"Enrique Peña, Luis Videgaray, Osorio Chong y Aurelio Nuño son los principales responsables de su propio desastre político...".
Foto: Guillermo Perea/ Cuartoscuro
Pero más allá de la melancolía y el conservadurismo ¿qué ocurrió con los protagonistas de esa ruptura?
¿qué ha significado para el actual gobierno? El Pacto fue una
oportunidad única para el grupo de herederos de la tradición técnicos
del PRI (ganadores en 2012), para superar la tensión entre cambio y
simulación que marcó el sexenio de Salinas, es decir, un recurso contra
su propio fantasma.
La incapacidad de ver el significado y alcances del Pacto describen a
ese grupo y los han hecho estrellarse de nuevo, con la misma piedra, su
misma piedra. Otra vez como en los noventas, en el marco de un proceso
de desafíos típicos de la modernidad, de la complejidad creciente de la
sociedad contemporánea, optaron por el reservorio tradicional de las
concesiones y pactos inconfesables con los opositores tradicionales del
cambio de régimen, optaron por los viejos instrumentos tan indignos como
ilegales pero tan corrientes en nuestra vida pública: corrupción,
impunidad y control.
Ellos, los que creen en la política de resultados, en el zorro y el
león, que parecen haber leído (o al menos escuchado) al florentino
maestro de la ironía (N. Maquiavelo), han quedado tan en evidencia, que
México está hoy en prácticamente todas las portadas de medios del mundo
como un caso paradigmático de violación de derechos humanos, de
corrupción sin límites (empezando por el Presidente y su esposa) y, cada
día más claramente, al borde de una crisis económica con niveles de
desigualdad que solo son comparables con el porfiriato.
Enrique Peña, Luis Videgaray, Osorio Chong y Aurelio Nuño son los
principales responsables de su propio desastre político, porque dinamitaron los puentes del cambio, porque supusieron que un acuerdo de Estado es igual a un mecanismo de propaganda,
porque optaron por una líder en la cárcel como medio de control de un
sindicato, porque creen que una reforma trasforma por sí misma el
sentido de la realidad, porque mientras pactaban cambios
constitucionales de fondo, sus empleados en la Consejería Jurídica y el
Senado (de varios partidos) desarrollaban una contrarreforma en las
leyes secundarias, porque prefirieron el silencio y la censura al debate
público sobre la impunidad, porque no entendieron que ni la televisión
podría sostenerlos, porque creyeron que con empelados en la Corte, en el
Congreso, en el INE, en el TEPJF, en los partidos de oposición, podrían
ser intocables, ganadores y eternos.
En el centro, una vieja idea autoritaria los habita, creen en el
poder como una cosa que se posee, como un arma, o un ejército, cuando el
poder es en realidad una relación, en la que mandar y obedecer
requiere, además de tener elementos de coacción y propaganda, ideas,
creencias y particularmente razones, eso que los autores clásicos
llamaron legitimidad, sin la cual la estabilidad política es siempre
improbable.
El mundo que desean no existe más, el cuento de hadas y el
ilusionismo político terminó por ser revelado. El tiempo, el recurso más
valioso de la política, se agota mientras la próxima encuesta de
popularidad, se acerca y acecha.
Qué hacer, cómo terminar esta historia. Dos años más resistiendo, dos
años sin alternativas replicando su propia tradición, cuáles son los
niveles de desastre y descomposición a los que están dispuestos, cuánto
tiempo más es sostenible el silencio o la simulación que charla a
pasitos en los jardines de los Pinos, cuántos perdones más hay que
pedir, cuántos muertos más debemos lamentar, cuánto más van a enterrar
el espejo.
No tengo sino la intuición de que un final inesperado podría
producirse, porque las claves y las trampas de la memoria me sitúan en
los años que transcurrieron entre 1988 y 1994 y porque veo ya los
ingredientes de lo nuevo gestándose, aún sin instrumentos. Hay desde
luego finales deseables e indeseables, pero ninguno es un precursor tan
peligroso de la violencia en relación con el poder político, como tener
la legitimidad hecha añicos.
Este gobierno tiene una única alternativa para intentar detener el deterioro institucional: apelar y actuar racionalmente y sin simulaciones,
con el mayor número de medios políticos a su alcance y en el menor
tiempo posible, para mostrar que la fase de deshonestidad democrática ha
llegado a su fin. Los costos de no intentarlo son enormes, los
peligros, aún peor, pueden ser irreparables.
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