40 Festival Internacional de Cine de Toronto
Leonardo García Tsao
Toronto.
A pesar de que hace tiempo que Ridley Scott no dirige un filme digno
del talento demostrado en sus primeras películas, uno no pierde la
esperanza y acude siempre a ver su producción más reciente. Ese fue el
caso de The Martian –en México se va a titular Misión rescate y se estrenará en un par de semanas–, proyectada en el TIFF en una de sus funciones de gala.
Si bien Scott había aportado dos obras capitales a la ciencia ficción –Alien (1979) y Blade Runner (1982),
claro– su tardío regreso al género es otro boleto. Su historia es muy
simple: el astronauta Mark Watney (Matt Damon) es dado por muerto y
abandonado en Marte por sus compañeros; le tocará al hombre valerse de
su ingenio y conocimiento para sobrevivir mientras los científicos de
la NASA intentarán idear un plan viable para rescatarlo.
La idea no es nueva. De hecho, hay una película de mediados de los años 60 llamada Robinson Crusoe en Marte (debida a Byron Haskin). Sin embargo, la referencia más cercana de naufragar en el espacio es Gravedad (Alfonso Cuarón, 2013). Y qué elemental resulta en comparación The Martian.
Si la realización de Cuarón creaba una sensación de soledad y misterio,
de lo insignificante que puede parecer lo humano ante la vastedad del
espacio, la de Scott es una celebración chabacana de los esfuerzos del
hombre en cara a la adversidad.
Lejos de sentirse perdido y aislado, como haría cualquier humano normal, el protagonista de The Martian es
un dechado de optimismo que suelta chistoretes todo el tiempo, a la
menor provocación. Ese mismo desparpajo sangrón permea toda la
película, que se mueve a ritmo de canciones de la era disco y culmina
con un aire de triunfalismo gringo tan exagerado que haría ver a Apollo 13
(Ron Howard, 1995) como una crítica al sistema. Por lo visto, Ridley
Scott ha perdido todo su filo de antaño para convertirse, horror, en un
émulo de Ron Howard.
Con un presupuesto que no alcanzaría ni para cubrir las propinas del
chofer de Matt Damon, el director debutante Robert Eggers ha hecho en The Witch (La bruja) una propuesta muy diferente de cine fantástico, elogiada por la crítica cuando se estrenó en el festival de Sundance.
Situada
en la Nueva Inglaterra del siglo XVII, la película describe el
destierro de una familia de su comunidad por causas religiosas. Los
padres y sus cinco hijos se establecen en la cercanía de un bosque de
connotaciones siniestras. Pronto el bebé de la familia desaparece de
modo misterioso (con imágenes sugerentes de algo terrible). La hija
adolescente Thomasin (Anya Taylor-Joy) es quien carga con la culpa de
la tragedia y desencadena un clima de histeria y religiosidad extrema
que encontrará su desenlace violento.
Aunque Eggers acepta que eso de la brujería fue producto
precisamente de la histeria de gente aterrada por los prejuicios
religiosos y la superstición, por otro lado establece en términos
inequívocos la presencia del Malo en forma de macho cabrío. Un
aquelarre final que sería digno del clásico mudo Häxan (Benjamin Christensen, 1922) confirma la noción de la influencia real que lo sobrenatural ha ejercido sobre los personajes.
Previamente Eggers se había desempeñado como director artístico y
eso se nota en el esmero con que se ha recreado la época (las primeras
secuencias de The Witch deben ser la ilustración más
verosímil que ha dado el cine del periodo colonial de los Estados
Unidos). No es precisamente una película de horror en el sentido
clásico del término, pero sí provoca la misma sensación gracias a un
hábil manejo de la atmósfera, puntuada por la eficaz partitura de Mark
Korven
A veces los instintos de supervivencia funcionan en el contexto de
un festival. Reportes me han confirmado que la película inaugural, Demolition, de Jean-Marc Vallée, resultó demoledora en el peor de los sentidos.
Twitter: @walyder
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