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Hemos perdido todo el
verano en un falso debate abstracto sobre la relación entre la libertad
de las mujeres y el número de prendas que deben cubrir o descubrir su
cuerpo. No es que no sea importante desde un punto de vista político y
filosófico averiguar cuándo y en qué condiciones hay verdadera voluntad;
cuándo y en qué condiciones una mujer se quita o se pone la ropa porque
quiere y no cediendo a presiones más o menos explícitas de pautas
conductuales dictadas por o en favor de los hombres. El mercado “libera”
y la religión reprime y, si no puede desdeñarse la diferencia, tampoco
puede negarse que tanto el mercado como la religión son parasitados por
el patriarcado, victorioso en ambos casos. Así las cosas, y en un
contexto en el que el colonialismo externo e interno siguen cruzándose
con otras relaciones de poder (y proyectos de liberación), lo más fácil,
y lo más estéril y hasta peligroso, es encerrarse en la defensa o en la
condena de una forma concreta de patriarcado (el mercado versus la
religión), como si fueran opuestos y además reflejaran, cada uno de
ellos frente al otro, una mayor voluntad o libertad individual.
La cuestión es netamente política y democrática; y creo que también
desde el feminismo conviene tratarla así. La cuestión es, en definitiva,
que en una democracia se da por supuesta la libertad individual de las
decisiones públicas. Durante siglos -de Kant a la república española- la
izquierda cuestionó, por ejemplo, el derecho femenino al voto con la
muy fundada justificación de que, en una relación de dependencia, la
opción política de las mujeres había de coincidir sin duda con la de sus
maridos. En un país como España, en el que la mayoría vota libremente a
un partido imputado por corrupción que ha rebañado hasta el hueso,
además, los derechos económicos y sociales, aceptamos en cualquier caso
la validez de todos los votos: son las servidumbres de esa convención
que llamamos Estado democrático y de Derecho, cuya funcionalidad y
realidad misma se asocian a --valga la expresión-- “un velo de
ignorancia” que no siempre favorece a la izquierda. Otro tanto es
aplicable a la indumentaria.
Desde un punto de vista institucional, en
una democracia no debe importarnos --y debemos imponernos esta
indiferencia-- por qué una mujer se pone o se quita la ropa; tanto si
detrás está el mercado y su “libertinaje” patriarcal como si quien
empuja es la religión y su patriarcado represivo, allí donde no hay
violencia explícita debemos aceptar el velo y el desvelo (por citar a
Jamil Azahawi, un poeta ilustrado iraquí, muerto en los años treinta,
que escribió un poema con ese título) como expresiones igualmente libres
de la voluntad individual. En una dictadura teocrática como Arabia
Saudí, habrá que apoyar a cualquier mujer que quiera quitarse el velo;
en una dictadura laica, como lo era la de Ben Alí en Túnez, había que
apoyar más bien a cualquier mujer que quisiera ponérselo. En una
democracia en Estado de Derecho, como se supone que es Francia, el
principio laico, en cambio, es transparente: nadie --y menos la
policía-- puede obligar a una mujer a ponerse o quitarse la ropa. Tanto
el bikini como el burkini son expresiones inalienables de la libertad
republicana.
Poco podemos hacer para liberar a las mujeres de
Arabia Saudí, salvo cuestionar una y otra vez los lazos ignominiosos de
nuestros gobiernos con sus dictaduras “amigas”. Pero sí podemos defender
el principio de la laicidad republicana en nuestros países europeos,
donde está siendo amenazada por la religión. No me refiero al islam sino
a la islamofobia, una ideología que, en el caso de Francia, se ha
apoderado de las instituciones, los partidos políticos, la clase
intelectual y los medios de comunicación. Lo he explicado otras veces,
citando además al padre del liberalismo galo, Benjamin Constant, quien
dejó muy claro en 1815 que “el que prohíbe en nombre de la razón la
religión es tan tiránico y merece tanto desprecio como el que prohíbe en
nombre de Dios la razón”: lo que es “religioso”, dice, es la
persecución misma.
