Carlos Bonfil
La Jornada
En El limonero real, cinta basada en la novela homónima de
Juan José Saer, lo que interesa al argentino Gustavo Fontán es la
evocación del dolor de una ausencia
El duelo interminable. Argentina,
un poblado a orillas del río Paraná, época actual. Cuando la familia de
la mujer de Wenceslao decide reunirse para celebrar el Año Nuevo y con
él la tradición local del inicio de la temporada en que comienza a
despuntar el limonero real, ella se niega obstinadamente a participar en
los festejos. Su negativa obedece al luto tenaz que observa por la
muerte de su hijo único, seis años atrás. Nada ni nadie puede apartar a
la mujer de su empeño por vivir ensimismada en la remembranza del ser
querido, y su actitud empecinada provoca en su esposo un vago malestar
que se extiende como una epidemia hacia el resto de los familiares y
amigos cercanos, contaminando los festejos y enrareciendo las atmósferas
apacibles en que habría de transcurrir el ritual de cada año. Esa
sensación de inquietud indefinible es la sustancia temática (sugerida,
nunca del todo explícita) del largometraje más reciente del argentino
Gustavo Fontán.
De este realizador con vigorosa formación literaria, los cinéfilos
mexicanos recordarán la retrospectiva que el Ficunam dedicó a su trabajo
en su edición de 2014, y que permitió apreciar en sus documentales (La orilla que se abisma, 2008; El rostro, 2012), y obras de ficción (El árbol, 2006; Elegía de abril,
2010), las constantes de una aproximación resueltamente poética al
quehacer cinematográfico. Su apuesta por un cine contemplativo en el
cual la presencia de la cámara es casi siempre eminentemente subjetiva.
La cámara captura, por ejemplo, a partir de una anécdota mínima, la
génesis del desvarío mental en una mujer (La madre, 2009), y no
hay mucho más que contar fuera del empeño de su hijo por ayudarla a
recuperar el equilibrio anímico perdido. Parece poca materia narrativa,
en efecto. Pero en aquella cinta, como en El limonero real,
basada en la novela homónima de Juan José Saer, lo que interesa al
realizador argentino no es el señalamiento puntual de los
acontecimientos, sino algo tan abstracto y a la vez tan contundente como
la evocación del dolor de una ausencia y el diario tributo que le rinde
siempre un duelo.
No es fácil penetrar de lleno en esa experiencia límite que es
la comprensión del cine de Gustavo Fontán; es más difícil aún
describirla y compartirla. Sólo procede disfrutarla como él mismo lo
sugiere, a partir de su carga fuertemente literaria y del goce que
procuran las imágenes melancólicas del cinefotógrafo Diego Poleri en su
registro de las atmósferas rurales. Uno de los mejores títulos del
director, El paisaje invisible (2003), alude justamente a la naturaleza esencial de este cine suyo de poesía.
Se exhibe en la sala tres de la Cineteca Nacional; 12:30 y 17:30 horas.
Twitter: @CarlosBonfil1
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