, la multiplicación de las instancias autónomas responsables de vigilarlos y la efectiva rendición de cuentas que erradique la corrupción. Dentro de ese marco democrático es menester incrementar la autoridad legítima del Estado contra los llamados poderes fácticos, sean el crimen organizado, las finanzas transnacionales, los monopolios ilegales o las distorsiones de los imperios televisivos.
Estamos ya cerca de conmemorar- sólo cuatro años- el centenario de la Constitución vigente. Hace tiempo hemos propuesto que debiéramos celebrar esa fecha con el debate y aprobación de una Carta Magna integralmente renovada: la Constitución mexicana del siglo XXI. Ciertamente, hemos modificado y parchado la actual innumerables veces en cerca de dos tercios de sus artículos, de acuerdo a las circunstancias y a las agendas sexenales. Por qué no tomamos el texto por los cuernos y nos decidimos a elaborar una nueva, coherente, contemporánea y atenta a los reclamos del porvenir.
Nos proponemos iniciar la tarea desde nuestra propia casa: esta noble y precursora Ciudad de México. Aquí se inició en 1808 el empeño de devolver la soberanía a los pueblos, gracias al talento y enjundia de Primo de Verdad, síndico del Ayuntamiento de la Ciudad, que luego recogieron las gestas de la independencia. Con la fundación de la República se creó en 1824 el Distrito Federal, pero aunque sobrevivieron durante más de un siglo los municipios en la capital, nunca se concedieron derechos plenos a los ciudadanos ni un estatuto semejante al que disfrutan las demás entidades del país.
Desde 1996 tenemos el derecho a elegir nuestros gobernantes. Fue un proceso paralelo a la transición democrática que liquidó el antiguo sistema de partido hegemónico y se tradujo en el precario pluralismo que vivimos. La gente había tomado ya las calles cuando el terremoto de 1985 y no las ha abandonado hasta ahora. Sucesivos gobiernos de izquierda han ampliado los derechos sociales y las libertades públicas; mantienen sin embargo atribuciones restringidas y no han podido resolverse en definitiva los desequilibrios inherentes a la convivencia entre los poderes nacionales y los derechos de los habitantes de la ciudad capital.
Hemos iniciado hace más de una década el proceso para dotar a la ciudad de una Constitución propia que refleje sus avances y aspiraciones. Que sea fruto del desarrollo político de los ciudadanos, del que se deriven nuevos derechos y nuevas instituciones. Es llegado el tiempo de llevarla a los hechos. Existen condiciones para ello y contamos con el consenso de las fuerzas políticas en lo fundamental.
Hemos crecido en la idea de que somos el Distrito Federal, esto es un órgano de la federación. Postulemos que nuestra denominación de origen es CIUDAD DE MEXICO, sede de los poderes federales y por ende capital de la República. Que no somos más pero tampoco menos que los demás ciudadanos de las entidades del país. Movilicemos a la ciudadanía en la lucha por un estatuto digno de nuestra estirpe y nuestras esperanzas.
La batalla que estamos encarando se desenvolverá cuando menos en tres etapas: primero la reforma de la Constitución Federal, que ya está encaminada en las Cámaras del Congreso de la Unión, después el proceso de elaboración de la Constitución de la Ciudad de México y finalmente las reformas legales e institucionales necesarias para dar vida a esas transformaciones fundamentales. La jornada es larga, por ello hay que emprenderla de inmediato.
La tarea inicial es de todos: capitalinos y no capitalinos. Debieran en mi criterio reunirse en torno a una mesa nacional de diálogo todos los actores interesados, al margen de diferencias partidarias y con independencia de otros temas de la agenda nacional que revisten sus propias características y tienen sus peculiares urgencias. La búsqueda honesta de los consensos otorgaría salud y vitalidad a la República.
Hagámoslo, por el bien de todos.
El poeta recién fallecido Rubén Bonifaz Nuño decía en su conferencia de ingreso al Colegio Nacional sobre La Fundación de la Ciudad, que ésta es siempre el resultado de una peregrinación secular, como la que hemos protagonizado los moradores de esta capital. Por eso, afirmaba, las ciudades son eternas. La única manera en que una comunidad puede alcanzar la libertad plena es mediante la conciencia, el conocimiento y la ley, que es el escudo protector de los buenos. Convirtámoslo en realidad.
Comisionado para la reforma política del Distrito Federal
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