El laicismo es un principio jurídico, no
antropológico o doctrinal, y consiste muy sencillamente en que el
Estado, si quiere ser de verdad democrático y republicano, debe
garantizar al mismo tiempo estas dos libertades: debe garantizar la
libertad de culto de todos sus ciudadanos y debe garantizar que ningún
credo o comunidad (religiosa o lobbista) se apodere de las
instituciones. Cuando el laicismo se convierte en el instrumento de
persecución, represión y criminalización de una minoría nacional, y ello
hasta el punto de justificar la suspensión de derechos ciudadanos
elementales, el laicismo deviene una religión más, en este caso la
religión del poder, como lo es el islam wahabita en Arabia Saudí, y por
lo tanto, como sostiene Constant, se transforma en la matriz de una
nueva tiranía. Las víctimas de esa tiranía son hoy los musulmanes y
sobre todo las mujeres. A esa derecha que sólo se vuelve feminista
frente al “islam” o a esa izquierda islamofóbica y oligosémica incapaz
de imaginarse al otro semejante a uno mismo, hay que recordarles que,
según el European Network Against Racism, el 90% de las
agresiones islamofóbicas en Holanda, el 81% en Francia y el 54% en
Inglaterra tienen como víctimas a mujeres musulmanas. En España, según
el informe del European Islamophobia Report, en 2015 se
multiplicaron por cuatro las agresiones islamofóbicas (de 49 a 278) y el
21% fueron acciones contra el uso del velo. Una tiranía es una tiranía.
Se empieza con la minoría musulmana y con las mujeres veladas. Pero
allí donde se ha renunciado al laicismo republicano y al Estado de
Derecho en favor de una ideología religiosa, aunque se pretenda
anti-religiosa --o porque se pretende anti-religiosa--, todos los
ciudadanos estamos en peligro.
El “libertinaje” mercantil y la
democracia republicana tienen, al parecer, un límite: el burkini, un
invento australiano que, según Aheda Zanetti, propietaria de la marca,
es una pingüe fuente de beneficios comerciales. Ojalá nuestros Estados
fueran realmente laicos y republicanos y reprimieran otros lobbies y
otros negocios: el TTIP, por ejemplo, o la venta de armas a Arabia Saudí
o las puertas giratorias. La prohibición del burkini no es sólo un
atentado contra el libre mercado en sus expresiones más inocentes: es un
atentado ideológico contra las instituciones laicas republicanas que
garantizan el derecho común de las sociedades democráticas. Sin duda la
izquierda y el feminismo tendrán que discutir mucho sobre la relación
entre voluntad, libertad y sociedad, así como sobre la transversalidad
del patriarcado, parásito o esqueleto de todas las relaciones de poder,
en un imaginario global cortado por relaciones neocoloniales (tanto
externas e imperialistas como internas y de clase). Pero entre tanto
quedémonos con la fotografía de Niza y sus amenazas.
Cuatro hombretones
con pistolas obligan a desnudarse en público a una mujer sentada y
desarmada. No es una violación. Sí es una violación. No se trata de la
república en armas de la Marsellesa sino de la inquisición religiosa, en
versión oficial y uniformada, en el país de la Revolución francesa; y
del patriarcado armado, aceptado o aplaudido, en el país de Simone de
Beauvoir. Francia, como Arabia Saudí, como el Estado Islámico, impone
normas indumentarias a sus mujeres. Los gobiernos europeos se están
radicalizando muy deprisa, y ello al precio de perseguir, criminalizar y
“judaízar” a sus minorías nacionales, de alimentar al mismo tiempo el
terrorismo y la islamofobia dentro y fuera de Europa, de erosionar sus
instituciones laicas y republicanas y de renunciar a sus sedicentes
valores fundacionales. La prohibición del burkini es apenas un síntoma
del derrumbe de Europa. El burkini no amenaza a la democracia; su
prohibición sí. Es por eso que todos deberíamos tomarnos muy en serio la
fotografía de la playa de Niza. “La mer, la mer toujours recommencée”,
escribía el poeta Paul Valery. El laicismo está muriendo y el fascismo,
como el mar, recomenzando. No bastará con quitarse o ponerse el velo.
Si no defendemos la democracia, nadie estará a salvo.
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